La tarde del viernes es difícil.

El semblante azul grisáceo de su horizonte es una trampa de la nostalgia.

El viento mece las hojas de los árboles, que se adormecen con su mano tierna. Luces esporádicas se encienden y, entonces, la tarde del viernes es más desconcertante y abrumadora. Los cerros circundantes no son verdes, ni cafés, ni amarillos; se han vuelto del color del mar profundo, y la tierra entera parece encerrada en una burbuja infinita.

Los sonidos  de la calle se elevan hacia el firmamento y rebotan hacia abajo, como encerrados en una esfera de cristal. El atavismo de los ecos infinitos entre la tierra y el cielo produce un ruido farragoso, que se confunde con los rumores del pasado. Las farolas se encienden cada vez más y los cinturones de miseria adquieren la alegría triste de las nacimientos navideños de los pobres.

El cielo se inunda de un aire morado, como la tinta de un calamar, oscureciendo la esfera que nos cubre. El fin del mundo parece inminente y cercano; y un ateo recalcitrante besa la cruz de los cristianos, jurando la cercanía del  apocalipsis; no pudo Dios haber elegido mejor día para cruficiar a su propio hijo que un viernes. No habrá mejor día para el juicio final y el castigo de los pecadores que el día de Venus.

Mañana, el mundo parirá un nuevo sol, joven y poderoso. El aire enrrarecido por los gases cósmicos que dominaron la ciudad hasta el alba más próxima se habrá esfumado; los riesgos del viernes habrán fenecido, y el mundo descansará, como Dios descansó, recostado sobre la mañana reluciente del sábado nuevo.