El arquitecto esperó a que apagara la grabadora y, solo entonces, se hundió en su silla, se llevó las manos al rostro y lo admitió:
"Es agresiva. Es una ciudad para autos, no para personas".
Ocurrió hace dos años, mientras preparaba un reportaje por los cincuenta años de Brasilia. El hombre me sorprendió: durante veinte minutos se había esforzado por no criticar la obra de Lúcio Costa y Oscar Niemeyer. Había esquivado mis preguntas. Había suavizado las que podían haber sido sus respuestas más críticas. Pero es así: pocos arquitectos levantan la voz contra el hombre centenario que concibió la estética –la dictadura estética- de la capital de Brasil.
Lo que el arquitecto había dicho no me sorprendió. Brasilia me desencantó a primera vista: rígida, cuadrada, antipática. Confieso que la primera vez que puse los pies ahí estaba ilusionada con la idea de conocer la ciudad que se construyó de la nada, tenía ideas románticas sobre la metrópoli que partió de una hoja en blanco, aquella que parecía un avión cuando la sobrevuelas, aquel desierto donde construyeron un lago. La obra que marcó la presidencia de Juscelino Kubitschek.
En mi primera vuelta por la ciudad, en un momento me sentí en Berlín Oriental: todos esos bloques de apartamentos, simétricos, aburridos, plantados de forma simétrica junto a las enormes avenidas. Grises, aunque tuvieran otros colores.
En el papel, en esos bloques de apartamentos tenían que vivir, uno al lado del otro, el Ministro y el ascensorista. El diputado en el 3-A y el barrendero en el 3-B. Una bella utopía que se quedó en el papel, porque hoy hay cuadras consideradas de lujo y otras tildadas de departamentos más o menos. Aunque por fuera sean igualitas.
Aunque la verdad es que los pobres no tienen espacio en Brasilia. La mayoría vive en las ciudades satélites, expulsados de la lógica de los bloques.
Las megacuadras en Brasilia me desconciertan: ¿por qué tan grandes? La falta de tiendas esparcidas aquí y allá me descuadró: ¿cuánto uno tiene que caminar bajo este solazo antes de dar con una tiendita donde comprar una botella de agua? Depende de la zona. Entre las cuadras hay unos sectores comerciales, temáticos, cuyos dueños desafiaron lalógica impuesta. En teoría, por donde hoy es la entrada principal, tenía que ser la zona de carga y descarga. El frente tenía que dar a los edificios. Los dueños de las tiendas mirando no a la calle sino a los vecinos.
Los buses son otra historia: se ven pocos. Quienes viven en la ciudad dicen que no se puede vivir aquí sin tener auto. Sí o sí. Cruzando las avenidas enormes y atestadas se conoce la vocación de Brasilia: ni un magnate de Detroit podía haberla hecho más perfecta. Es la ciudad de los autos. Las distancias son enormes. Si vives en el Lago Norte y tienes un primo en el Lago Sul, prepárate para un buen viaje.
Pero lo que me pareció más bizarro fue la sectorización de todo. A su derecha, la zona de los hoteles. Y ahí están todos. Por allá, la zona de los colegios. Más allá, la zona de los bancos. Y allá, uno junto al otro, todas las sedes. Y por allá, la zona de los hospitales. ¿Todos los hospitales? Sí, en la zona norte y en la zona sur hay una zona donde se acumulan unos junto a los otros.
En la zona del Lago Sul y Lago Norte –que están fuera de la lógica inicial de los bloques- la estructura de la ciudad es un poco más flexible. Hay centros comerciales y hospitales sin necesidad de estar acumulados en bloque. Pero allá, en esas enormes chacras donde se levantan edificaciones de lujo, también hubo una revuelta. En el papel, las casas no debían tener cercas. En el papel, las calles por donde circulan los autos debían dar a la parte trasera. Las fachadas bonitas debían dar al jardín, por donde la gente caminaría cruzando de un lado al otro. Ni que decir que los vecinos levantaron cercas y le dieron la vuelta a las fachadas.
No es una leyenda urbana que aún hoy, ante cualquier cambio en los edificios de Brasilia, hay que tener la autorización del despacho de Niemeyer. Pero aunque las fachadas se mantengan, poco a poco los ciudadanos se han tomado la ciudad y la van moldeando y tratando de hacerla más humana. Sigo visitando Brasilia con frecuencia. Aún no consigo que me guste. Quién sabe y algún día, en alguna supercuadra me encuentre con una tienda para comprar una botellita de agua. En ese solazo…