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Hay lugares que por estar separados del continente, parecen no existir. Matorillo y el resto de islotes del Golfo de Guayaquil, son uno de esos.

Guayaquil: oficialmente, 2,3 millones de habitantes. Me pregunto si esas estadísticas incluyen a 4 mil personas que tienen que vivir con el sol y la luna alternándose, mientras están rodeados de agua.

La respuesta se torna obvia, porque el 60% de esos nacimientos no han sido inscritos legalmente. Que sus nombres estén acompañados de un número de identidad, está  en proceso.

Los 13 islotes que conforman el golfo de esa ciudad, la más grande de la costa ecuatoriana, son su hogar. Una hora y media a motor y cuatro a remo, los separa del continente.

El  agua turbia del río Guayas se convierte en la senda que dirige a la tierra de los que, por el olvido de una cadena de gobiernos, han sido excluidos del sistema. El transporte, es una lancha de fibra de vidrio, con tablones de madera como asientos.

La aceleración del motor que la impulsa, es puesta a la máxima potencia por su operador. Como con un chisguete, el agua salpica en la cara cuando la embarcación golpea con las ondas que se mueven a contracorriente.

El río se empieza a confundir con el mar, pero no hay olas que revienten. La zona por la que navegamos está protegida por una muralla de verde manglar.

El destino se acerca. No estamos en una carretera, pero se rebasan a uno, dos, tres, cuatro pescadores que avanzan pasivamente en sus canoas. Se hacen diminutos hasta desvanecerse en el horizonte que se forma a las espaldas.

El  operador no responde a mis intentos por entablar una conversación en el trayecto. “Ya llegamos”, es lo único que pronuncia, mientras la lancha se ubica a menos de un metro de la orilla de Matorillo, uno de los islotes.

No hay muelle donde desembarcar. Los botes que están en el lugar, reposan anclados al pie de una escalera hecha de finos y retorcidos troncos, que son el único medio para  alcanzar tierra firme.

El vaivén del agua que se observa entre peldaño y peldaño, provoca una sensación de vértigo.

Llega el fin de la pequeña escalada. Esa especie de energía que el cuerpo recibe cuando las miradas están sobre él,  se empieza a sentir. Estoy entre los nativos del Golfo de Guayaquil; son amables, pero la timidez parece ser parte de su esencia.

Matorillo no tiene calles, ni tampoco más de 15 casas. Unas son de cemento, otras de caña, madera y también las hay mixtas.  Una cancha para jugar fútbol, volley o realizar fiestas religiosas, se encuentra en medio del poblado.

Es verano y la tierra está seca. Con cada paso, el polvo se levanta ligeramente, pero me detengo al encontrar a Francisca Quinde, una mujer de cabellera semi blanca con una  tierna gestualidad en su rostro que me invita a aproximarme.

Como si estuviera susurrando, dice que no sabe leer ni escribir, porque la escuela unidocente que existe en el lugar, se creó cuando  ya  se había convertido en la mamá de diez niños.

En todo el Golfo, quienes han concluido la instrucción primaria no constituyen ni un 20%. Existen otros 5 planteles, que funcionan bajo la misma modalidad de enseñanza, y en cada una, los maestros tienen que preparar todos los días a más de 30 niños de diversas edades.

Ellos representan el 55% de la población de los islotes, seguidos del 35% de adultos y del 10% de ancianos.

Francisca es parte de este último segmento. No recuerda dónde nació, pero sabe que sus padres la entregaron a una madrina que la crió en Matorillo. “Dicen que soy de Posorja”, un pueblo de la provincia del Guayas, me comenta.

Ambas estamos de pie bajo el marco de una puerta. Cuando la confianza se convierte en uno más de los participantes de esta conversación, surge la pregunta básica de la  edad, pero la respuesta tarda en pronunciarse.

¿Cuántos años son los que tengo? le dice discretamente a Victoria,  una de sus hijas. La información se atesora en uno de los cajones de la mesa de comedor de su casa.

La hija abre el estante, y lee la cédula que el Gobierno le entregó a la madre hace unos días. Sigilosamente, como si estuviese asegurándose de que nadie la vea, lo vuelve a cerrar, se acerca, le sujeta la mano y le dice ¡setenta y tres mamá!

En el golfo, las familias son numerosas. En viviendas de aproximadamente 70 metros cuadrados, pueden llegar a habitar hasta 15 personas. La falta de programas de educación y de  planificación familiar, ha provocado que los embarazos a partir de los 12 años no sea un acontecimiento.

Mientras habla, Marisela Guzmán se esconde detrás de una de las cortinas de su casa de madera. Tiene 32 años, y uno de sus cuatro hijos ya cumplió la mayoría de edad; dio a luz por  primera vez a los 14 años.

Su familia, al igual que las del resto, vive de la recolección de cangrejos. La ola de la llamada autosuficiencia femenina aún no ha llegado a este punto geográfico. Los hombres  son los únicos que trabajan.

Capturado, el crustáceo es llevado al mercado de La Caraguay, en Guayaquil, pero la faena no se puede presenciar porque está en veda.  Cuando no hay prohibición, el ingreso promedio mensual es de 230 dólares por hogar, cuando la canasta básica del Ecuador está avaluada en más de 300 dólares.

El dinero que gana la gente del Golfo,  solo se  intercambia por comida y por transporte. Ahí las tiendas de barrio no existen y  tres veces por semana los hombres salen a la ciudad para comprar lo necesario, lo no perecible.

La ropa que llevan no está en las mejores condiciones, el sol, el polvo y la salinidad del ambiente la ha percudido. No creo que ese sea un gasto primordial para ellos, y menos el pago de servicios básicos, porque no los tienen, al menos oficialmente.

El sol en Matorrillo es de esos que chamuscan la piel. La temperatura se eleva a unos 39 grados y pequeñas gotas de sudor empiezan a bajar por mi frente. Paso a un costado de Candy Vera, y denoto que a ella le pasa lo mismo.

La diferencia entre las dos, es que su transpiración es justificable. En un balde, extrae con esfuerzo el agua del pozo que abastece a la comunidad, pero los procesos de clorificación se desconocen, y la parasitosis y la diarrea son cuadros  comunes.

Mientras restriega los platos que minutos antes estuvieron llenos con ceviche de camarón sobre su mesa, suelta la lengua y menciona que cuando el pozo se seca, el líquido se adquiere por galones en territorio continental.

En los islotes del Golfo tampoco hay alcantarillado, y los desperdicios, incluidos los de las letrinas, se desechan al mar, en ese donde la gente saca  el pescado con que se alimenta.

Las viviendas sí tienen energía, pero la producen paneles solares. Cada uno, no abastece a más de dos bombillas. Televisores y radios son parte de los enseres de los pobladores, sin embargo, su funcionalidad no va más allá de lo ornamental.

Sin energía suficiente, otros artefactos como los refrigeradores, resultan inútiles. Por eso repito, solo se compra alimentos no perecibles. Cuando hay mariscos o carnes sobre la mesa, es porque se prepararon al momento.

Se dice en Matorillo, que para enero de 2013, el Gobierno no solo terminará de darles un número de identidad a los 4 mil del Golfo, sino que también los reubicará en 5 puntos estratégicos de la zona, los más altos se comenta, para evitar las mareas, y porque ponerlos en un solo espacio, facilitará cubrir sus necesidades.

En palabras claras, también significaría ahorro de papeles verdes.

Estoy a un paso de partir, pero un hombre llama mi atención; su nombre es Cristóbal Crespín. No viste camiseta con pantalones cortos como muchos de los hombres en los islotes. De camisa y pantalón de tela, se presenta como el vicepresidente de la comuna de Matorillo.

Diplomático, despide a la extraña que llegó sin avisar, deseando que las limitaciones con las que vive su pueblo sean esparcidas más allá de los límites del golfo. Es una forma de asegurarse que la burocracia cumpla.

Regreso a Guayaquil. El bote parece el mismo, a diferencia del operador. Es evidente que navegar no es una de sus mejores destrezas, casi nos estancamos en un banco de arena.

¿Será que se fue de tragos? Tiene los ojos un tanto desorbitados.

 

Fotos por Roger Torres