@zurdaopinion

Créanme, Llegar a la Caraguay a la 5 de la tarde por cangrejos es un viaje sin sentido. Todo crustáceo a esa hora yace en alguna olla con especias. Meses atrás, esa experiencia la viví junto a un tío con quien fuimos en busca de la cena familia, y luego de vuelta y media por el mercado, nos retirábamos con la cabeza gacha y el estómago confundido. La idea del apetecido manjar de manglar ya estaba grabada en el subconsciente. ¿Y ahora? Mientras la pregunta tácitamente se leía en nuestros ojos, apareció de la nada en nuestro camino un hombre de piel tostada y ropas anchas. Con mirada pícara y hablar sabroso nos mandó la bendición: ¿Quiere Cangrejo varón? Venga por aquí que si hay…

Mi tío y yo, temerosos pero hambrientos, aceptamos la propuesta y seguimos al individuo mientras sigilosamente mandamos el celular al calzoncillo. Juramos que nadie nos vio. Entramos al famoso barrio Cuba, al cual veía por primera vez más allá de los prejuicios y las leyendas urbanas. Apenas asomamos la cabeza el ambiente nos causó gran sorpresa: en cada casa de construcción mixta se expendía al animal a diestra y siniestra. Decenas de comensales revisaban y regateaban con los moradores los atados y planchas: Por sus fachas y modismos se notaba quienes eran los aniñados, los suburbanos y los vecinos, pero todos se marchaban contentos con sus ejemplares en buena forma.

Llegamos a su vivienda y nos recibió una mujer mechuda con un niño en brazos y una sonrisa de esperanza en el rostro. Teníamos cara de la jama semanal, sin duda. Nos invitó a pasar a la sala-comedor-cuarto y que le esperemos un momento. El hombre salió nuevamente, gritó  algo inentendible y luego regresó con un cuchillo de esos rebanachanchos. Me puse helado y mi tío verde. De repente, cual comando, el sujeto se abalanzó hacia el piso y se metió debajo de la cama, figuró unos cortes con los brazos y sacó ante nuestro asombro, 2 planchas de cangrejo pata gorda. 30 pidió por cada una, el trato se cerró en 27.

Así fue como la cena fue salvada y la imagen de un barrio intocable para muchos y perceptivamente peligroso, mejoró considerablemente. Semanas después, por boca de mi pariente, me enteré que había vuelto donde el maestro por más “arañas”, y entre semana, por carne, pescado y otras delicias, todas a buen precio y sin perjuicio a lo ajeno.

Esta semana el barrio Cuba volvió a mi memoria y desenterró esta experiencia de la forma más abrupta. Imágenes en la televisión mostraron crudamente como muchos de los vendedores informarles del sector, fueron maltratados por los Policías metropolitanos del Municipio de Guayaquil y ellos, como gente brava y de a de veras, respondieron al ataque. Digo responder de manera tajante porque quienes llegaron, atacaron, golpearon y se marcharon, fueron los robaburros.

Las crónicas de los heridos luego de la agresión y las versiones de los vecinos del sector, son una recopilación aumentada y corregida de lo que pasa cada Navidad en el sector de la Bahía, y lo que sucede, con menos bulla, sangre y exposición mediática, día, tarde y noche en distintos puntos de la urbe. Los Metropolitanos no le niegan tolete a nadie. La orden es dar, donde caiga, a quien sea. Y luego decomisar, desparecer productos y acabar presupuestos familiares.

Sin embargo, analizando los hechos, que ya no sorprenden, encontré en mi anécdota previa un elemento que sin duda agrava cada vez más esta situación. Así como yo, miles de guayaquileños vivimos alienados a ideas corruptas de lo que sucede en estos espacios populares. Me bastó 2 horas de contacto real para sacar algunos prejuicios amarrados con soga. Pero a la gran mayoría, lo que sucede en estos barrios, y a esa gente, le asusta y además, le vale gorro.

Me ha tocado presenciar en reiterados ocasiones como Metropolitanos acosan y humillan a trabajadores informarles, y verme solo en los reclamos ante la mirada inerte y quechuchista de los transeúntes. ¿Es que acaso maltratar y destruir la microempresa del caramelero se ha vuelto normal? Nadie hace nada, nadie dice nada. Con horror, me ha tocado escuchar incluso a personas que alaban y aplauden al uniformado, y con la mayor ironía del mundo, seguro viene tomando un vaso de cola a 10 centavos cuadras más atrás.

Esta impasividad es el verdadero cáncer que va consumiendo nuestra apolillada madera de guerrero. Hemos sido instruidos, constantemente, al odio inconsciente de los trabajadores de la calle. ¿En qué momento, la dignidad de las personas fue reemplazada en nuestra realidad por calles adoquinadas? ¿En qué momento, comenzamos a mirar con desprecio al vendedor de mangos del semáforo por el solo hecho de trabajar antes de preferir meter la mano en nuestros bolsillos?  ¿Cuál fue el instante en que decidimos aceptar que una ciudad para ser “cosmopolita”  debe tener fuentes de agua con luces y ciudadanos golpeados a mansalva?

No es cuestión de odiar a los Metropolitanos. Al fin y al cabo, ellos también llevan el pan con el triste trabajo de causar miedo. También es fácil echarle la culpa Nebot, el sólo vendió la idea, quienes la compramos fuimos nosotros. Ya sea aceptándola a rajatabla con el voto o siendo indiferente a sus resultados. Da igual. Lo que pesa es que hoy los guayacos se agarran a palos en la calle, con solo o penumbra, en una persecución sin finque es totalmente ajena al turista que se va contento con 2 fotos del mono a la salida del Lorenzo Ponce y goza de la Guayaquil del siglo XXI.

Hoy, los comerciantes fueron reubicados por el Cabildo, pero primero comieron palo. El abuso físico antes que la mediación fue la estrategia. Dejando a un lado el desenlace de este caso,  los invito a palpar la realidad de todos comerciantes informales antes de juzgarlos, de olvidarlos, de abandonarlos a su suerte. Son humanos, hermanos, padres y madres de familia. Movilizadores de una economía nacional que se sustenta de la comercialización sumergida  nos guste o no. Solo un 20% compra en los centros comerciales, el resto vamos de Miranda y terminamos gastando nuestros dólares con estas personas que, merecen la posibilidad de trabajar decentemente y no con el alma pendiente de un hilo, segundo a segundo, al ver pasar la camioneta con los hombres de azul.

 

Ángel Largo Méndez