Fue con Joe Brinkhaus, buen amigo y gran anfitrión, con quien tuve una de aquellas conversaciones que uno no solo no olvida, sino que recuerda con diáfana claridad. Fue la tarde del martes nueve de noviembre de 1999. Estábamos sentados en la cocina amplia de la hermosa casa que tiene Joe al pie del Emsee en la centenaria Warendorf.

El día era frío, pues el invierno le había ganado unos días al otoño (lo recuerdo con claridad pues apenas ocho días después, el dieciséis, la ciudad amanecería cubierta por una fina capa de nieve) y el sol se había asomado apenas, tímido y perezoso como siempre por esas fechas. Yo regresaba de clases en mi bicicleta e iba apurado, pues el frío me carcomía las manos y quería entrar a casa pronto.

Saludé a Joe que estaba sentado en la mesa de la cocina, mientras leía el periódico local. Me preguntó si sabía qué conmemorábamos ese día. Cómo no saberlo, si hasta me había comprado la edición especial de Hustler: eran los diez años de la caída del Muro de Berlín (aún recuerdo la maravillosa foto de una germana de tetas espléndidas en pelotas, cubierta por la bandera de la extinta DDR).

Me senté y comenzamos a conversar. Joe me hizo un relato detallado de lo que había sido ese día. Recordaba con exactitud el lugar donde estaba. Recordó cuánto se habían abrazado y celebrado la caída de la oprobiosa pared, de cómo habían salido a las calles para emular lo que pasaba en Berlín: los bares regalaron todo el alcohol que pudieron y los alemanes salieron a la calle con todas las botellas –que no son pocas- del alcohol que tenían en sus casas. Joe me dijo: yo salí con dos botellas de champaña, que fue lo primero que encontré en mi casa. Para la una de la mañana seguramente solo los niños y los enfermos no estaban ebrios de champaña y felicidad.

Joe me preguntó: “¿Te imaginas la felicidad que sentimos?” y yo, desaprensivo, le contesté, tal vez por un formulismo convencional, que sí.

– No, me replico en seguida, tú no te imaginas.

Fue entonces que comprendí que es difícil (hoy creo que es imposible) ponerse en los zapatos del otro. Es más, intentarlo significa amoldarse a la estrechez o amplitud del otro. Es doloroso e incómodo y si alguien lo ha intentado alguna vez, sabe que lo único que quiere es sacarse esos zapatos ajenos para volver a ponerse los propios.

No se puede construir un país mejor si queremos pasarnos poniéndonos los zapatos de los demás. Ese es un ejercicio hipócrita y un enunciado de falsa modestia. Es querer ser lo que no se es. Y de eso no se trata la construcción de una sociedad más tolerante. De lo que se trata esa tolerancia es de acercarnos a los demás sin querer pretender entender lo que les ocurre, sino, por el contrario, y aun a pesar de no poder hacerlo juntarnos a ellos y decir: es posible que no comprenda tus motivaciones, ni tus gustos, ni tus tendencias, pero estamos dispuestos a avanzar juntos en esto, porque al final del día compartimos la misma tradición: somos ciudadanos de a pie en un país cuyo destino ha estado reservado y dirigido por élites mezquinas.

Eso fue lo que hicieron los alemanes, hace veintidós años. Como dijo Tim Klaus en El Fin del Mundo, los ciudadanos de la Alemania oriental decidieron que era suficiente, perdieron el miedo y salieron a derrumbar el muro infame. Por su lado, los occidentales los acogieron, felices, porque sabían que más allá de las diferencias, de los antecedentes políticos diversos, era hora de que el pueblo alemán se cobije bajo la misma sábana. Con lo mejor y lo peor de ambos, sin quererse poner en los zapatos del otro, pero con la convicción de que, en adelante, caminarían juntos.

Reflexiono esto porque, vaya paradoja, en el país de la mitad del mundo nunca es posible encontrar un punto medio. Nunca es posible llegar a un punto de encuentro ¿Cuál es ese lugar en el que los ciudadanos ecuatorianos estamos dispuestos a converger? No se me ocurre otra respuesta que esa: en la que somos ciudadanos. Sin tener la necesidad de defender una agenda política o, peor aún, justificar los actos del político con el que simpatizamos. Ampliar el discurso y reducir la carga emotiva pero que quede claro: los que ejercen el poder (es decir, los políticos, entendidos en esa acepción del vocablo) no son nuestros amigos, ni nuestras novias, ni merecen nuestro afecto. Merecen nuestra constante observación y la distancia debida.

En un foro sobre medios y ciudadanía organizado por la Universidad Casa Grande, en el que participaron también Héctor Chiriboga y Mauro Cerbino, Tina Zerega dijo que en esta sociedad moderna, de profusa producción noticiosa, ella prefiere desconfiar. Me había quedando pensando en esto, porque a pesar de que me hacía sentido, las alarmas instaladas por las convenciones sociales me habían sonado. Sin embargo, después de varias semanas de pensarlo, caigo en cuenta de que Tina tiene razón. Y cuando se trata de los actores políticos, el enunciado es aún más sensato: siempre hay que desconfiar de los políticos, porque hasta el mejor de ellos está siempre al borde de cometer el peor error y arrastrar un país con él.

Joachim Fest, uno de los más importantes estudiosos del Tercer Reich escribió que, de haber prosperado el intento de asesinato que sufrió Hitler en 1938, hoy sería recordado como el arquitecto de la gran nación alemana. Sin embargo, lo sobrevivió y cometió los más terribles errores, arrastrando con él a todo un pueblo, en una tragedia que sólo se cerraría aquel nueve de noviembre de 1989 –aunque el sionismo insista en recordárnoslo anualmente vía Hollywood-.

No se trata de odiarlos. Se trata de renunciar expresamente al falso dilema propuesto y pensar, porque como dijo Marcus Garvey, si no pensamos por nosotros mismos, alguien más va a querer hacerlo.

Es hora de derribar este muro nuestro (que por invisible es más peligroso) de la desconfianza entre ciudadanos y cargarles las dudas y responsabilidades a quienes deben soportarlas por así haberlo elegido.

Tal cual hicieron los alemanes en una decisión que les causó una felicidad tal que yo, a once doce años de esa conversación con el buen Joe Brinkhaus, aún no logro –ni lograré– imaginar.

Tampoco importa. Yo no quiero ponerme en sus zapatos, es inútil. Lo que yo quiero es que nos cosamos los nuestros y generarnos nuestras propias alegrías.