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Autoproclamada como “una ciudad pujante”, Guayaquil lucha por revertir su mala fama y ha convertido la regeneración de sus espacios públicos en un laboratorio para la creación de nuevos “ciudadanos moralizados”.

El Malecón 2000 es uno de los sitios más vigilados de toda la ciudad, pero la definición de cómo vestirse y comportarse en dicho sitio es incierta. Esta incertidumbre provoca roces diarios con los guardias que intentan aplicar (y justificar) esas reglas inciertas, dejando a los demás el inferir cómo, por qué y cuándo las reglas se separan del mundo de la ley. Para ilustrar como esta incertidumbre normativa opera para moldear la sociabilidad en los espacios regenerados, describiré las interacciones que sucedieron en una reciente instalación artística que complicó a propósito el nuevo orden moral impuesto en el Malecón 2000. Una grama de siete metros cuadrados se coloca tentadora sobre el adoquín caliente del paseo del malecón. Tras una década de constantes recordatorios e intervenciones por los ubicuos guardias de seguridad, los guayaquileños han aprendido a disfrutar el Malecón como un mírame y no me toques. Pero la alfombra de césped que ha colocado el artista local Ricardo Bohórquez tienta a los visitantes de fin de semana a reunirse para picnics improvisados. Los niños gritan, saltan y se revuelcan disfrutando de la fresca textura del césped, que muy pocos en la ciudad pueden disfrutar. Los universitarios se recuestan relajados cuan largos son al sol del mediodía. La mayoría de la gente, sin embargo, pasa simplemente preguntándose, susurrando y señalando hacia las escenas tabú desplegadas en dicho espacio, a vista y paciencia de un pequeño grupo de guardias de seguridad privada. Los guardias se mueven alrededor y observan con sospecha, sin certezas sobre si intervenir a la manera acostumbrada y obligar a la gente a levantarse y dispersarse. Se acercan incómodos a Bohórquez, a quien una y otra vez le piden su nombre y confirman que tiene un permiso del Municipio, toman notas de posibles infracciones.

Se corrió la voz en el personal de seguridad de que no debía removerse la instalación de Bohórquez, pero todavía se sienten incómodos y cambiaron de estrategia: de la prohibición, pasaron a una de exigencia de buenos modales. De manera cada vez más frecuente, insisten en que el césped es para sentarse y no para acostarse, porque resulta una postura demasiado sugestiva de sexo u holganza, y de otros posibles fallos morales. En la tarde, un guardia de la policía metropolitana se acerca al lugar de los hechos, con órdenes de remover el parche de césped. Bohórquez con paciencia le explica la naturaleza de su instalación y cómo ésta forma parte de una exhibición municipal realizada al aire libre. El oficial le responde “entiendo, pero alguien le ha dicho al Alcalde que un grupo de personas se están acostando en unas camas, chupando en medio Malecón”. Bohórquez reacciona calmado, mostrando que las supuestas camas eran césped y el supuesto licor, botellas de agua. En un gesto de diplomacia, él le pregunta al policía que diga si no le gustaría a él acostarse un ratito en el césped. La respuesta del policía fue un muy entusiasta “¡por supuesto!”.

 

 

 

Los esfuerzos de los guardias para modelar posturas y acomodar cuerpos reflejan lo que Foucault llamó “la microfísica del poder”. Sus esfuerzos son una forma del control “biopolítico” del cuerpo y de la sexualidad, por la cual se exploran los límites de los deseos existentes y se producen nuevos deseos. Todos los fines de semana familias de suburbios pobres se arrejuntan en un carro que los lleva a las cercanías del Malecón. Participando de un nuevo sentido de pertenencia, las parejas disfrutan una lenta caminata de un extremo al otro del Malecón, aún si saben que no pueden sentarse en el piso, tomar unas flores o tocarse en una banca. Los cuerpos no solamente terminan por acostumbrarse a las demandas “normalizadoras” que se imponen en las zonas regeneradas; para muchos guayaquileños de estratos populares, su conformidad con estas nuevas estrecheces morales es nota de orgullo, los hace sentirse bien.

No hay, sin embargo, ninguna ley escrita que tenga prohibido a las personas recostarse en público. Los códigos de vestimenta y la prohibición de mostrarse afectos tampoco tienen base legal, ni tan siquiera en las ordenanzas de regulación de la estructura legal de la regeneración urbana. Pero es que no es la ley, sino la lógica de la privatización la que permite que los administradores del Malecón discriminen y excluyan a su gusto. Como el Malecón 2000 se construyó (y es mantenido) por una combinación de dinero de los contribuyentes y apoyo empresarial, se lo administra como si fuera un espacio privado, a pesar de lo cual las autoridades de la ciudad lo consideran un triunfo en la recuperación del espacio público. El código de conducta, así como los procesos por los cuales se establece, son enteramente opacos. Y tal vez esta indeterminación a nivel administrativo sea la razón por la que cada guardia tiene su propia interpretación de las normas, aplicándolas de manera diferenciada y caprichosa. En teoría, uno debería simplemente “saber” qué comportamiento tener en el Malecón. En la práctica, uno debe tantear para determinar los que se consideran los límites de su autonomía personal.