En ‘El año de la muerte de Ricardo Reis’, de José Saramago, Fernando Pessoa es un fantasma en tránsito. Está a nueve meses de desaparecer, pero mientras termina de consumirse en el aire, se escapa de la sepultura para pasear por Lisboa y sostener largas charlas con su ‘amigo’ Ricardo Reis.
‘El año de la muerte de Ricardo Reis’ fue nuestro libro de estreno en la ciudad. Saramago llevaba a sus personajes a caminar por el barrio en el cual entonces vivíamos y la novela terminó por ser una suerte de libro de turismo: por ella descubrimos algunos miradores y por ella fuimos detrás de la estatua del gigante Adamastor, la fuerza de la naturaleza que se levantó contra Vasco da Gama, según el relato de Camoes en ‘Os Lusíadas’.
Siento que, al cabo de aquellos nueve meses, el fantasma de Pessoa no se desvaneció. La muerte de Ricardo Reis privó a los lectores de un giro en el argumento, porque para mí la presencia de Pessoa es tan cotidiana en Lisboa como los tranvías o los pasteles de nata. Están ahí, aunque no nos los crucemos por días…
Lo pensé al recorrer la exposición ‘Fernando Pessoa, plural como o Universo’, que fue abierta el diez de febrero en la Fundación Gulbenkian, en Lisboa. Llegó desde Brasil, así como llega Ricardo Reis al inicio del libro de Saramago, pues la muestra nació como colaboración entre el Museo de la Lengua Portuguesa de Sao Paulo y la Fundación Roberto Marinho. La muestra se estrenó en Sao Paulo, en 2010 y el año pasado estuvo en Rio de Janeiro. Ahora, en Lisboa, es parte de la conmemoración del Año de Brasil en Portugal, un detalle curioso, un homenaje brasileño a los portugueses.
Varios detalles de la exposición me llevaron a pensar en Pessoa y en su relación con la ciudad. Viendo los retratos del poeta y los relatos de su vida mi cabeza me llevó a la escultura que está frente a A Brasileira, la cafetería en el Chiado que Pessoa frecuentaba casi a diario. Esa escultura no es una estatua para mirar de lejos: en ella, Pessoa está sentado en una mesa frente a la cafetería, una mesa que se confunde con aquellas donde están los clientes. Las personas se sientan en la silla que construyeron junto a la suya, lo abrazan, se le arriman, se ponen mejilla con mejilla para tomarse la foto con el poeta. Casi nunca está solo: hay que esperar turno, como en una sesión de autógrafos…
La parte dedicada a sus alter-egos, Alberto Caeiro, el campesino que solo estudió la primaria y murió de tuberculosis, Álvaro de Campos, el ingeniero homosexual que se sentía extranjero en cualquier parte del mundo, Bernardo Soares y el mismo Ricardo Reis, el médico-poeta, me recordó cómo en mis primeros días en la ciudad me enamoré de la camiseta donde sale Pessoa, y, tras él, caminan sus cuatro sombras (Caeiro, Campos, Soares y Reis). Y de la edición limitada de tacitas de café de Vista Alegre, la tradicional empresa de porcelana, que dibujó el rostro de Pessoa con ángulos, sombreros y trajes de diferentes colores y así, cada taza se llamaba como el poeta o sus heterónimos, poetas a quienes él inventó, dio profesiones, escribió sus obras, dictó día de nacimiento y fecha de muerte… a todos menos a uno, Ricardo Reis, el médico a quien Saramago llevó a Lisboa para que pereciera nueve meses tras la muerte de su creador.
Qué decir de los paneles dedicados a sus líneas inolvidables. Uno, en particular: “Oh, mar salado, cuánta de tu sal son lágrimas de Portugal. Por cruzarte, cuántas madres lloraron, cuántos hijos –en vano- rezaron, cuántas novias se quedaron sin casarse, para que fueras nuestro, oh mar…”. La primera frase de ese poema la leí, en una de mis primeras noches en Lisboa, en lo que supuse a primera vista un anuncio publicitario en el techo de un taxi. No lo era. Era un homenaje.
En la exposición, conmueven sus palabras y se entra en su universo: el baúl donde guardaba sus cosas, la primera edición del libro Mensaje, con una dedicatoria de su puño y letra. Fotos, poemas, textos. Películas, voces, sonidos. Pantallas táctiles donde los poemas surgen a cada paso de la yema de los dedos. Y da vértigo pensar en su obra, en la pluma de un poeta que escribió una obra vasta para sí y para sus heterónimos. Que no fueron solo cuatro, fueron más de setenta… Con tanta energía, tanta producción, tantas cosas que contar, ¿Cómo no creer que el fantasma de aquel artista tan grande no se ha quedado rondando la ciudad?
Fotos: Sabrina Duque