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Fotografía de Zero2Cool_DE bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0. Sin cambios. 

N.del E.: Esta es la traducción al castellano de The End of the World

 

Era un hermoso día de primavera cuando mi padre y yo (que tenía once años) subimos la pequeña colina que estaba justo detrás de nuestro pueblo. El sol pegaba y nos hacía sudar. Parados sobre la cima de la colina, disfrutábamos el paisaje: pueblos y plantaciones de papas. Recuerdo haber girado mi cabeza y ver una línea de árboles, verdes y altos que formaban el horizonte.»¿Qué hay detrás de esos árboles?» pregunté, apuntando hacia el oeste.

—Es el fin del mundo —respondió mi padre— como nosotros lo conocemos.

Tuve que tragar espeso. El fin del mundo. Eso se supone que es algo enorme y peligroso. Había escuchado de él en cuentos de hadas. Un lugar donde al que los héroes iban para probarse a sí mismos. Y estaba ahí ¿Justo al lado al pueblo en el que yo vivía? Era algo que no podía creer del todo y que, sin embargo, era cierto.

Por supuesto, eso nunca sucedió. Pero en mi memoria, o en la de alguien más, pudo haber sucedido. Alguien, creo que fue Gabriel García Márquez, dijo una vez que no importa lo que realmente sucedió. Importa lo que recordamos y cómo lo contamos.

Por eso voy a contar la historia de ese preciso otoño de 1989. Juro que cada palabra sobre él aquí es cierta, porque es como lo recuerdo. Vivía en Alemania del este, cerca del fin del mundo. Y lo digo en el sentido verdadero de la palabra. No como cuando uno es pequeño y el mundo termina en la puerta del patio o apenas detrás de un arenero.

Esta era el fin del mundo. Nadie a quien yo conociese, ni siquiera mi padre había lo había cruzado.

Éramos una pequeña familia feliz. Mis padres, mi hermano y yo. Nunca tuvimos hambre, siempre tuvimos qué vestir y, honestamente, eso es mucha más de lo que mucha gente llega a tener en toda su vida.

Sin embargo, aunque no de repente, sino más bien paulatinamente, algo cambió. Cuando uno es un niño, no sigue las noticias o comprende completmanete qué sucede en el mundo que lo rodea. Peor aún había algo ahí que parecía cierto. Uno puede enamorarse del sufrimiento y llamarlo cambio, pero eso sería demasiado. Era más como un susurro en los árboles, voces en el caudal de un río. Voces que no podía entender pero sabía que decían algo importante. Crecían rumores sobre padres que habían dejado a sus hijos en casa y huido hacia Hungría y Checoslovaquia y de ahí hacia la Alemania del Oeste.

Todo sonaba como las primeras burbujas del agua cuando hierve, lentamente encontrando su camino hacia la superficie. Y si te fijas en el agua, hay más burbujas formándose: primero unas pequeñas, que se van haciendo más y más grandes a medida que pasa el tiempo.

El agua hirviente es algo peligroso, así que, como a cualquier niño, me alejaron de ella, para que no me quemase. Eso por eso que no sé cómo y cuando pasó. Solo noté que algo había cambiado, de la noche a la mañana. Recuerdo la fila de carros sobre la calle principal de nuestro pueblo, formando el primer embotellamiento de tráfico que había visto en mi vida. Estaban en una fila preciosa, apuntando sus trompas hacia el Oeste. Todos esperaban cruzar la frontera alemana-alemana, que había sido abierta recientemente. La frontera estaba a más de diez kilómetros del pueblo y no habían tantos carros como los hay hoy en lo que fue la Alemania del Este.

Unos días después, mi mamá y mi abuela tuvieron la idea de ir en bicicleta a la Alemania Occidental, ya que no estaba tan lejos. Decidieron llevarme con ellas. Hasta entonces sólo había escuchado rumores sobre el país misterioso justo en nuestro dintel, que se suponía era tan diferente al nuestro. Había escuchado sobre el chocolate y los juguetes y otras cosas que hicieron que el ir hacia allá me emocionase.

Condujimos. Seguramente fue uno de esos escasos días soleados de noviembre. Subimos la colina y bajamos la colina pasando los pueblos vecinos. Pasamos los perros guardianes de los viejos días, hoy encerrados en una jaula, aún ladraban estruendosamente. Luego pasamos el punto fronterizo donde revisaron nuestros pasaportes y avanzamos hasta la gran torre de vigilancia de Amon Sul (al menos así lo sentí, o mejor dicho, así lo siento hasta hoy).

Conduje mi bicicleta hasta la cima del fin del mundo para darme cuenta que al final de este mundo lo que había era apenas el comienzo de otro.

Finalmente, llegamos a destino: el primer pueblo en la Alemania Occidental, o allá como era más frecuente decirle por aquellos días.

Me detuve ahí, con las piernas aún temblorosas por la pedaleada y miré a mi alrededor. Debo admitirlo: quedé, sinceramente, impactado y decepcionado. Este pueblo tenía (y áun tiene) tres casas, una granja y una parada de camiones. Pensé: «Bueno, ¿éste es el famoso Oeste del que todo el mundo está haciendo una gran alharaca? «¡Sencillamente no podía creerlo!

Pedaleamos de vuelta. Fue —lo juro— la pedaleada más dura que jamás tuve en mi vida. Aún no sé si fue porque estaba exhausto o por la decepción. Tal vez ambos.

Durante el transcurso de ese y el siguiente año, un par de viejos que andaban de traje y vivían las grandes ciudades decidieron que era el fin de mi país. El fin del mundo en el que yo había crecido. Aún así, tomaría aún años para que la vida en ambos países pudiesen parecerse entre sí.

Esa es la historia del fin del mundo.

La pregunta final es ¿me siento bien? Creo que sí. A pesar de que ser un Ossi tenga un sabor extraño para cierta gente, puedo decir que estoy, hasta cierto punto, orgulloso de serlo. Es parte de lo queme define. Fue mi gente, la gente de Leipzig, Dresden y Berlín del Este quienes tiraron el muro abajo. No las de Hamburgo, Múnich o Frankfurt. Fue una revolución pacífica en la que no se derramó, en ningún momento, una gota de sangre. Ver al mundo árabe del presente hace que me sienta aún más orgulloso de aquello. No estoy seguro, sin embargo, qué tanto me gusta el sistema político actual: la democracia parece ser un proceso lento y, a veces, seco. Pero no importa cuán bueno o malo pensemos que el sistema político actual es: sin duda es mejor que el que teníamos en el Este.

Bajada

¿Por qué se decepciona un niño de la Alemania del Este cuando visita, por primera vez, ese mito llamado Oeste?