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En el Marxism Festival del 2009, Slavoj Žižek dio una ponencia bajo el título “What does it mean to be a revolutionary today?”, en donde analizó –entre varias cosas– la necesidad de mantener siempre un discurso crítico con todo proceso que busque incidencia efectiva sobre la realidad capitalista. Y señaló con énfasis el rol que deciden ejercer los intelectuales de izquierda, criticando a aquellos que parecen limitarse a ver con nostalgia hacia algún lugar geográfico donde «estén ocurriendo las cosas», donde acontezcan verdaderos actos revolucionarios: como ocurrió por los años ’30-’40 –sostuvo-, donde intelectuales mantenían sus trabajos con alta remuneración en la universidad, viviendo con lujos, pero depositando sus corazones en la Unión Soviética.

Las miradas se posaron sobre Rusia, luego sobre China y posteriormente sobre Cuba. Y ahora parecen posarse en América Latina, despertando una nueva nostalgia que «los invita a volver a soñar». Žižek rechaza esto de manera taxativa y afirma: “Our only help to Chávez and others is to be, when they deserve it, ruthlessly critical. That’s how we treat them seriously”. That’s how we treat them seriously. Así es como los tratamos con seriedad.

 

Y es precisamente eso lo que aquí en Ecuador no se comprende. Parece que hemos llegado al punto de aceptar esta Revolución Ciudadana como meros pacientes, como individuos pasivos que son atropellados por un proceso y no como los agentes activos que lo impulsan. Se pide aplaudir como focas ante la enorme maquinaria mediática-electoral del gobierno, y es como focas que varios círculos de izquierda (e incluso aquellos llamados de izquierda radical) aplauden.

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Esto quedó ejemplificado con claridad en una fórmula que circuló ampliamente durante el festejo de los cinco años de gobierno: “Yo soy revolucionario, por eso apoyo a Rafael Correa”. Pero, ¿qué significa eso a la luz de la realidad?

¿Significa acaso apoyar la infamia que se comete contra diario El Universo, en un acto de ilegalidad flagrante? ¿Significa apoyar la explotación de los recursos hidrocarburíferos y la minería a gran escala, aun cuando se violasen normas constitucionales y yendo en contra de la idea de desarrollo que quería construirse? ¿Significa apoyar la criminalización de la protesta social de sectores que participaron en la Constituyente, acusándolos ahora de participar en actos de terrorismo?

¿Significa apoyar el veto del presidente al Código de la Democracia que introduce excepciones para el uso de recursos y bienes públicos, de modo que las instituciones del Estado puedan realizar propaganda durante período electoral? ¿Significa apoyar la cláusula del mencionado veto que incorpora una limitante para el trabajo de los medios durante campaña (el cual, como menciona María Paula Romo, es inconstitucional: “al ser un tema que no se debatió en la Asamblea Nacional, no podía ser incorporado al veto”)? ¿Significa apoyar al presidente cuando hace uso de leyes antidemocráticas como la ley de desacato, pero luego aplaudirle cuando habla sobre libertad de expresión?

Se puede, sin duda, elaborar una lista de los cambios y mejoras realizadas por el gobierno; pero eso no se traduce en excusa para evitar plantearse esas preguntas y tomarse la tarea de reflexionar sobre ellas. Soy lo suficientemente misántropo como para comprar la ingenuidad con que una serie de intelectuales realizan hoy sus análisis, evitando escribir posturas claras.

Pero es algo que debe hacerse si lo que se quiere, por supuesto, es tomar esta revolución en serio; lo cual significa inevitablemente rechazar el tipo de respuestas que dio Galo Mora -secretario del Movimiento PAIS- en una entrevista: “jamás, independiente de dónde esté, jamás haré una crítica en contra de Correa (…) es una expresión de lealtad”. ¿Es esto lo que hoy significa ser revolucionario?

Porque esa expresión de lealtad puede leerse como expresión de complicidad. En donde todos los revolucionarios de morondanga se contentan con ser actores secundarios, actuando como cajas de resonancia del régimen y repitiendo al pie de la letra las justificaciones que da el oficialismo ante los abusos perpetrados.

Existen una reflexión y una tesis que me han estado dando vueltas desde hace ya algunos meses, y que las he mencionado siempre que he podido. La primera es la pregunta que formuló acertadamente Foucault: “¿Cómo hacer para no volverse fascista incluso cuando (sobre todo cuando) uno cree ser un militante revolucionario?”, señalando el error que es utilizar el pensamiento para dar a prácticas políticas un valor de Verdad, en lugar de utilizar esas prácticas como intensificadoras del pensamiento.

Lo segundo es lo que espero que seamos capaces de echar por tierra, vaticinando el peor de los escenarios posibles. Pero que me atrevo ahora al menos a dejarla circular en el aire, estorbando para ser incorporada como elemento de análisis; en particular ante la consolidación progresiva de un modelo autoritario y tras el constante juego maniqueo que se hace con la justicia para satisfacer los caprichos de los nuevos rostros detrás del poder. Se trata de aquella tesis que sostuvo Walter Benjamin, cuando escribió que todo ascenso del fascismo es testigo de una revolución fallida.

Son cuestiones que deben plantearse para el debate y para la reflexión robusta. Si lo que se quiere, lo digo una vez más, es tomar con seriedad a este proceso y no ser simples revolucionarios de morondanga que se venden al mejor postor.