@marcenoriega

Regreso a la vieja sala de redacción. El Editor General, un veterano calvo, misógino y alcohólico, me da la bienvenida entre una ruma de papeles.

Todo está igual por aquí, me dice. Por el vidrio veo a algunos periodistas que me miran con recelo, se dice que los que vuelven son escoria. Muchos llevan un uniforme azul, parecen muertos solemnes. Me asignan mi antiguo puesto, un receptáculo que da la espalda a la redacción y tiene enfrente un enorme ventanal que nunca se abre. Una pesada persiana gris cae sobre él para tapar cualquier rayo de luz natural que pueda llegar desde el exterior. En este búnker habitado por hormigas estresadas nunca se sabe si es de día o de noche. Una luz amarilla afilada cae sobre las cabezas, las corta en cuadraditos. Cámaras de vigilancia han sido dispuestas como ojos escrutadores por toda la sala que debe medir treinta metros de largo por diez de ancho. Ocupo mi lugar. Al poco rato, una secretaria se me acerca. Me comunica que mañana a las ocho me tomarán las muestras de sangre para los respectivos exámenes de laboratorio y, por la tarde, las huellas dactilares para que pueda marcar mi ingreso y mi salida. La hora de entrada es las 8:30. Si llego tres veces pasada esa hora la amonestación será monetaria. No hay hora de salida. Me asignarán un código que deberé aprenderme y marcar cada vez que salga o entre al periódico. Me indica que mi cupo de Internet es de una hora diaria y que puedo realizar treinta y dos llamadas al mes a números convencionales y diez a celulares. Si me paso, me será descontado del sueldo. Me recuerda que el tiempo de almuerzo es de media hora. ¡Ah! y se le olvidaba: pasado mañana un sastre me tomará las medidas para hacerme el uniforme. También habrá una reunión de mujeres la próxima semana, donde se nos notificarán las obligaciones sanitarias que debemos seguir, y se hablará de otras cuestiones que nos interesan a todas, como cuánto maquillaje podemos llevar o qué tan largas deben ser las faldas del uniforme. Firme aquí, por favor, me pide la secretaria. ¿Y esto para qué es?, pregunto angustiada. Es un memo con toda la información que acabo de darle. Necesitamos la constancia de su aceptación a las normas. Firmo. Siento asfixia. La mujer sonríe y se va. Me pica la palma de la mano derecha, me la rasco con las uñas. Observo que justo en el centro, en medio de las líneas del corazón y de la cabeza, tengo un punto rojo. Me llama el Director, un viejo político del partido azul. Voy a su oficina. Le doy la mano, me siento en su sofá de cuero. Entre él y yo queda una gran mesa de ceibo con ribetes dorados. Me dice que está gustoso de tenerme de vuelta. Le digo que intentaré hacer las cosas lo mejor posible. Empieza a contarme sus planes para la campaña que se avecina. Recita los nombres de viejos colegas, conocidos mafiosos, amigos condicionales, empresarios corruptos, políticos ineptos, algunos en funciones, a quienes debo entrevistar. Como una araña el enojo me sube por las piernas, me eriza los pelos de los brazos y se me planta en el estómago; es una granada sin seguro. Me rasco el punto rojo y descubro que no es un punto, sino la cabeza de algo que parece un hilo. Trato de sacarle la punta a la pequeña prominencia pelliscando el trozo de piel con las uñas, mientras intento no ausentarme demasiado del monólogo del Director. Aparece la boca de un cuerpo extraño enterrado en mi carne que empieza a doler. Siento que la mano se me ha hinchado de repente. El Director me pide mi opinión sobre la actualidad política del país. Le digo que he estado viviendo fuera, pero que ya empezaré a enterarme. Salgo de su oficina. Un colega me invita a tomar un café. Lo sigo a un autoservicio, dentro de una estación de gasolina. Me cuenta que su novia acaba de dejarlo, que se ha ido llevándose todo, hasta el perro. Me habla como si me hubiese visto ayer, y han pasado cinco años desde la última vez. Le digo que tengo trabajo por hacer. Llegan otros periodistas. Me saludan hipócritas, me preguntan qué tal por aquellos países, les digo que bien, gracias. Me voy. En el camino me jalo el hilo y salé aún más, ahora pienso que me atraviesa toda la mano. Me duele como si tuviera enterrado el aguijón de una avispa. Es un dolor ríspido, seco, sin sangre. Pienso que a Cristo le dolieron más los clavos. El hilo se ve cada vez más ancho. Saco más y veo que no es un hilo, sino un delgado alambre. Subo a la redacción, me encierro en el baño y vuelvo a jalar. El dolor aumenta con cada estirón. Intento arrancarlo con los dientes. Un fluido sanguinolento empieza a salir, a bajarme por el brazo, me ensucia la camisa. Me echo agua, aprieto la mano para ocultar lo que llevo dentro. Salgo. Veo la redacción y siento como si una pesada losa de cemento me aplastara la cabeza. Tengo a dos periodistas a cargo, una chica y un chico de unos veintitantos. Paso por el puesto de la chica. Le pregunto en qué está trabajando. No me contesta. Lleva en la muñeca un brazalete del candidato azul. Le pregunto que por qué lo lleva. Porque es guapo, dice sin escozor. Y ya tengo listo un perfil sobre él, me avisa. Le pido leerlo. Me lo trae. Es un texto corto, está mal escrito, no describe al personaje, no hay contraste, lo que hace es venderlo como la mejor opción. Siento náuseas. Le pido que se siente para conversar. Dice que debe irse a cubrir algo importante. Coge su bolso y se voltea. Eres periodista no publicista ni mercachifle, le digo sin poder medir el tono alto de mi voz. Ella me mira desafiante. Tu artículo es pura basura propagandista, y está terriblemente escrito, le digo. Quiero que lo reescribas, y que esta vez aparezcan los grises del candidato, y que hagas el mismo trabajo con el postulante rojo, le ordeno. El Editor General ya me aprobó este artículo, ahí está su firma, me dice sin esconder una sonrisa, y se va. Siento punzadas en la mano. Me jalo otra vez, ahora sale pus. Llega el chico y le pregunto que qué está escribiendo. Me dice que nada, que pensaba ir a una rueda de prensa en el Tribunal Electoral para ver qué dicen. Olvídate de eso, le pido. Qué ideas tienes, insisto. Silencio. No hay ideas, no sabe qué hacer. Por qué estás aquí entonces, por qué no te has quedado en tu casa durmiendo, le pregunto. Él alza los hombros. Voy al baño. Estiro aún más el alambre que desgarra la carne de mi mano. Sale un trozo más. El pedazo que he sacado cuelga fuera, quiero cortarlo, lo muerdo, pero no hay forma. Esa tarde cuando llego a casa me lo saco del todo y me bendo la mano. Pasan dos días, me quito el bendaje. Ya no quedan rastros del alambre ni del pus, pero sí un agujero que me traspasa la mano. Lo ignoro. Los días en la redacción pasan lentos y agonizantes. Intento dirigir a los periodistas, pero es imposible, están viciados, han adquirido los males de las redacciones: el envilecimiento, la cobardía y la pereza. Al final del día me llama el Jefe de Redacción. Me dice que han repartido los bonos de productividad y tiene listo mi cheque. Veo un papel sobre su escritorio con mi nombre, me han asignado 440 dólares. Él dice que no está de acuerdo con aquella cifra, tomando en cuenta mi experiencia y mi calidad. Dice que a otros editores de sección les han pagado por encima de los mil. Quiero que se calle, pero sé que no tendré el tino para pedírselo de buena manera. Me comenta que cree que el Director me ha puesto el ojo, que sospecha que no está conforme con lo que estoy haciendo, que alguien lo escuchó decir que estaba arrepentido de haberme traido de regreso. Te lo digo porque te aprecio, y no quisiera que te cayera de sorpresa, me dice palmeándome el hombro. Hago una mueca, estoy incómoda con esta verborrea de mercenario. Intento meter el dedo meñique en el agujero de la mano. El dolor agudo que me produce aquello me calma un poco, me ayuda a abstraerme, a disipar en algo la rabia, el asco que me dan las palabras del Jefe de Redacción y el bigote sobre sus dientes podridos de fumador. Le digo que el dinero no me interesa, que quiero comentarle un tema que creo debemos publicar. Es el viejo debate sobre las presiones y subjetividades que dominan a los periodistas, sobre todo a los que cubren política, le suelto. La chica que está a mi cargo da vueltas alrededor de la oficina como una abeja, quiere escuchar la conversación. Se acerca con sus modos de putilla de feria y le hace una pregunta estúpida, como todas las que ha hecho en su vida, al Jefe de Redacción. Yo sigo metiéndome el dedo en el agujero, lo abro, lo desbrozo. La piel se dilata de a poco provocándome un delicioso dolor. Este dolor es lo mejor que tengo ahora, lo único que me salva de esta podredumbre. La chica se va. Perdona la interrupción, ¿qué me decías?, me pregunta el Jefe de Redacción con una sonrisa falsa. Le sigo contando, hablo paciente, con aplomo, como si mis tripas no estuvieran a punto de estallar. Creo que es necesario contarles a los lectores el debate interno que los periodistas políticos vivimos día con día. Debemos decirles la verdad, que somos personas de carne y hueso, con pasiones y tendencias ideológicas como todos, y con presiones como pocos, dentro del periódico y fuera de él. Quienes compran el diario deberían saber que eso influencia notablemente nuestra visión de lo que llamamos realidad, y de cómo la construimos. Él Jefe de Redacción bosteza. Podríamos recoger varios testimonios de periodistas de todo tipo y hacer un reportaje para el fin de semana. Un texto honesto, donde, un poco, desnudemos el cómo hacemos nuestro trabajo, cómo vivimos el oficio. En este reportaje, los periodistas deberían contar de qué tendencia política son, qué tipo de presiones o censuras han sufrido. Así, cuando los lectores lean sus artículos sabrán a qué atenerse, propongo. El Jefe de Redacción me mira impávido. El sopor de la tarde cuelga de sus ojos en forma de lagañas, la luz amarillenta del tumbado lo hace ver más feo y más viejo de lo que en realidad es. Lo que tú planteas es decir la verdad. Tú quieres que salgamos a contar que detrás del perfil del candidato azul hay una pauta publicitaria de un mes, una amistad, unos compromisos, y que detrás de la persecución al candidato rojo está la ideología política del director y la intención que tiene con el candidato azul de comprar un campo de golf y la promesa de que a uno de sus hijos lo coloquen en un puesto importante del Ministerio del Interior. Quieres que reconozcamos la censura a los periodistas que investigan la corrupción en las filas azules, y que dejamos solos a los que enjuician. Estás loca si crees que en algún periódico del mundo te dejarán escribir estas cosas. Intuía que esa sería la respuesta. Tengo la boca amarga, la sensación de haber bebido un vaso de bilis. Empujo aún más la carne del centro de mi mano, ahora tengo un túnel que se ve claramente. La abro y la cierro nerviosa. Me levanto y me voy. Miro la redacción, me pregunto qué hago aquí. Soy periodista, pero no pertenezco a esta miseria. No puedo seguir en esta farsa. Voy a mi puesto y recojo mis cosas. No me despido de nadie. Camino por el pasillo. Todos me ven y se ríen. Sabían que esto pasaría, que no soportaría, incluso habían hecho apuestas sobre cuántos días me quedaría. —¡Siete!- les grito, me quedé siete días—. Salgo a la calle, me da el sol en la cara, respiro aire puro otra vez. Abro la mano para ver el agujero. Se ha cerrado, y ha vuelto a ser un tenue punto rojo entre la línea del corazón y la cabeza.

Marcela Noriega