Yo no viví de cerca el régimen de León Febres-Cordero. Porque era muy pequeño aún, no recuerdo cómo era el Malecón antes de que pasara por el proceso de regeneración urbana. Muchos de los que respaldan a LFC señalan que ahí radica el problema: somos –dicen- demasiado jóvenes, tanto para recordar el basurero que era Guayaquil como para haber percibido la amenaza de grupos como Alfaro Vive Carajo.

Eso es, desde luego, un razonamiento que se balancea sobre una cuerda floja: si bien haber vivido de cerca aquellos acontecimientos podría permitir un enfoque que no se obtiene por las limitaciones de la documentación bibliográfica, eso no necesariamente se traduce en condición suficiente para asegurar que, por ello, se realizará un buen análisis; o dicho de otro modo: es posible hacer un buen análisis aunque no se haya vivido de cerca aquel proceso sociopolítico. Es un razonamiento sencillo con el que creo cualquier persona sensata estará de acuerdo.

Un ejemplo claro de lo que planteo es un artículo de Pedro Valverde publicado el viernes 16 de diciembre, en el que escribió: “A aquellos jóvenes colegas que públicamente se han sumado a las críticas, les recomiendo que pregunten a sus mayores, ¿cómo fue el Ecuador de los años ochenta durante el gobierno de León?”, luego de haber afirmado que la Muy Ilustre Municipalidad de Guayaquil se prestó a edificar un monumento a LFC “con sobra de merecimientos”.

A opinión de Valverde, es cierto lo que se dice: que LFC “tuvo excesos y errores de su gobierno, seguro que los tuvo y muchos”; y, al mismo tiempo, se pregunta si acaso no hubo excesos con Alfaro, García Moreno o con Rocafuerte. Así, los excesos del gobierno de LFC no deben asombrarnos porque los otros también los tuvieron. Las falacias se desbordan.

Otros, como un artículo publicado por Henry Raad, dicen que a lo ocurrido durante aquel régimen se le ha dado una sola mirada que pintó a LFC casi “como un lobo feroz que iba con un cuchillo persiguiendo niños”, dejando de lado el contexto sociopolítico. Por lo que para “muchos jóvenes de ahora ese es el recuerdo que tienen de este personaje y no tienen idea de otra perspectiva”. Así, Raad se limita a analizar el espacio (que para él no es quizá el más adecuado) en el que se levantará el monumento, finalizando con meditaciones netamente estéticas: un busto donde se ve a “un hombre moribundo, deformado”, en lugar de “esa gallardía pintoresca que tuvo con su eterno cigarrillo en mano, o montado en un caballo o gritando «yo no me ahuevo, carajo»”. Se podría, incluso, argüir que tampoco sale con pistola en mano, aquella que era “su mejor amiga” porque -decía LFC- “no me pide nada, no come y siempre está lista”.

Al contrario de esas posturas, creo que un análisis serio (y ante todo consciente de las víctimas que hubo como resultado de la adopción de determinadas políticas) necesita de una lente clara a través de la cual se pueda analizar lo ocurrido, no sólo durante el régimen LFC sino que sea replicable a cualquier gobierno; y que se podría plasmar, como punto de partida, articulando una pregunta: ¿son legítimas o no las prácticas estatales abusivas que tengan como objeto la resolución de malestares sociales, en tiempos incluso (y especialmente) de emergencia?

Para ello, la respuesta que dio la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el Informe Anual de 1998, recogida en un artículo de Xavier Flores, es tanto clara como acertada: “combatir la delincuencia mediante la suspensión de garantías individuales, en virtud del estado de emergencia, no se ajusta a los parámetros exigidos por la Convención Americana para que sea procedente su declaración”, dado que se “tiene y debe contar con otros mecanismos para canalizar el malestar social y combatir la delincuencia que no signifiquen la derogación de garantías esenciales de la población”. Es decir, los límites de acción del Estado se trazan allí donde pueden peligrar las libertades y las garantías de los ciudadanos, inclusive cuando se esté en un estado de emergencia.

El monumento a LFC trae esa interrogante una vez más al  tablero político. Pero lejos de convenir con lo formulado por la CIDH, se revela cuán lejos se está de reprochar y rechazar de manera tajante ese tipo de abusos que proceden de la maquinaria estatal. Lo que, debo decir, me resulta extraño entre las actuales críticas y denuncias por abusos del gobierno de Rafael Correa, denuncias pronunciadas con énfasis desde el micrófono socialcristiano. Al contrario, existen posturas que justifican (o bien matizan) a LFC y a los aparatos de represión como fueron el SIC y el Escuadrón Volante.

Nebot: Ya saldrán las cotorras, nuevamente, a clamar por los derechos humanos; pero por los derechos humanos de los asesinos, de los delincuentes, de los terroristas, de los violadores y de los secuestradores (…) porque si una mínima porción, una ínfima porción, la porción podrida de la ciudadanía tiene que caer abatida, tendrá que caer abatida.

Y repito: esto no es orden de tirar a matar, esto es orden de tirar a vivir.

De lo que no se percatan es que, siguiendo esa línea, Correa y sus simpatizantes podrían ante cualquier exceso plantear lo mismo: lo que sucede es que ustedes no saben en qué estado Correa recibió el país. No se percatan, por decir lo menos; dado que también se corresponde con el usual doble estándar de medir con parámetros que se ajustan dependiendo del objeto/sujeto de análisis.

No se percatan de que al hacer una apología de las prácticas abusivas estatales -aunque esto sea en casos de emergencia-, el salto lógico es hacerlo extensible a cualquier mecanismo que se tome, por parte de cualquier gobierno de turno y por represivo que sea.

Pero el alcalde Nebot defiende a LFC: “nosotros y el pueblo”, dice, “nos encargaremos de hacerlo respetar”. No me queda duda de que el Municipio construirá el monumento. Lo que me parece reprochable en todo sentido, en especial luego de que se haya estrenado el documental “Con mi corazón en Yambo”, bajo la dirección de María Fernanda Restrepo, hermana de los desaparecidos Carlos Santiago y Pedro Andrés. Se lo construirá luego de que el informe de la Comisión de la Verdad haya revelado, tras su investigación, que casi el 80% de los abusos y violaciones contra los derechos humanos, de los casos analizados, corresponden a ese período.

Así, a los familiares que aún esperan impacientes a que se resuelvan las denuncias por los crímenes de Estado se les clava un puñete en la garganta al construir ese monumento. Porque si los funcionarios municipales se dieran una vuelta por la CIDH, pero en serio y no sólo para hacer oposición, hubiesen leído que en el Informe Anual 2010 se reitera “la necesidad y obligación de los Estados de combatir la impunidad” por violaciones a derechos humanos; y que “la presentación del Informe de la Comisión de la Verdad de Ecuador, realizada en forma conjunta por representantes de dicho Estado y de la sociedad civil” es un avance para “honrar la memoria de las víctimas de estas violaciones y reparar a sus familiares en alguna medida por el daño sufrido”. Estas cosas, esos informes, poco o nada dicen –al parecer- para ellos.
El sábado 10 de diciembre, el Comité de Derechos Humanos publicó un comunicado sobre este tema (al cual me suscribo) que termina con una frase sencilla y contundente: “No se puede honrar a personas que envestidos de autoridad hicieron del miedo una forma de gobierno”.

Espero que algún día logren comprenderlo.