dsc00225.jpg
dsc00233.jpg
dsc00240.jpg
dsc00248.jpg
dsc00250.jpg
dsc00258.jpg
dsc00259.jpg
dsc00261.jpg
dsc00266.jpg
dsc00269.jpg
dsc00271.jpg
dsc00284.jpg
dsc00288.jpg
dsc00290.jpg
dsc00292.jpg
dsc00294.jpg
dsc00297.jpg
dsc00298.jpg
dsc00305.jpg
dsc00309.jpg
dsc00312.jpg
dsc00339.jpg
dsc00349.jpg
dsc00351.jpg
dsc00356.jpg
dsc00361.jpg
dsc00369.jpg
dsc00371.jpg
dsc00381.jpg
general.jpg

Las manifestaciones populares (o populosas) en Quito, normalmente, han sido jodidas.  Casi todas terminaron en la firma de documentos creados mágicamente por “honorables” que esperaban la correspondiente huida del presidente de turno para, acto seguido, legitimar la aspirada de gas lacrimógeno de los entusiasmados manifestantes. El problema aquí es el efecto bumerán de estos documentos, que convirtieron al ecuatoriano promedio, desde hace rato, en un indignado (que no es igual que un indigno).

 

No me entiendan mal, no digo que los botados (o votados) merecían quedarse en sus cargos; me refiero a que el resultado de haberlo hecho fue distinto al esperado. Además, lo gritado, lo puteado y la descarga masiva no nos la quita nadie.

Con estos antecedentes, debo admitirlo, no tenía mayor expectativa de la reunión del 15 de octubre en Quito. Y es que esta vez las motivaciones parecían distintas, no se trataba de botar al presidente, ni había un feriado bancario, ni un levantamiento policial. Parecían, más bien, nacer de una realidad ajena: ¿Wall Street aquí? ¿Burbuja inmobiliaria aquí? ¿Desempleo? Bah, nada nuevo. Sin embargo, a manera de paseo, fuimos con un grupo de amigos a la Plaza de San Francisco, a ver qué pasaba.

Al llegar, efectivamente, encontramos alrededor de -calculo- 150 personas. Había una buena cantidad de extranjeros y un par de compañeros de viejas luchas. Los mensajes en los carteles me resultaron algo confusos y dispersos. No escuché gritos ni vi marchas, tampoco noté que una persona o un colectivo lideraba el encuentro.

Tendida en el suelo, estaba una tela blanca gigante y sobre ella las personas escribían, pintaban o dibujaban mensajes referentes -supongo- al motivo de la reunión (digo supongo, porque al final en la tela no se entendía nada).

Yo, que no soy fotógrafo, decidí ir a tirar unas fotos. Total, si no pasaba nada, el centro histórico siempre es fotogénico.

Pasadas un par de horas, alguien propuso formar una especie de asamblea improvisada, sin mucho orden ni sentido aparente, para exponer sus puntos de vista y crear una potencial agenda.  Quisiera poder contar en detalle los discursos de todos quienes hablaron, pero una banda de pueblo, ubicada estratégicamente al pie de la iglesia, parecía no estar tan indignada, porque arrancaban una canción casi a la par de los discursos.  En resumen, de lo que logré escuchar, se hablaba de dignidad, de respeto a la vida y a la naturaleza, de la necesidad de un cambio global, de la importancia del consenso y de la tolerancia.

Tengo muy mala memoria, así que no recuerdo si quedaron en reunirse el primer o último sábado de cada mes (los más vehementes proponían todos los sábados).  Fuimos a comer y al regresar la reunión había terminado.  Sin mayor reflexión, volvimos a casa.

Al descargar las fotos con cierto desdén, me di cuenta de lo ciego y equivocado que estaba, de cuánta capacidad de soñar he perdido. Claro, y es que no eran 150 noveleros protestando, eran 150 personas dispuestas a redimir, con sus ideas, a conformes como yo.

Noté en ese grupo una diversidad distinta a la que conocemos, una que no pretende aupar su procedencia, sino que asume y aprende de su presente.

Muchos verán en ellos, si acaso, una línea de pensamiento leve, débil y destinada al fracaso. Personalmente, no sé en qué termine esto de “los indignados”, de hecho, no sé si volverán a reunirse, si lograrán un estadio superior como organización o si institucionalizarán sus propuestas. Pero si sé que toda expresión auténtica debe ser escuchada.  Sé que un cambio global (como lo entiendan), por fantasioso y genérico que suene, es indispensable para mantenernos como especie.  Sé que no hay una fórmula, que el conocimiento es una herramienta de iguales y que la pelea es contra gigantes.

Si, hay una guerra, pero está perdida mientras mantengamos el apego a necedades de zurdos y diestros, blancos y negros, ricos y pobres o buenos y malos.  Esto no se trata de aceptar, románticamente, lo que venga, al contrario, se trata de saber que la historia pesa el doble cuando al error se lo maquilla.

¡Indignémonos! Sin olvidar que estamos hechos del mismo barro.