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“Lo único que aprendí en la cárcel fue lo necesario para que nunca más me vuelvan a coger” le dijo un ex presidiario al abogado que había obtenido la condena de un año en su contra. Se lo dijo sonriente, tranquilo, después de aclararle que no había ningún rencor, pues él entendía que sólo estaba haciendo su trabajo.

Esta breve anécdota no se trata, en ulterior instancia, sobre el ex convicto, ni sobre el abogado, ni sobre la ralea de sus oficios. Mejor dicho, tal vez trate sobre ellos, pero son apenas referentes circunstanciales, historias menores. Su tema central es la farsa de la rehabilitación social. La rehabilitación social, por lo menos en la forma que está concebida en el mundo occidental, no existe. En primer lugar porque parte de una primicia arrogante de la etiqueta de que hay que estar “habilitado socialmente”, como si la sociedad fuese algún conglomerado perfecto del cual se entra y se sale violando ciertos convencionalismos, cuando en realidad la sociedad abarca a todos quienes no han decidido vivir como un “semidiós o una bestia”. En ese sentido, no hay nada más social que el delito. Por eso, decir rehabilitación social es un boutade que se encuentra pleno en aquel “no me vuelven a coger nunca”; en cierta medida, el criminal que comete el crimen perfecto es, de entre todos, el animal más social.

Por otra parte, la rehabilitación social en cárceles y centros penitenciarios continúa su proceso de una manera bastante curiosa: se le ocurre juntar a todos quienes han cometido un delito en el mismo lugar para que cambien su manera de actuar. No contentos con eso, los somete a un régimen de confinamiento con prácticas que parecen un híbrido de la ridículamente disciplinada vida militar y la vocación desaforada –pero estructurada– de los entourages mafiosos.

Luego de algún tiempo de esa monotonía, los sueltan de vuelta a la calle. Es probable que a alguien se le ocurra que haber pasado tanto tiempo cumpliendo es rutina fungiría de lobotomía social, pero la realidad es que ocurre todo lo contrario: la vuelta al delito es más tempranera que tardía, no sólo porque, como el reo de la anécdota, han perfeccionado sus artes, sino porque, además, la sociedad que debería recibirlo de brazos abiertos porque lo rehabilitó, lo rechaza; nadie lo contrataría, por ejemplo, en su empresa, a menos que sea una empresa delictiva, claro está.

Es entonces cuando el círculo vicioso se perpetúa y la rehabilitación social no es más que un mal chiste de la modernidad, tan adepta a los remilgos y eufemismos, para justificar el reemplazo de la venganza privada por la venganza tercerizada.

Como la rehabilitación social no existe, la cárcel no encuentra ningún significado (a menos que nos sinceremos y digamos: este es el reemplazo de la venganza privada y lo consagremos como principio constitucional) y para lo único que sirve es para refinar técnicas en la comisión de delitos. Andrés Crespo hace unos años tenía la idea de hacer un programa de televisión sobre la Penitenciaría del Litoral. Entonces se fue con un amigo productor y pasó una tarde viendo qué pasaba en La Hacienda. Escucharlo contar lo que vio esa tarde es toda una experiencia: eso no es cárcel, es como un recreo en el Urdesa School, solo que a las cinco de la tarde entra el trago, llegan las putas y aparece una nube gigante, de todos los maduros que se prendieron al mismo tiempo.

Rehabilitación social en todo su esplendor, sin duda.

Por supuesto, alguien dirá que a un lado tienen que ir a parar quienes cometan delitos. Eso parece correcto, pero para llegar a ese punto habría que definir, en primera instancia, qué es un delito. En los afanes híper reguladores que en el mundo han sido, la criminalización de las conductas siempre ha sido un arma efectiva. Es la suplantación de la persuasión y la verdad por la fuerza, el engaño y la manipulación. Los Códigos Penales del mundo están llenos de tipos absurdos y no parecerían un mecanismo de defensa del ciudadano, sino la constatación del enunciado marxista de que la única utilidad del derecho es la de sostener un sistema económico.

Es que, mano en el corazón: ¿la remoción de la prenda especial de comercial da para que el deudor termine en la cárcel? O, por ejemplo, si a uno lo estafan, qué es lo que se quiere, ¿recuperar el objeto de la estafa o que el estafador se pudra en la cárcel? ¿El acto sexual consensuado entre un muchacho de dieciocho años y una chica de dieciséis debe terminar con el noviecillo en prisión? ¿La mujer que aborta conscientemente, no sólo debe lidiar con el tomar esa decisión difícil y personalísima, sino que exponerse a matarse en el intento (por la falta de controles de calidad que impera en la clandestinidad) y a que, si sobrevive, la persiga el Estado? ¿Si la adicción a las drogas es, según cacarea medio mundo, una enfermedad pero igual sigue penada con cárcel, por qué no hacer lo mismo con la gripe o la tifoidea? ¿Por qué uno debe soportar cartelitos en las dependencias públicas que dicen que faltar de obra o de palabra a un funcionario acarrea una sanción?

En ese sentido, el proyecto de Código Penal integral es nefasto pues mantiene demasiados delitos y eso lo único que va a lograr es mantener los índices de criminalidad altos. Es que es sencillo, a menos delitos, menos delincuentes.

La pregunta de qué conductas deben ser consideradas delito es compleja, pero no tanto. La reducción de los Códigos Penales es una señal de evolución. Al menos, la reducción a la mínima expresión de las penas privativas de libertad.

Sin embargo, hay un delito que no resiste más esa categoría y peor aún las penas privativas de libertad con que se sanciona: la injuria.

¿Cómo es posible que hablar lleve a una persona a la cárcel? Este tipo de delitos son los más nefastos. No porque la gente no deba hacerse cargo de  lo que dice, sino por la desproporcionalidad entre conducta y sanción.

¿Puede alguien ofenderse al punto por lo que otro diga como para querer mandarlos con sus huesos a una de esas escuelas de refinación del crimen que son las cárceles? ¿Cómo es que el mundo ha avanzado tanto, pero el concepto del honor sigue siendo tan prusiano?

Si es así, ¿por qué no reinstaurar los duelos por honor? Sería una forma más elegante y efectiva de sentir una reparación de la reputación mancillada.

La injuria debe ser despenalizada, porque es desproporcionado que esté penada con prisión. La injuria debe ser despenalizada porque el derecho penal se supone una herramienta de última ratio y lo que alguien dice respecto de otro se puede reparar fuera de una sede judicial e inclusive a través de las mismas vías por las cuales la injuria fue cometida.

No hay que malinterpretar esta propuesta de gkillcity.com, pero hay que dejar claro una cosa: injuriar está mal, pero que alguien se vaya preso por una injuria es mucho peor.

En el caso de la injuria, no quedan dudas, la pena –más que nunca– es de suprema inutilidad.