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Mi tesis: el castigo penal de la injuria —de las expresiones ofensivas al honor— es un acto de barbarie en cualquier sociedad del siglo XXI que se tome en serio los derechos humanos y el principio de intervención penal mínima.

El delito de injuria nace de dos taras que deben archivarse para siempre en los museos del Derecho. La primera es la concepción antigua del honor, que se estimaba como un bien supremo, superior a los demás, a tal magnitud que podía justificar el sacrificio de la vida ajena —la costumbre del duelo— y, por qué no, el sacrificio de pueblos enterosqué mejor ejemplo que la Ilíada, donde se entabla una guerra por la deshonra de perder a una mujer hermosa—. La segunda tara es la concepción antigua de la prisión, que ingenuamente se consideraba una reparación del derecho vulnerado. Así, encarcelar al injuriador reparaba el derecho del injuriado y restituía, mágicamente, el honor que había sido ultrajado por su incontinencia verbal.

Estas dos ideas —la divinización del honor y el mito reparador de las penas— son incompatibles con el Derecho moderno, aunque sus rezagos aún busquen refugio en algunas cabezas duras.

El honor no es un bien supremo que permita sacrificar derechos como la vida o la información. Por eso es hoy absurdo legitimar el asesinato del hombre que ha sido traicionado por su mujer y es absurdo que un funcionario público pueda enjuiciar a quien revela datos sobre sus actuaciones de gobierno, aunque eso le resulte ofensivo. El honor, como los demás derechos, debe ser protegido, sí, pero siguiendo criterios razonables de acuerdo a los parámetros de la civilización contemporánea.

Pues bien, si no estamos dispuestos, hoy en el siglo XXI, a sacrificar la vida o la información a favor del honor, no logro entender por qué sí estamos dispuestos a sacrificar nuestra libertad personal. Porque el delito de injuria es justamente eso: una ponderación legal del derecho al honor por encima del derecho a la libertad.

En las democracias constitucionales contemporáneas, existe un principio llamado de “intervención penal mínima”, que busca proteger la libertad personal de las personas frente al poder punitivo del Estado. En virtud de tal principio, el Estado está obligado a castigar con prisión la menor cantidad posible de actos, exclusivamente cuando su castigo sea indispensable para la supervivencia del orden social y ese fin no pueda ser alcanzado por otros medios.

Así, para determinar si un acto debe ser o no catalogado como delito y, por tanto, si debe ser sancionado con la pérdida de la libertad, no basta con examinar si ese acto es “bueno” o “malo”. Ya es hora de desterrar la concepción cavernícola de que los códigos penales son manuales de buena conducta. Para tipificar un delito no es suficiente que sea inmoral u ofensivo —peor hoy, donde en una sociedad plural pueden convivir varios sistemas morales—, sino que es necesario que tal acto ataque un bien con tal magnitud, que para protegerlo no exista ninguna alternativa a la cárcel.

Así, es razonable que el homicidio sea delito, porque, en el estado actual de nuestra organización social, el mejor método que conocemos para neutralizar a los homicidas es sacarlos de circulación y meterlos en el calabozo para que no sigan matando (sí, ese, y no la rehabilitación, es el crudo objetivo de la privación de libertad). Lo mismo puede decirse de los violadores o los grandes estafadores. Sin embargo, estoy seguro de que a cualquier lector, por lo menos intuitivamente, le repugnará poner a un calumniador en el mismo saco que un asesino. Esa intuición no es gratuita y se traduce en razones jurídicas que trataré de simplificar a continuación.

Los Estados pueden lesionar derechos humanos para proteger fines constitucionales siempre que cumplan un principio de “proporcionalidad”. Así, como los tipos penales lesionan un derecho fundamental —la libertad personal—, deben ser idóneos y necesarios para cumplir un fin constitucional. De lo contrario, son ilícitos. La idea de fondo es que el Estado, al ser garante de los derechos de las personas, debe violarlos lo menos posible. Por tanto, si una medida viola un derecho sin ser estrictamente necesaria para cumplir un fin constitucional, porque es posible adoptar otras medidas menos restrictivas, entonces el Estado tiene el deber de eliminar la medida superflua.

Veamos, entonces: ¿El delito de injuria persigue un fin constitucional? Sin duda, la protección del honor se ampara en la Constitución. ¿Pero es idóneo y necesario para tal fin? Aún asumiendo que el delito de injurias fuese idóneo para proteger el honor, ¿sería indispensable? ¿No existen otros medios que consigan defender la honra sin mandar a alguien a la cárcel? ¿Acaso el acusador se vuelve más honorable por arrebatar la libertad de su agresor o los barrotes de una penitenciaría van a impedir que el insultador persista en su hábito de vilipendiar al prójimo?

De ninguna manera. El honor de una persona no aumenta un ápice por condenar a un ser humano al infierno de la prisión —pongo en duda la honorabilidad de aquel que piense lo contrario—. Sí mejora, en cambio, por la rectificación de los dichos injuriosos. ¡Y para esto último ya existen vías judiciales en nuestra Constitución y nuestras leyes! Hay, por ejemplo, una acción de rectificación contra quienes difunden información falsa, que se ejerce como un hábeas data. ¡Eso repara el honor sin necesidad de destruir la libertad!

Por otro lado, en una país que diga respetar la libertad de expresión, también es posible que las ideas —las buenas y las malas, las verdaderas y las falsas— sean abiertamente debatidas ante un público que tiene el suficiente cerebro para decidir cuáles prefiere. Y esa es, en última instancia, la mejor forma de proteger el honor: no la defensa judicial, sino la defensa pública.108

En fin, si privar de la libertad al injuriador no beneficia ni al injuriado ni a la sociedad, entonces la privación no solo es absurda, sino que está constitucionalmente prohibida al violar el principio de intervención penal mínima. Además, la tipificación de la injuria viola el requisito de proporcionalidad entre delito y pena: ¿acaso se puede comparar el daño de una calumnia con el daño de pasar tan solo un mes en una cárcel de Ecuador?

La verdad sea dicha, nadie mejoró nunca su buen nombre por ganar un juicio, como nadie lo mejoró en otros tiempos por matar a otro en un duelo. El honor no es algo que las armas o los jueces tienen el poder de conferir. El honor es un bien, sin duda preciado, que solo se gana con los propios hechos, con las propias palabras, y no se defiende a través de la venganza, sino con el debate altivo, a la luz del día, ante seres humanos que, en pleno siglo XXI, deberían preferir la fuerza viva de los argumentos más, mucho más, que el frío dictamen de un juez del Estado.