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POR LEJOS QUE ESTÉN

(2038)

 

Haz que mi sol desaparezca

y la comadreja del silencio me deje ciega.

Pero responde a mi llamado.

 

El cielo estuvo desaguando una semana entera hasta vaciar su vejiga. En todo ese tiempo. Piedad ha permanecido en un rincón del cuarto en posición fetal, alimentándose de momentos trabados y lamiendo la humedad de suelo para no desecarse y morir. Alertada por el reloj que tictactea en su mente, a cada golpe de campana pregunta a la memoria si Pablo volverá, que de no hacerlo pierde toda razón de vivir y dejará que su cuerpo se acartone y desmigaje hasta quedar en polvo. Pero la memoria, aun dejándose sentir, no responde, no tiene oídos ni lengua, aunque sí manos como tenazas que saben dónde apretar. Es un juego de tres en raya de imposible acierto, al menos que ella se descuide y por un segundo cierre los ojos.

Piedad no quiere empezar de nuevo esta carrera que siempre le toca perder, no lo intentará más. Quiere morir y acabar con la falsa ilusión de creerse viva. Aun así, respira fuerte. El aire casi la ahoga, pero se tranquiliza, porque sabe que respirar no es vivir. Hace falta mucho más que eso, hacen falta voluntad y una mínima esperanza. Hace tiempo decidió marchitarse, fue el día en el que la mente de Pablo se movió de su sitio. Aunque, pensándolo bien, es un error decir que aquello ocurrió en un solo día. Nada ocurre en un solo día, hasta Dios necesita más de eso para construir o destruir. Más cierto será decir que lo de Pablo fue un proceso lento y que el tiempo hizo bien su trabajo. Ella, aun viviendo con él, despertando y anocheciendo a su lado cada día de cada mes de cada año, casi no notó la degradación del hombre, dueño de aquel cuerpo tibio y callado que ahora la espera en la sala de este hospital de olores ácidos. Que la espera es una forma de decir, porque Pablo a nadie puede esperar.

A través del ventanal, la luz del día golpea a Piedad, hiere sus ojos, pero ella no se aparta, lagrimea pero sigue ahí. Las golondrinas de verano revolotean en torno a los nidos que han hecho en la persiana. El otoño está a las puertas, pero ellas, apuradas, se afanan en alimentar a sus polluelos para que el frío los coja fuertes. Piedad intenta mirarlas pero el velo acuoso que empaña sus ojos lo vuelve todo turbio. Las imágenes que la atacan en forma de recuerdos recientes la llevan a esos lugares que quiere olvidar. Recuerda con nitidez los olores, los colores, el ruido, las sensaciones. Las malas visiones suelen ser así, diáfanas. En cambio, los instantes alegres se agrisan, se vuelven cenicientos y uno no atina a decir con claridad cómo ocurrieron, o si realmente ocurrieron. No hay nada más traicionero que la mente, nadie nos traiciona más que nosotros mismos. ¿Cuáles fueron exactamente las palabras que Pablo le dijo aquella noche? ¿Era de noche o era de tarde, qué expresión tenía su rostro, qué ropa llevaba puesta, en qué lugar de la casa hicieron el amor? Unas veces, trémulo, él le dice que la ama en el sofá del salón mientras desabrocha su blusa; otras, de pie junto a la ventana, se le ve ajeno, mientras ella, recogida, lo espera. Nunca el recuerdo es el mismo ni le llega nítido, pues lo que se siente empaña la realidad. En cambio, con total transparencia ve cómo se abre la puerta del cuarto donde él está y asoma un médico que la hace pasar. Una enfermera que huele a antiséptico perfumado abre de par en par la ventana, por la que se cuela una mariposa amarilla. Afuera hay sembradas rosas y buganvillas. Pablo está tendido en una cama angustiosamente blanca. No se mueve, no la mira, parece haber envejecido una eternidad. Sus facciones han caído de su rostro, cuelgan en alguna otra parte, de alguna otra cara. Su cabello vigoroso ahora es ralo, feo de mirar y acariciar; sus manos están tiesas, congeladas, sus huesos saltan a la vista. A Piedad le cuesta ver en ese cuerpo deslucido el hombre que ama. Aún así, quisiera que él la mirase o hiciera un mínimo gesto que indique que la recuerda. Una luz, dame siquiera una luz, para que sepa que sabes quién soy, le pide sin palabras. Es inútil, Pablo ya no la recuerda y eso la hunde. Sale de la habitación. Duerme, o así lo cree, enrollada como un feto. Siempre creyó que si doblaba las rodillas contra el pecho el miedo no iba a subir más, que quedaría atrapado en su estómago y no podría devorarla. El miedo es un perro que se acomoda a sus pies, pero en lugar de darle calor, la muerde. El patio está encharcado. La ropa, empapada en los cordeles y sus medias, empozadas en el suelo, permanecen enlodadas y solas. Son blancas pero han perdido color, como pasa con ella. Piedad era morena, ahora es opaca, sombría y gris como queda el monte luego de un poderoso fuego estival.

Hace siete días, cuando empezó la lluvia, salió al patio. Miró cómo su ropa se mojaba por entero, y sintió que esa agua helada se le metía por dentro. Entraba por sus oídos, por su boca, por sus ojos, por su vagina, por sus pequeños poros capilares; tanto y tan profusamente caía que ella misma se abrió para ser inundada. Quería que el agua la ahogara, pero no se sabe de nadie que haya muerto por exceso de lluvia en el cuerpo. Desde ese día duerme la siesta más larga de su vida. Sueña que corre por una avenida, la luz roja de un semáforo la detiene. Ella es como un pájaro de caderas menudas y cabello entrecano. Mira las hojas amarillas de la acacia que le da sombra a la vereda empedrada. Otros esperan que cambie la luz; ella espera que cambie el mundo. Mientras corre, cuenta cuántos días, meses y años ha estado junto a Pablo. Llega al cálculo de 26 años, 312 meses, los días son tantos que multiplica pero no alcanza a saber. ¿Para qué además? El tiempo es para los vivos y ellos ya no lo están. “Cuando despertemos de este mal sueño de amor, seremos viejos”, le decía Pablo mientras ella se arropaba con sus brazos. Pero Piedad ha despertado del sueño y él se ha quedado inmóvil, quién sabe si para siempre. Lo imagina muerto en esa cama blanca. Corre por las avenidas como una yegua sin brida; a veces, incluso vuela. Ella es como la tierra de una montaña suelta, sin raíces que la sostengan, desmoronándose sobre esta ciudad fría y solitaria. Ve a los que caminan descalzos por el monte, los que se bañan en la laguna, pescan truchas en el río, tienen sexo en la hierba, galopan como jinetes azules, jinetes locos que apestan a establo y gozo. Les ve haciendo todas esas cosas que ellos jamás hicieron. Si él regresara, ella jura que las harían, esta vez sí. Si él regresara…, musita.

Mojados, debajo de una luna escasa, ella le pidió ser su esposa. Él le dijo que no, que no era necesario, que no creía en papeles ni juramentos. “Atémonos entonces las manos con estos cordones blancos, esa será nuestra alianza”, se conformó ella y él, sonriendo, se dejó atar. Una tormenta eléctrica los obligó a entrar en casa. Pablo, con los ojos en ninguna parte, le contó un sueño en el que su alma se iba por el mundo y sobrevolaba cordilleras, campos, selvas, ríos y océanos. Después de años sin rumbo, el alma había olvidado cómo volver a la que creía era su casa, el cuerpo de él. Intentaba hallar el camino de vuelta, pero era imposible, no lograba recordarlo. Fue cuando encontró a Piedad que su alma errante supo que no era preciso volver, que ya no tenía sentido hacerlo. Que ella sería, de ahora en adelante, su casa. “Solo fue un sueño, no te lo tomes tan en serio”, dijo él al ver su cara enamorada. Pero ella lo besó con alegría y le prometió que dedicaría la vida a recuperar su alma; no para quedársela, sino para que él no fuera sin alma por el mundo.

Piedad ha dormido durante siete días. En la habitación, una cortina roja pende de una varilla de fierro débil y vieja que oscila emitiendo un tímido gemido. Ese sonido persistente la saca del sopor. Las piernas y la columna vertebral le duelen. Se levanta, mira por la ventana y piensa que dejó de llover hace meses. Mira la fecha en el reloj, 25 de abril de 2038. Ha dormido demasiado. Coge la porción de drof que está sobre la cocina, lo corta y pasa por el grifo de vapor para ablandarlo y se lo mete en la boca. Sabe a moho, pero traga. Sus ropas están sudadas, se las saca, se mira al espejo y ve que sus pechos enflaquecidos caen en forma de lágrimas, su vientre abultado parece que cargara algún engendro maligno, sus nalgas se han vuelto flácidas y su cara alargada y turbia. La ropa de Pablo sigue amontonada sobre la máquina de planchar. Su rostro, amable y pícaro, la mira desde una fotografía. El recuerdo de tiempos mejores la estruja y abofetea. Piedad cumplirá 56 años este septiembre. Sus ojos aún no han llegado a vaciarse. Siente que Pablo la llama con voz de marido, de amante, de niño perdido. Vuelve el diluvio sobre su ropa decolorada.