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El poder era lo suyo, hasta que lo tuvo en sus manos. Décadas de militancia en el Partido lo habían preparado para plantarle el pecho a un cargo histórico. Sin embargo, la dimisión de Honecker llegó antes de lo esperado con el final de la Alemania del Este. El mandato de Egon Krenz estaba recocido incluso antes de asumir.

El ambiente en la Alemania Democrática (RDA) durante el trimestre final de 1989 dejaba un margen escueto. Más de un millón de personas salían a las calles berlinesas exigiendo la apertura de las fronteras, cerradas a finales de octubre por la migración masiva. Para ellos era así: en Hungría y Checoslovaquia estaba la libertad. Allá, las embajadas de la Alemania Federal cobijaban a quienes huían del comunismo.

Ante la inminencia de una manifestación masiva en su país, Krenz viajó a Moscú para pedir asistencia a Mijail Gorbachov, y exhibirle una sonrisa prolongada, casi indecente, muy propia de él. Sus cejas muy juntas y pobladas y un ligero talante de ansiedad le procuraban un aspecto turbado. No había transcurrido aún la primera semana desde que dejara de ser el delfín de Honecker para asumir como Secretario General del Partido Socialista de la República Democrática de Alemania (SED).

El tono de Gorbachov al responder, más que sus palabras, aún sin traducción, bastaba para confirmar desde ese momento que Egon Krenz había pasado a la Historia. Era el 1 de noviembre.

“Sólo podremos avanzar trabajando codo a codo con nuestros amigos soviéticos”, solía decir Krenz, pero el viejo proverbio del Partido encontró su fin en la Perestroika. Después de la visita a Gorbachov, no le quedó más que regresar a la RDA con las manos vacías y una sensación de soledad infinita, recrudecida aún más por la renuncia masiva del directorio.

Krenz fue el gran perdedor de una gesta con la que tuvo todo que ver, y a la vez nada. Durante años fue un importante dirigente del Partido, pero hoy en día, nadie recuerda quién era el jefe de estado de la Alemania del Este el día que cayó el muro.

Los años de su brillante carrera le pesaban como si fueran siglos. En menos de quince días de mandato, todos sus amigos lo habían abandonado. Con la negativa de Gorbachov y los miembros del directorio en casa, poco o nada le quedaba por hacer. Era el 8 de noviembre.

El destino de Alemania del Este estaba por decidirse. Krenz delegó a Günter Schabowski la misión de anunciar la apertura de las fronteras. Ninguno de los acontecimientos de los días anteriores había preparado a Krenz para lo que sucedió después.

En rueda de prensa, Schabowski dijo sin pensar que el decreto entraba en vigencia desde el mismo momento en que las palabras le salían de la boca.

“¿Qué pasará con el Muro de Berlín?”, preguntó uno de los periodistas. Günter se quedó sin respuesta, ni necesitó darla. En minutos, Berlín entero había salido a las calles. Ya eran muy pocas las horas que separaban a Krenz de su final político. Ya lo sabía, pero las preocupaciones aún no le habían terminado. Una llamada de Erich Mielke alertó a Krenz de lo que sucedía. Más de un millar de alemanes orientales estaban agolpados en los puestos de control sin que los guardias hubiesen recibido notificación alguna. Las órdenes oficiales eran disparar a quien quisiera cruzarse al otro lado.

—Erich, ¿qué debemos hacer?

—Egon, tú eres el Secretario General: te corresponde a ti decidir.

Uno a uno, los guardias fueron alertados, pero ya era innecesario. Les temían a las masas, y a pesar de que el temor era recíproco, la gente ya se había animado a cruzar el Muro. La noche empezaba a transcurrir en medio de un despilfarro de lágrimas y champán en lo que poco tiempo atrás habría sido un verdadero charco rojo.

Miles de personas celebraban al Este y al Oeste del Muro. Miles de millones veían felices por televisión cómo caía la “Cortina de Hierro”. Se anunciaba en todos lados el final de la Guerra Fría, y el mundo empezaba a percibirle otro sentido a la palabra “paz”, un regusto diferente que sería roto al amanecer siguiente con la noticia del envío de tropas norteamericanas a Irak.

Pero mientras tanto, en la medianoche de Berlín las fronteras se rendían a los pies de la algarabía alemana. No muy lejos de ahí, Krenz veía desde el Reichstag cómo su gobierno se devaluaba al tiempo que los escombros del Muro adquirían el simbólico valor de un dólar. El tren de la Historia pasaba raudo y potente sobre el último Secretario General del Partido Socialista de la RDA.

Era ya el 9 de noviembre de 1989. Sin darse cuenta, como si fuera un sueño del que no se pudiera despertar, a Egon Krenz le llegó la mala hora, sin haber tenido siquiera la oportunidad de gobernar.

Bajada

Cómo vivió la caída del Muro el líder al que nadie recuerda