Minuto 32. Mena pierde una gran chance frente al arco del Olmedo. Estaba solo en el área y era el gol de la tranquilidad. De manera natural mi garganta expulsó un grito de guerra, ¡Qué bobo este hijue..! Ante la palabra que la acusa inmisericorde, mi madre reacciona al instante: ¡Por qué tienes que insultar cuando ves fútbol? El reclamo es ya un lugar común. Me disculpo y continúo en mi juego.

Como siempre, su pedido nunca tiene respuesta, porque las razones ni yo las comprendo. Es más, no intento hacerlo, solo lo asumo como dogma. Estoy convencido que "putear" a los jugadores es justo y necesario. Si no pudiera expresar frente al televisor los humores que transmite las incidencias del deporte, ¿para qué me siento a ver a 22 pendejos (perdón, lo volví a hacer) detrás de una pelota? No me imagino ver al fútbol sin "pegarse" una mala palabra, es parte del ritual, su complemento, su autonomía sintáctica.

Ver fútbol sin insultar sería como soñar sin esperanzas, sexo sin gritar, dormir sin despertar, enamorarse sin sufrir, comer sin eructar, morder sin saborear, jugar sin ganar. Es ir al parque de diversiones y no subirse a la montaña rusa, es no poner el árbol en Navidad, Año Nuevo sin año viejo, graduación sin borrachera, borrachera sin chuchaqui y chuchaqui sin encebollado. Sería como manejar en carretera sin música, o un arroz con menestra sin carne. Es como leer sin reflexión, besar sin lengua, escribir sin lujuria, caminar sin las piernas o volar sin alas. Una peli de Rambo sin balas, una canción de Britney con sentido, un poema de Neruda sin amor.

No hay mejor antiestrés que insultar viendo fútbol. Si no lo han hecho, créanme, es fascinante. Cada recordatorio de la señora madre del jugador es como un escape de la rutina diaria. El árbitro no se queda atrás. Un anecdotario completo sobre el origen dudoso del réferi es actividad de recreación y un aporte de creatividad. Hasta los jugadores sienten la necesidad de insultarlos como terapia medicinal. Cuando el ministro pidió su déjame putearlo nada más, era como parte del algún tratamiento homeópata, seguro.

Esto tampoco es cuestión de malos modales o una educación incipiente. El pésimo vocabulario en el rey de los deportes rebasa la barrera del bien o el mal. O maldice o glorifica. Durante el vía crucis de Emelec en la final del año pasado, por cada metida de pata salía de mi garganta casi guturalmente una puteada efervescente. En mi casa soportaron todo un arsenal de groserías hasta la clasificación azul.

Pero en el instante final, en el momento del último suspiro, cuando los latidos se detienen y parecen acompañar el sentido del balón, la respuesta fue la misma. Y Quiroz la tomó frente al arco, tan sólo la empujó y el pueblo deliró ¡Gooooooooolllll hijueputa!!!!!

Fue mi bendición para los muchachos, mi agradecimiento a su esfuerzo, a sus ganas, a sus huevos… No podía ser de otra manera, si los acompañé con mis insultos durante todo el campeonato y dio resultado, ¿por qué negarles la última palabrota cuando la victoria era nuestra?

La victoria fue nuestra pero el campeonato no. El dolor, dirigentes, técnicos y jugadores pasan, pero lo puteado no lo quita nadie. Este año, otra vez, vamos por la corona.

El pasado sábado, la sábana de groserías adornó la noche con cada pincelada o burrada de los azules. Tanto "alentar" a los muchachos tuvo sus frutos al final del juego, con dos goles más. Nadie le quita de la cabeza al fanático que la arenga llena de sapos y culebras llegó hasta los jugadores. El resultado es un premio conjunto a la entrega del equipo, la táctica del entrenador, y las puteadas de los hinchas.

¿Quieren fútbol sin insultar?

Se ve que no conocen al Tano Pasman…