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Me recibe en bermudas, camiseta cuello de tortuga blanca y encima un chaleco negro deportivo. Zapatos de caucho, medias cortas y la sonrisa de siempre. Primera vez que lo veo con atuendo informal, se disculpa por la facha y me invita a pasar a una sala de reuniones.

“Entonces Chabelita. ¿Le puedo decir Chabelita? Así se llama una tía”, se ríe. Río y le digo que está bien, que no se preocupe ni por la ropa ni por el apodo.

Aunque la mayor parte del tiempo, en videos o fotos en los medios de comunicación, Pablo Fajardo aparece  en terno, con este atuendo luce más auténtico, más él. Él que nació en El Carmen (Manabí) que a los 6 años migró a Esmeraldas (Esmeraldas) y que a los 14 se fue a vivir a Shushufindi (Sucumbíos). Siempre por motivos económicos, confiesa que su familia era “de extreman pobreza”. El sánduche como se autodenomina, el quinto de diez hijos. Su padre analfabeto, su madre partera. Él y sus hermanos trabajaron desde adolescentes para ganarse la vida.

Llegó al oriente ecuatoriano y su naturaleza curiosa lo llevó a vincularse con un grupo de sacerdotes capuchinos. Era muy inquieto y quería hacer de todo. Trabajaba en las mañanas en una empresa palmicultora y estudiaba por las noches. Un periodo abandonó la escuela por falta de tiempo y dinero, pero lo retomó al año siguiente. Jamás dejó el trabajo social, ese que compartía con los religiosos. “Nos íbamos a conversar con las comunidades y ellos nos contaban sus problemas, ahí surgieron los casos de la contaminación por el petróleo”.

Desde que llegó a Lago Agrio le llamó la atención ese tema. “Era impactante, te bajabas del bus y se te quedaban los zapatos pegados en la vía que estaba llena de crudo. Era tenaz”.

Comenzó a participar en varios frentes a la vez.

En su trabajo no estaba asegurado al Seguro Social, ni contaba con protección al trabajar con agroquímicos y ganaba un sueldo miserable. Se reunía con sus compañeros para conversar sobre sus derechos laborales y “sin querer me convertí en una especie de líder”. Lo despidieron acusándolo de sindicalista junto a sus tres hermanos que laboraban ahí también.

En su colegio se convirtió en el presidente del consejo estudiantil. Tuvo más acercamiento con los alumnos y más problemas con las autoridades. También lo acusaban de mal líder, revoltoso, indisciplinado. Todo esto por informar a sus compañeros sobre sus derechos como alumnos. Lo expulsaron, pero “con trampas” logró volver a las aulas.

En su labor comunitaria continúo escuchando a los afectados por los derrames de crudo y comenzó a organizarlos para que denuncien por los daños. “Iba y recorría las piscinas de petróleo, la contaminación, toda la gente que tenía problemas con la empresa petrolera porque no les paraban bola, venía una autoridad ecuatoriana y nadie nos atendía, la empresa controlaba todo…era tan dramático el asunto”.

Cada vez que se acercaban a alguna autoridad judicial de la zona, la respuesta era la misma “Búsquese un abogado que los defienda”. “Allí no había abogados, los que habían estaban con la empresa o con el Estado, que en ese entonces era lo mismo”.

Estaban solos pero cada vez eran más. En 1989, cuando tenía 17 años, junto a 30 personas formaron el Comité de Derechos Humanos de Shushufindi. Él era el presidente, naturalmente, y se encargaba de atender todas las quejas relacionadas al tema de violación de derechos humanos de la zona. La respuesta reiterativa de los jueces no dejaba de ser una molestia. Eso lo motivó a estudiar leyes, sentía que debía sacar la cara por esas personas afectadas y sin título parecía que jamás le harían caso.

Primero tuvo que terminar el colegio y cuando lo hizo notó que en la zona tampoco había sitio dónde cursar estudios superiores, peor en jurisprudencia. Mientras tanto ingresó a un instituto técnico para pasar el tiempo, aprender algo de Sistemas. Cuando llegó la Universidad Técnica de Loja con la modalidad a distancia apareció la oportunidad. Pero sin trabajo, sin sueldo fijo resultaba imposible matricularse. Los capuchinos lo apoyaron y consiguieron que un amigo español le envíe dinero y financie sus estudios.

Paradójicamente consiguió un trabajo, en Petroecuador, cuando todavía Texaco operaba en el país. Estuvo cuatro años. “Mi trabajo consistía en limpiar tuberías, cubrir ciertos derrames con tierra, luego pasé a ser asistente, hice de todo un poco por eso conozco el trabajo desde dentro también”. Se repitió la historia, los empleadores captaron su don de liderazgo y no perdió la oportunidad de que su voz se escuche junto con la de sus colegas. Lo despidieron, de nuevo.

Sus días eran impredecibles, pasaba de un sitio a otro pero su ímpetu por la justicia lo mantenía cercano a la causa, al deseo de ayudar a los demás. Una mayor estabilidad labor llegó cuando los religiosos amigos le ofrecieron un trabajo como director de la oficina de DDHH. A diferencia del grupo que él ya lideraba, acá recibía un sueldo que le permitió estabilizarse.

Mientras él seguía luchando desde su trinchera y escuchando a las comunidades, al mismo tiempo el caso comenzó a oírse en otros países. Ni Pablo ni las comunidades plantearon la demanda inicial, no tenían ni los recursos para hacerlo ni el apoyo del Estado. Sí, Pablo confiesa que más de siete gobiernos le decían que deje el caso a un lado, que no valía la pena. “Habían demasiados intereses, la empresa era demasiado poderosa”.

Judy Kimberly, una abogada estadounidense, llegó a Ecuador a comienzos de los 90. Recorrió la Amazonia y quedó tan impactada con el desastre ecológico a causa del petróleo que escribió un libro. Ese texto llegó a manos de un ecuatoriano radicado en Estados Unidos, Cristóbal Bonifaz. Él viaja al país para comprobar lo escrito, lo comprueba y es él quien plantea la demanda.

Pablo y las comunidades se contactan con Bonifaz y de a poco empiezan a juntar fuerzas.

Directamente, Pablo se responsabilizó del caso en el 2005. Los abogados representantes tuvieron inconvenientes en seguir el tema de cerca y él, recién graduado pero empapado en la situación, ocupó el cargo de abogado defensor.

A partir de ese momento fueron años muy duros. La voz se le corta y habla más pausado cuando conversa sobre esos años. Menciona el asesinato de uno de sus hermanos, un caso que nunca fue investigado. Cuenta sobre los tres meses que recibió amenazas constantes, lo seguían a todos lados y tenía que dormir en un sitio diferente cada noche. Se alejó de la familia por un tiempo porque no quería herirla. “Ellos sufrieron mucho por eso porque mi trabajo ahí era contrasistema, contraempresa, contragobierno. Creo que tenía muchos enemigos y ellos sufrieron muchísimo”.

Hablar de eso le despierta sentimientos que parece que no quisiera examinar. Me disculpo por la incomodidad pero ahora es él quien me dice “Tranquila, es parte de”. Comenta sobre los cambios que hubo en el juicio, los abogados con quién trabajo, las muertes de las que fue testigo por problemas en la salud y sobretodo la unión que surgió tras la creación del Frente de la Amazonia conformado por comunidades indígenas, campesinos y demás habitantes de la zona. Todos luchaban por una misma causa.

Los 20 años tuvieron momentos amargos. Pero quizás esa sentencia de febrero del año pasado y esa ratificación hace dos semanas, le devuelven la sonrisa a Pablo. Repite que la victoria es a medias porque sabe que queda un camino por recorrer. Sabe que Chevron no se rendirá tan fácil pero insiste que resistirá hasta que pueda. “Hasta que el cuerpo me lo permita, ya no hago tantas cosas como antes, antes estaba aquí y allá, ahora solo en esto pero confieso que me siento orgulloso de ver los resultados que hemos logrado”.

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Un abrazo y un nos mantendremos en contacto. “No trabaje tanto” me recuerda y se ríe porque siempre que me contesta un mail a la medianoche le respondo al instante. “La entiendo porque a los dos nos encanta nuestro trabajo”.