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En el Principito Saint-Exupery cuenta con tierna maestría y rotundidad que un astrónomo turco, en 1909, presentó ante la comunidad científica su descubrimiento: el asteroide B 612, pero “nadie le creyó, por culpa de su trajeafortunadamente para la reputación del asteroide B 612, un dictador turco impuso a su pueblo, bajo pena de muerte, vestirse a la europea. El astrónomo volvió a hacer su presentación en 1920, vestido con un traje muy elegante; y esta vez todos estuvieron de acuerdo”.

Es una metáfora perfecta y aún vigente, a casi cien años del episodio del astrónomo turco y el asteroide B 612: Occidente no entiende a Oriente y, lo que es peor, por un juego geopolítico heredado de la posguerra, pretende imponerle sus principios y sistemas. Lo intenta recurrentemente y fracasa, siempre, de manera estrepitosa.

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El más reciente fiasco occidental fue la guerra en Irak que depuso el régimen de Sadam Hussein y que instauró una democracia que, hoy por hoy, está regida por una facción conservadora y de fuerte sentimiento anti occidental (anti estadounidense con más precisión); lo mismo sucedió en Afganistán y lo mismo podría suceder, si es cierto que la historia se repite incesantemente, en Irán, pues los vientos de guerra soplan con fuerza en el Golfo Pérsico.

El Golfo Pérsico para muchos está en el mapa apenas desde 1991, cuando los Estados Unidos, en nombre de la libertad y la democracia (como los belgas en el Congo y en el Perú, los ingleses en la India y en Sudáfrica, o los franceses en Argelia o la Polinesia) sacaron a tiros de Kuwait -léase, de los campos petroleros de Kuwait- al ejército de Saddam Hussein.

Sin embargo, desde entonces, poca gente ha querido (por lo menos en este país) hacer una  mirada seria de la dinámica política, social y religiosa de los Estados de Medio Oriente. La polémica visita del presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, era una ocasión precisa que, una vez más, muchos en el Ecuador hemos dejado pasar.

Más allá de las notas superfluas y predecibles de los medios tradicionales, nadie ha querido ahondar en la problemática iraní, ni en su estructura social, ni por lo menos echarle un vistazo a sus instituciones sociales y políticas.

Esa mirada es difícil de hacer, por supuesto, si todo lo que uno lee es el Washington Post o a Andrés Oppenheimer, por ejemplo. Aunque entre el Post y el articulista argentino hay una distancia abismal, ambos sostienen –en términos sencillos– la defensa de una agenda, por lo que resulta imposible considerarlos, luego de una lectura crítica, como fuentes para fundamentar un análisis de la visita de Mahmud Ahmadineyad al Ecuador. Esto se torna inclusive más notorio, cuando otras perspectivas, que desnudan los vínculos entre medios y agenda, están a la distancia de un clic.

La verdad es que poca gente entiende el concepto de democracia islámica, que es lo que hay en Irán, cuya estructura social es todavía más compleja. A decir de Hooman Majd, periodista iraní-americano experto en las relaciones entre Estados Unidos e Irán (y, por extensión, entre EEUU y el Medio Oriente), la democracia representativa iraní no puede entenderse, ni concebirse, sin la presencia del Islam. Majd es aún más arriesgado en su análisis: sin el componente islámico, es muy probable que lo que existiese en Irán fuese una dictadura, pura y dura, como la que había en Egipto. Este no es un dato menor, habida cuenta de que Ahmadineyad ganó su reelección en 2009 con más del sesenta y cinco por ciento de los votos (a pesar de las protestas que se desataron por los resultados y que luego el ayatola Khamenei se encargó de desacreditar en un rezo de viernes…sí, como suena), frente al candidato del Movimiento Verde (y reformista), Mir-Hossein Mousavi. Es decir, el pueblo iraní, mayoritariamente, eligió en la coyuntura geopolítica (Irak invadido, Israel con el dedo sobre el botón lanza misiles, la difícil situación interna libanesa, entre otras) asegurar el camino del conservadurismo de Ahmadineyad, que, mientras tanto, manejaba una economía sólida (que hoy, por las sanciones impuestas por Estados Unidos y la Unión Europea, podría tambalear) y aseguraba un bienestar interno que poco reflejaba la oposición que fuera del país tiene el régimen actual.

Es que, como apunta Majd, la mayor oposición del régimen está fuera del país. Dentro existen muchos críticos, como el ex presidente (y también militante del Movimiento Verde) Mohammad Khatami, predecesor del actual presidente iraní, que gobernó hasta 2005. Khatami, reformista y partidario de la ampliación de libertades civiles en Irán, no logró que su partido permaneciese en el poder y se convirtió en el líder de la oposición interna actual que tiene el hoy visitante de estos pagos ecuatoriales.

Resulta interesante, en la dinámica política iraní, entender que Ahmadineyad recibió, durante la campaña de 2005 el respaldo del Líder Supremo de Irán, el ayatola Ali Khamenei, cuyo puesto acumula no sólo la más alta magistratura política del país, sino que, además, constituye la autoridad religiosa más importante de Irán. Desde 1979, cuando tuvo lugar la Revolución Islámica, sólo dos personas han sido elegidos por el Consejo de Expertos para detentar el puesto: el ayatola Ruhollah Khomeini, que ejerció el cargo desde que se instauró hasta su muerte en 1989 y Khamenei, que lo sucedió.

El Líder Supremo ejerce un poder de veto casi todopoderoso: por ejemplo, tiene la capacidad de (inclusive después de electo a través del sufragio universal) aprobar la posesión del presidente, declarar la guerra, resolver consultas sobre conflictos o dudas religiosas, revocar mandatos, negar fraudes, entre otros.

Si bien para los occidentales es sencillo comprender que Ahmandineyad ejerce la jefatura de gobierno, conforme las definiciones políticas tradicionales, resulta algo complejo entender que el Líder Supremo es, sencillamente, eso: el Líder Supremo. No es el Jefe del Estado, ni dirige el Parlamento; no, simplemente es la máxima autoridad que se puede detentar en una República Islámica como Irán. Un ejercicio de concentración de poder que parece a veces desembocar en conflictos con el propio presidente que él bendijo en 2005 y que a los que muchos analistas no parecen encontrar otra explicación que las veleidades del carácter del ayatola Khamenei.

Esos conflictos entraron en su punto más álgido en 2011 y, curiosamente, pasaron desapercibidos para la mayoría del mundo occidental (las veleidades de una sociedad que tiene como espectáculo central lo que Cornel West llamó el fetiche de conectividad con las celebridades, o sea, la superficialidad west).

En definitiva, para el pueblo iraní (o mejor dicho, para una buena parte del pueblo iraní) la figura del Líder Supremo es fundamental y juega un rol decisivo a la hora de tomar determinaciones políticas, aún a pesar de tener que transigir con ciertas libertades civiles, que, a decir de muchos organismos internacionales de Derechos Humanos, se violan constante y sistemáticamente en Irán.

A pesar de la disciplina férrea del régimen conservador iraní, Ahmadineyad insiste que en Irán existen libertades civiles y políticas. Majd cita como ejemplo de ese ejercicio (restringido y amenazado, desde todo punto de vista) a la página https://www.irdiplomacy.ir/en, abiertamente opositora al gobierno actual. La población iraní, como en cualquier país con un quince por ciento de su población por debajo de la línea de la pobreza, la geopolítica mundial y las libertades individuales están siempre en un segundo plano respecto de la satisfacción de necesidades básicas. Por eso, inclusive muchos de los que no apoyan a Ahmadineyad están dispuestos a tolerarlo mientras la economía se mantenga estable y, conforme el testimonio que cita Majd, “me lleguen mil dólares mensuales”.

La creciente y desafiante actitud de Irán ha podido mantenerse por la coyuntura histórica: En estos tiempos de crisis, con un precio de petróleo alto y dueño de sectores estratégicos para el comercio mundial de crudo, las sanciones impuestas por las Naciones Unidas por no detener su programa de enriquecimiento nuclear (y las que ahora anuncian la Unión Europea y Estados Unidos), aunque cada día parezca tornarse mucho más difícil la situación interna de la República Islámica fundada al amparo de la Constitución de 1979.

A pesar de todo, Ahmadineyad parece no dar su brazo a torcer. Por el contrario, pregonó el colapso del sistema capitalista mundial (algo que también hizo Zizek) y dijo que Latinoamérica no sería más el patio trasero de los Estados Unidos. Da la impresión de que Mahmud está listo para irse a la guerra, en una distorsión terrible y apocalíptica de la canción infantil.

Pero, realmente, ¿Mahmud se fue a la guerra? ¿do, re, mi, do, re fa?

¿Y si lo ha hecho, qué tiene que ver su quinta gira por Latinoamérica con ese propósito?

Si es así lo que menos le convendría a Irán es continuar con la retórica desafiante, dado que Estados Unidos e Israel (ah, ¡Israel, Israel, qué bonito es Israel!) lo tienen en la mira, pero una segunda mirada hace ver que esa conclusión es apresurada. ¿Cuántas veces la retórica ha devenido, realmente, en un conflicto que no sea más que una trifulca barrial?

Desde que Kennedy y Kruschev sacaron los misiles respectivos de Cuba y Turquía, el mundo parece haber entendido que un conflicto nuclear a gran escala significaría, de una u otra manera, la extinción de la raza humana. Es más, actos que –en otros tiempos– podrían haberse considerado de casus belli, hoy lo único que han hecho es tensar la relaciones entre Estados y lograr que los aparatos diplomáticos trabajen a doble jornada. Me refiero puntalmente al asesinato terrorista (mediante el uso de un coche bomba) de un científico nuclear iraní, las maniobras militares en el canal de Ormuz o la amenaza de cierre, por parte de Irán, de ese mismo estrecho de mar.

La realidad es que Irán no debería querer otra guerra en el Golfo Pérsico y que su actitud desafiante parece más bien una movida in extremis con dos propósitos: lograr el levantamiento de las sanciones impuestas (y que empiezan a asfixiarlo puertas adentro) y ganar tiempo. En ese sentido, no por buen tipo ni simpático, ni por amante de la paz, lo que Mahmud parece haber salido a buscar (en su personaje de príncipe persa bravucón) es no irse a la guerra, con la singular consigna de irse a la guerra, si es que no le aceptan el planteamiento de no irse a la guerra.

Por supuesto, Ahmadineyad quiere aprovechar la coyuntura y la crisis –después de todo, por ejemplo, por el canal de Ormuz pasa un sexto del tráfico del petróleo mundial– y salir lo mejor parado posible. Lo peligroso de todo esto es que parte del juego macabro es la sospecha del potencial uso de armamento nuclear (¿quién sabe hasta químico o biológico?) por las partes involucradas. Cualquier paso en falso y la profecía de Huntington del choque de civilizaciones se verificaría y no habría libro de historia que pueda contarlo. Eso, por un lado, pues es solo una cara de la moneda. Más que una cara de la moneda, una reacción. Sí, la respuesta de Irán es parte del juego que Occidente propone al señalarlo como provocador. El viejo recurso occidental del miedo. E Irán, en la persona de Mahmud, ha decidido entrar en eso que la historia recuerda como brinkmanship, que no es otra cosa que jugar a ver quién se acobarda primero, pero con arsenal nuclear.

Una breve revisión a la historia basta para creer que no es irracional pensar que no sólo es un bluff, sino que, además, ese conflicto en Medio Oriente debe ser lo último que Irán quiera (por lo menos ahora). Una nueva guerra en el Golfo, según analistas iraníes de oposición, resultaría devastadora. Una guerra devastadora sobre economías emergentes en un momento en que los grandes Estados del siglo veinte parecen entrar en decadencia, marcada por una crisis financiera que no solo no logran capear desde hace cuatro años, sino que se agudiza con el paso del tiempo y cuyo desenlace natural parece ser el colapso del sistema de democracias representativas fraudulentas (ese corporativismo feroz que secuestró todas las instituciones occidentales)… Imposible no recordar el argumento de que en Irak había armas de destrucción masiva y que era preciso invadirlo para evitar un conflicto mundial, aunque después Bush se haya provocado, él mismo, náuseas porque no encontró nada (solo más y más petróleo…)

Tres cosas son relevantes en este momento: la primera, es la clara conclusión de que en Irán Ahmadineyad tiene opositores, pero que de la puerta hacia la calle, esos opositores son también férreos críticos de Estados Unidos y que cualquier intervención militar terminaría en un completo fracaso.

La segunda es que vivimos un pálido reflejo de la Guerra Fría, donde cada declaración de intenciones y movimientos tenían una lectura superficial y muchísimas repercusiones sobre la paranoia general.

La tercera es aquélla por la cual inicié este comentario: Occidente no entiende a Oriente (y, sin duda, Oriente tampoco entiende a Occidente). Por eso pretende imponerle una serie de valores y sistemas que no embonan en las sociedades orientales.

Sin embargo, hay una cuarta cuestión que no he abordado en suficiencia y es que, dentro de toda la histeria desatada en ciertos sectores por la visita de Ahmadineyad, se revela una hipocresía o, cuando menos, un utilitarismo tan aberrante como las prácticas contra los derechos humanos por parte del régimen iraní.

Mucha gente está dispuesta, inmediatamente, a rechazar la visita de Ahmadineyad (yo mismo creo que era una visita que el Ecuador podía pasar por alto, marcando una elegante distancia, como lo hizo Brasil, solo para no verse en la misma colada que Nicaragua, Cuba y Venezuela, regímenes autoritarios y retardarios del continente) pero a justificar las alianzas comerciales con regímenes no menos brutales como el de Estados Unidos por conveniencias económicas.

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Este es el punto donde creo debe estar la autocrítica ecuatoriana. Correcto es rechazar la visita de un líder que no comparte los principios que hemos acogido como fundamentales en nuestra sociedad (a través del acuerdo constitucional) pero justificar nuestro cariño y aprecio a gente que se mea en muertos, que tortura por diversión, que invade por motivos inexistentes, aprueba las matanzas desproporcionadas de un ejército de mentalidad judeo-nazi, y que no cierra una cárcel donde los presos se mueren después de diez años sin haber recibido una fórmula de juicio es de terror no parece tan acertado.

Simple y sencillamente porque pensé que esto era un problema de principios, pero para muchos parece ser sólo un asunto de chimbilines… Vaya, que somos un Irán en potencia.

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En definitiva, parecería que la guerra de Mahmud, como la de tantos otros políticos no es sino apenas retórica, aunque sea necesario reconocer que lo hace mientras ensaya malabares con barras de uranio enriquecido en las manos. Contando, además, que la conducta de los defensores de la libertad, la democracia y los derechos humanos dista mucho de apegarse a los principios que, supuestamente, inspiran estas democracias, esquizofrenia que queda resumida con precisión en este artículo: Valores occidentales, Conductas Bárbaras.

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