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@itsabela

La pala del camión amarillo deja caer un cúmulo de basura sobre la plateada máquina. Está encendida y genera un ruido ensordecedor. De a poco, pedazos de cartón, botellas de plástico, latas, hojas de papel y bolsas comienzan a caer sobre la banda giratoria del gran aparato.

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Justo en el borde de la superficie en movimiento, Galo Taipe espera ansioso que se acerquen los materiales. Cuando están frente a él, agarra los cartones; cajas enteras o retazos de este material café. Los coge y los lanza a un costado. Sobre el piso gris se va formando una pequeña montaña del material. A su lado, su esposa, Fanny Arias, ignora los cartones. Ella solo recoge las botellas plásticas que pasan sobre la banda que no se detiene. Las va colocando en un carrito metálico junto a ella. Es ágil, tiene que serlo, porque la velocidad del artefacto la obliga. No alcanza a coger algunos de los envases. Pero no los pierde, sabe que puede recogerlos al final, cuando se detenga la maquinaria.

Después de veinte minutos se apaga. El silencio invade el enorme galpón gris y Galo y Fanny se dirigen hacia una esquina para tomar sacos grandes de yute. Enseguida, las botellas que recolectó, las coloca en el saco. Galo, en cambio, comienza a ordenar los cartones, luego los amarra con una cuerda y los va ordenando junto al resto de materiales empaquetados.

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“Ya no me demoro nada haciendo esto, al comienzo era bien lento”, confiesa Galo, de 33 años. Desde los 16 que se dedica a separar basura. Él no lo eligió, su madre le pidió su apoyo luego de que su papá muriera. Al comienzo salían solo los dos a minar, era el mayor de ocho hermanos y su mamá era ama de casa, tenía que buscar una forma de subsistencia. “Me dijo que de algo había que vivir, que el plástico y estos materiales sí daban algún ingreso. Tenía que ayudarla porque no había otro trabajo”. De a poco sus hermanos, conforme iban creciendo, se fueron sumando al trabajo como minadores.

Donde separaban basura, en el botadero de Salcedo –provincia de Cotopaxi- era un lugar apestoso, recuerda. “Pero uno se acostumbra, a las moscas, a los malos olores…es parte del trabajo”. Mientras recuerda lo que era trabajar como minador en el botadero se saca los guantes naranjas que lleva puestos. “Desde hace un mes que trabajamos en esta planta del municipio”, agrega Galo mientras alza la mirada para observar el alto techo de zinc del sitio.

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Viste un overol azul oscuro, una gorra del mismo color, y una mascarilla que cubre su boca y nariz. Su esposa, y las ocho personas más que continúan almacenando los desechos en diferentes fundas y sacos, visten igual.

El resto de trabajadores son sus hermanos, hermanas, cuñados y cuñadas. Solo dos no son de la familia. A ellos –los esposos José Quishpe y María Curay- los conocieron hace cuatro años también en el antiguo botadero del cantón.

“Al comienzo nos peleábamos”, comenta José entre risas y Galo agrega que no los querían dejar entrar porque él junto a su madre y hermanos eran los únicos que se dedicaban al negocio de la separación de basura. Les vendían al mismo intermediario por eso eran muy competitivos de quién conseguía más latas o papel blanco, que es por lo que les pagan más. La venta era y sigue siendo por kilo: 28 centavos por lata, 14 por papel, 10 por plástico y 6 por cartón. “Los precios variaban, todavía varían dependiendo del que compra”, comenta Fanny. Pero ninguno de los ex minadores se queja, de algo hay que vivir coinciden todos.

Hace tres años, cuando el municipio cerró el botadero de basura para construir un relleno sanitario, los 10 quedaron desempleados. “No sabíamos qué pasaría porque realmente lo único que yo sé hacer bien, es esto”, recuerda Galo. Cargador en el mercado, albañil o carpintero a domicilio fueron algunos de los oficios que improvisaron él y sus hermanos en esos tiempos. Mientras Galo veía la manera de llevar el pan a casa, Fanny se dedicaba a los quehaceres y a cuidar a sus dos hijos. Varias veces los ex minadores fueron al municipio a pedir que abran de nuevo el botadero, que los dejen trabajar ahí. Pero la nueva ordenanza lo impedía. Impedía que exista un botadero sin licencia ambiental y obligaba a construir un relleno sanitario con su respectiva planta de reciclaje.

Cuando estos dos proyectos se concretaron, los volvieron a llamar. Ya habían pasado tres años. Los hermanos Taipe Elema seguían unidos sorteando maneras de mantener a sus familias; José y María veían de vez en cuando a sus ex compañeros de trabajo y también se idearon para sobrevivir. Del municipio les propusieron a los 10 regresar a trabajar en lo que más sabían. Les explicaron que no minarían en el botadero ni en la tierra a cielo abierto del relleno, sino en un lugar cerrado dónde máquina les ayudaría a separar la basura.

Ha pasado solo un mes desde que volvieron a su antiguo trabajo. Su antiguo trabajo que ahora está modificado. “Ahora es diferente”, comenta Fanny. Ya no tiene el palo que le permitía hurgar entre las fundas de basura, remplazó la camiseta amarrada en el rostro por la mascarilla, y los guantes de cocina por unos especializados. Ya no tiene que preocuparse por el calcinante sol o el extremo frío. Dice que aquí se demora igual de tiempo que cuando minaba en el botadero, pero que acá apesta menos, que no debe estar de 6 de la mañana a 4 de la tarde y esperar a que lleguen los tres camiones recogedores. Ahora viene temprano igual, y entre 8:00 y 15:00 separa todos los materiales y los apila junto a sus nueve compañeros.

El comprador sigue siendo el mismo que antes. Quisieran cambiarlos porque los precios varían sin razón. A veces no consiguen el dinero suficiente. Antes, en el botadero, ganaban individualmente. Cada pareja tenía sus propios ingresos. Ahora, lo que separan y almacenan, lo venden y las ganancias las dividen por igual, para diez.

La mamá de los Taipe Elema murió hace nueve meses pero hasta antes que se cierre el botadero, ella todavía acompañaba a sus hijos a separar basura. Ella fue quién consiguió el contacto con el intermediario para vender, quien vio en la basura una posibilidad de ingresos, quien les enseñó a sus ocho hijos el oficio que la mayoría practica.

Galo reconoce que le debe eso a su mamá, esa idea de encontrar ganancias donde el resto ve solo pérdidas. Repite que no sabe qué haría si dejase el oficio, los tres años que tuvo que abandonarlo a la fuerza se sintió perdido, dice, “realmente no encontraba qué hacer, no sé en qué más soy bueno”.

Aunque de adolescente le molestaba un poco trabajar, hoy entiende que fue necesario. Sus hermanos parecen comprenderlo también. Cinco de ellos comparten el oficio y le agradecen también que fue quien, junto a su madre, les enseñó a no desperdiciar.