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Nacimos un año después de que al indestructible Muro de Berlín lo derribaran como si se tratase de frágiles naipes. Nacimos el mismo año en que Andrés Gómez se alzó con el Roland Garros tras masacrar a un Agassi empelucado para esconder su calvicie. Y seis años antes de que Bucaram fuera echado a nalgadas del poder, con la muy ecuatoriana excusa de ser “incapaz mental” y siete años atrás de que Lady Di estrellara su vida contra el túnel de la plaza de I´Alma en París. Apenas estábamos en primer grado cuando Jefferson Pérez cruzó acalambrado la meta.

Nuestros primeros diez años de vida fueron los últimos del sucre.

Crecimos entre juegos de Super Nintendo, entre los inocentes dibujos animados de Cartoon Network y Nickelodeon, entre conversaciones cara a cara (ese acto de antaño que luego fue reemplazado por las redes sociales). Fuimos, quizás, la última generación que acudió a una biblioteca para realizar sus deberes, que escribió a mano y que jugó a las escondidas, a las congeladas y a todos esos juegos que no dependían de un computador.

En agosto pasado, con un grupo de amigos, montamos un museo de los 90. Lo que montamos, en realidad, fue un pedazo de nuestra infancia que creíamos olvidada. El día de la inauguración, en el Museo Nahim Isaías, fue harta prensa y niños que no vivieron los 90 y jóvenes que sí vivieron los 90 pero como niños y viejos que no eran tan viejos en esa época.

Nuestro proyecto lo denominamos “¿Dónde quedaron los 90?”. Las semanas previas a la muestra, abrimos  en Facebook un fanpage del evento. Y la respuesta fue inmediata. Nos dieron sugerencias, nos dieron ánimos, nos dieron objetos noventeros para exhibirlos. Los casi cincuenta objetos que presentamos en el museo (desde un caduco VHS, beeper, computador e impresora del tamaño de un edificio, hasta vestimenta multicolor que daba fe al porqué esa época fue llamada “enemiga de la moda”), todos, fueron prestados. Hasta cierto punto la idea, también, era burlarnos de ese concepto de “museo” como algo que presenta cosas del siglo XVII y XVIII. Las “reliquias” que presentamos habían vivido sus mejores días tan sólo veinte años atrás. Hoy, con la tecnología que ha avanzado como ha avanzado, eran nada, historia, periódicos de ayer.

Esa noche, presentamos un pequeño documental con lo mejor de la época. Disfrutamos nosotros -los que organizamos la farra- disfrutaron ellos, los que asistieron a  la muestra que permaneció por una semana.

En los noventa, dado que éramos niños, vimos con terror, pero no  exentos de una enorme curiosidad, toda esa ola del grunge que surgía, con sus jeans rotos y sus Converse sucios y su Nirvana y su Smells like teen spirits y su Kurt Cobain de cabellos rubios, sueltos, antes de que se regalara un primer y último tiro en la cabeza que ayudó a eternizar su idolatría en los jóvenes. Veíamos todo ese desencanto adolescente-juvenil y, la verdad, no queríamos crecer. Veíamos cómo el país se derrumba de la manera más penosa posible, que el dinero de nuestros viejos se lo habían tragado los bancos y todo eso, aunque no lo entendíamos del todo, lo cachábamos. Algo, algo comprendíamos del asunto: la vida adulta, la dura, la de verdad, estaba a la vuelta de la esquina y tarde o temprano, irremediablemente, caeríamos en ella. Caímos, pero montamos un museo.