Guayaquil era demasiado estricto” dice la señora Lola Rites Game, nacida en 1918 en esta ciudad. Tiene, si los cálculos no me fallan, noventa y un años. Casi un siglo en Guayaquil, conociéndola, viviéndola y, aunque a veces tangencialmente, casi sin darse cuenta, analizándola. Nacer en 1918 significa haber nacido a menos de cien años de que Olmedo acuñase el “Por Guayaquil Independiente” como advertencia a Bolívar, quien pretendía la anexión de la Provincia Libre de Guayaquil a la Gran Colombia. De ahí nació la convicción de que este puerto era una ciudad liberal. No es difícil imaginar que con la anexión grancolombina y luego formando parte ya del Ecuador, Guayaquil olvidase paulatinamente esos ideales liberales y se convirtiese en una ciudad de costumbres “estrictas y antipáticas”, como lo señala Lola, no sin algo de fastidio. O podría ser que jamás Guayaquil fue tan liberal como quisiésemos creer, sino una ciudad conservadora con un Estado central muy distante –e inexistente, para fines prácticos– que tuvo, como los niños huérfanos, que arreglárselas sola.
Conversando con Lola, pretendíamos acercarnos a estas ideas, tratar de desmenuzar qué ha ido pasando en esta ciudad durante el último siglo y entender cómo es que ha terminado, en pleno siglo veintiuno, como el bastión del conservadurismo en este país, algo que tal vez en 1820, a noventa y ocho años de nuestra contertualia, habría parecido inverosímil.
Me da la impresión de que Lola era en su juventud una mujer más bien vanguardista. Claro, todo lo vanguardista que se puede ser en Guayaquil en 1918. Es decir, saber que las cosas no tienen mucho sentido, pero entender también que es inútil intentar cualquier acción que contradiga las costumbres reinantes. Me da esa impresión porque dice que su padre era más estricto que el resto y que ella y sus nueve hermanos tenían prohibido salir a la calle. No lo dice con resignación, ni como un enunciado tangencial. Se llena de sutil indignación cuando me dice: “había gente que tenía más libertad de acción que nosotros, que no podíamos salir a la calle: claro, nosotros, los estúpidos” y a la última palabra le da un énfasis que revela que a setenta y pico de años vista aun no aprueba la conducta del padre.
Pero esa era Guayaquil. Y esa era Guayaquil, especialmente, para una mujer. Le pregunto, entre ingenuo y malintencionado, cómo era ser mujer en el año 36, o sea, cuando ella tenía dieciocho años “Me hubiese gustado salir más, tener enamorado; ir al cine. Porque eso es lo que uno hacía: ir al cine, nada más. Y hasta cierta hora: la matiné o a la vermú, eso de ir al Especial o de noche; eso no” me recalca con un gesto decidido de la mano. Vaya ciudad liberal, la expresión máxima de la individualidad era ir al cine, acompañada por supuesto, y durante el día. Supongo que para esos días la efervescencia liberal se había aplacado ya en la ciudad y todo el mundo andaba más concentrado en la acumulación patrimonial que permitía la privilegiada posición guayaquileña frente al Pacífico. Elucubro que parte de esa acumulación patrimonial no era simplemente pecuniaria, sino que, como suele suceder en las sociedades que se aíslan, era además moral: la mujer más santa, los hijos más correctos, las hijas más castas. Eso desarrollaría una especie de abolengo del que aún hoy (en mucha menor medida, pero todavía con bastante fuerza) se habla. Y es sumamente curioso: un puerto liberal y netamente burgués desarrollando castas sociales tan verticales que esto termina pareciendo la India.
Me imagino que a alguno no le ha de gustar esto que escribo, pero esta vez tengo una coartada: Lola. Si alguien tiene algún reclamo, es para ella, quien vivió aquellas épocas y que es quien me cuenta estas cosas. Claro, supongo que nadie va a ser tan insensato como para ir a increpar a una señora de noventa y un años, aparte tan amable y simpática como ella.
La familia materna de Lola era extranjera y vivían en una hacienda llamada “Punta Española”, ubicada en la Isla Puná. Frente a Punta Española estaban los barcos mercantes que entraban al Golfo de Guayaquil. Su familia materna, que es una familia de barcos, según cuenta, solía invitar a los marinos a almorzar en la hacienda familiar. Y los marinos se sorprendían de la amabilidad y la apertura de los Game, a quienes consideraban “más modernos” que los habitantes de Guayaquil, una ciudad en la que Lola dice los marinos desembarcaban entre sorprendidos y decepcionados, por la imposibilidad de encontrar gente (yo lo entendí como mujeres) joven por las calles.
Una ciudad sin gente en las calles, con unos cuantos carros, el tranvía y casi sin servicios básicos. La familia de Lola era una familia bastante acomodada, por eso recuerda que desde siempre tuvo teléfono –cree recordar, aunque no está segura, que su madre le había dicho que el aparato llegó a su casa en el año 20– y, además, tenían carro. Dentro de la estrictez algo absurda, el padre de Lola le enseñó a manejarlo a los doce años. Dice Lola que por mucho tiempo solo hubo dos mujeres que manejaban en Guayaquil y que ella era una de ellas. La comunicación en aquél entonces funcionaba de boca en boca, a través de los pocos hombres que estaban en la calle.
Ese detalle me recordó un video que recientemente se difundió en redes sociales, en el que se observa el Guayaquil de 1949. Y las imágenes corresponden al relato de Lola. A pesar de que el video es de un martes, la calle luce desolada. Apenas cruzan unas cuantas personas y uno que otro carro. Con Lola estamos conversando, aún, de unos diez o quince años antes de ese entonces.
Con pocos teléfonos, la comunicación más eficiente era transmitir las cosas de boca en boca. Pero con tan poca gente en las calles me preguntó qué tan efectiva podía ser. Lola ataja mi ingenuidad y me dice que siempre había suficiente gente en las calles. Especialmente los enamorados que acechaban las casas de sus novias, esperando que se asomen por un instante para saludarlas o, sencillamente, para verlas. Eran ellos, los hombres jóvenes, quienes solían copar la calle. Se reunían en las esquinas de una ciudad que iba apenas desde la avenida Olmedo hasta el Tenis Club. La Ferroviaria era un descampado cuyo único propósito era el de ser el inicio de la vía férrea que iba a Chanduy y Playas, que era el balneario dilecto de los guayaquileños por décadas “Salinas es otra novelería guayaca” me dice sonriendo Lola, como sabiendo que la conversación va a derivar en ese rasgo del guayaco.
“Somos muy noveleros los guayacos, ¿no?” le digo. Estira el cuello y abre los ojos y me dice que sí, que siempre hemos sido así. Ya me lo había dicho un poco antes, cuando le pregunté por la guerra con el Perú, en el 41 “Al principio los guayaquileños nos preocupamos, pero aquí en Guayaquil tenemos esa característica de que, para bien o para mal, nos vamos acostumbrando a las cosas. Primero nos alzamos y preocupamos pero luego vamos perdiendo el interés. Así que la guerra al principio era un tema que preocupaba, pero después ya nadie hablaba de ello. Como que nos hicimos a lo que pasaba. Ese es el guayaquileño nato”. Más de uno encontrará en esta revelación una vocación separatista o quemeimportismo por el futuro del Ecuador o una simpatía por los peruanos. Quién sabe. La realidad es que esa efervescencia momentánea del guayaco, como la espuma que sube en una olla hirviente y que decrece inmediatamente la llama se apaga, es un rasgo que no pocos historiadores y antropólogos han señalado sobre esta ciudad.
En fin. Demasiadas divagaciones en una ciudad de realidades claras: sin gente en las calles, con un tranvía para transportarlas y con una ausencia marcada del Estado. Dice Lola que ella no recuerda, en sus primeros años al volante haber visto jamás un vigilante de tránsito. Suena lógico, tomando en cuenta que la Comisión de Tránsito del Guayas se inauguró en el año de 1948. Dentro de esa ausencia estatal tan marcada en la primera mitad del siglo veinte, la falta de servicios básicos no era de extrañarse. A pesar de que la familia de Lola tenía el dinero suficiente para, por ejemplo, traer servicios higiénicos importados, mejorando ostensiblemente la salubridad dentro de su casa, el agua que consumían provenía de los ríos directamente. Sin un sistema de aguas servidas, había gente que se ganaba la vida pasando por las casas vaciando los cajones de desechos que se acumulaban durante el día. Eso en las casas que tenían un sistema más o menos moderno para la época. Otros simplemente cogían la bosta, la metía en una funda o periódico y la aventaban por la ventaba hacia la calle. “Por eso les he dicho siempre a los prosudos de mis nietos, que nunca quieren hacer nada, que ellos viven como reyes”.
Ya que hablábamos de reyes y de ausencias estatales, era difícil no devenir en el tema político. A decir de Lola los políticos siempre han sido gente de la cual hay que cuidarse, por hipócritas. “Yo escuchaba decir a los mayores que eran unos sapos”. Tal vez no esté tan equivocada, a mí también me parece que los políticos son de cuidado. Tardó mucho para que los políticos empiecen a utilizar los medios de comunicación, cuenta. Antes esos medios, primero la radio y luego la televisión, solo servían para convocar a la gente al lugar donde el político de turno daría sus discursos. Recuerda que Velasco Ibarra solía convocar multitudes al pie del balcón de la gobernación. Cree que Velasco Ibarra y Febres-Cordero fueron los que mejor trabajaron por el pueblo. “A ellos los criticaron mucho” afirma.
Añade que ahora la política es mejor, porque ahora todo el mundo por lo menos grita y se hace escuchar. Estoy de acuerdo en esto, también: poco a poco los políticos se han ido desenmascarando y nos han ido mostrando sus verdaderos rostros.
Lola es todo un personaje. Fuma que da encanto, pero su hija, que la acompaña en la entrevista, le dice que no fume porque el bebé (el bisnieto de Lola) está enfermo. Lola dice que no va a dejar de fumar porque un bebé anda cerca y no puedo sino sentirme reivindicado. Sin embargo, no lo enciende. Pienso entonces que Lola se comporta como en su juventud: guarda ese aire de rebeldía que ha derrochado durante toda nuestra conversación, pero sabe que intentar cualquier arrebato es inútil. Prefiere contarme que, a pesar de que en Guayaquil la gente se las ha dado siempre de muy correcta, siempre existieron (y existirán) historias que subyacen a lo que la gente quiere proyectar.
Yo creo entender lo que me quiere decir y le pido que me cuente sobre la gente que se batía a duelo. Se emociona recordando un par de sucesos que terminaron en batidas a duelo, por el honor. Se lleva los índices a la frente y me dice: “casi siempre eran por cachos, a qué hombre le gusta que lo cuerneen. Si a las mujeres ya no le gusta, peor a los hombres”. Mi pregunta se cae de madura: ¿Por qué las mujeres soportaban en ese entonces, mucho más que ahora, ser engañadas por los maridos?Lola lo atribuye a que las mujeres ahora hacen lo que les da la gana y ya no tienen miedo. Yo tomo la respuesta en el sentido de que las mujeres son ahora más libres y dependen menos de los hombres. Es un cambio positivo, aunque haya tomado décadas.
Todo cambia, después de todo, porque el ejercicio dialéctico histórico jamás se detiene. En eso no se equivocó Marx. Además, la humanidad siempre ha salido a flote, venciendo todos los remilgos sociales. Inclusive cuando ella tenía poco más de veinte años, cuenta Lola, la gente se daba las maneras de encontrarse a escondidas, para, en encuentros fugaces, besarse y magrearse a escondidas. Lola, recluida en su casa por las férreas normas paternas, lo veía todo desde la ventana donde pasaba asomada. “Qué tontería. Haber pasado encerrados tanto tiempo. En lugar de haber aprovechado el tiempo. Yo inclusive, cuando era grande, se lo reclamé a mis papás: Tan estrictos, lo único que estaban propiciando que la gente huya de la casa, como solía pasar. Aunque claro, eso se escondía, era pecado decir que fulanita se había ido. Recuerdo que mi papá se río cuando le dije que yo misma podía haberme escapado. Creo que no me creyó”.
Lola se ríe y se reprocha ella misma. Dice que Guayaquil después de un tiempo empezó a cambiar. “Cuando hicieron los Riocentros”. Eso creo que fue a finales de los años noventa, si no me equivoco. Han pasado casi dos horas de conversación con Lola, así que nos despedimos. Bajando las escaleras de su departamento voy haciendo un recuento de todo lo que me ha contado. Creo que Lola no se ha dado cuenta del peso de lo que ha dicho: esta ciudad cambia lentamente, tanto que le tomó setenta años hasta tener los Riocentros.
Es que, para usar palabras de Lola: “Guayaquil toda la vida ha sido una ciudad muy conservadora”.