A la buena memoria: cuando se trataba de una persona afín al ideario político de quienes hacen opinión pública en esta ciudad (persona no se ahorraba el uso de términos como psicópata, asesino, corrompidos, cobardes, protervos, miserables, indecentes, aniñados, prostitutas, payaso, pantalones -falta de, por supuesto-, comunistas, atracadores, sinvergüenzas, canallas, entre otras) el discurso ofensivo no les comportaba ninguna critica (o incluso, para una figura de la política contemporánea, en lo que constituye -según Freud- un tránsito hacia la civilización -ver acá, min. 5:03-7:05-, esto es, en la diferencia que existe entre la agresión física y el discurso ofensivo, hay personas, como el subdirector de diario Expreso, Jorge Vivanco, que no dudan en justificar la agresión física como un acto “con vehemencia –como debe ser” -ver acá). Pero eso sí, cuando se trata de una persona contraria al ideario político de quienes hacen opinión pública en los medios tradicionales, el discurso ofensivo sí es reprochable, hipersensiblemente reprochable. Deberían tener al menos, si van a exhibir esta cuota de moralismo, la valentía de ser coherentes.
Pero mejor haríamos en abandonar esa cuota de moralismo y aceptar, venga de quien venga, políticos de derecha o de izquierda, el discurso ofensivo. El derecho a la libertad de expresión que ampara el discurso ofensivo no es, por supuesto, absoluto y hay que situarlo en un contexto en el que resulte admisible. Lo primero que habría que decir a este respecto, es que ese contexto excluye el discurso ofensivo que se dirija a una persona particular que no se haya involucrado de manera voluntaria en asuntos de interés público, la que no tiene ninguna obligación de soportar esa afectación a su reputación. Por el contrario, los funcionarios públicos o las personas públicas o particulares que se hayan expuesto de manera voluntaria en asuntos de interés público tienen la obligación de soportar el discurso ofensivo que contra ellos se emita porque “la libertad de expresión debe garantizarse no sólo en cuanto a la difusión de ideas e informaciones recibidas favorablemente o consideradas indiferentes, sino también en cuanto a las que ofenden, chocan, inquietan, resultan ingratas o perturban al Estado o a cualquier sector de la población. Así lo exigen el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe una sociedad democrática” (ver acá, Párr. 31).
Lo segundo, es que las exigencias propias de una sociedad democrática no pueden ser absolutas, esto es, no todo discurso ofensivo, a pesar de que se dirija a funcionarios públicos o a personas públicas o particulares que se hayan expuesto de manera voluntaria en asuntos de interés público, resulta admisible. A este respecto, lo primero que habría que decir es que existen ciertos discursos que se encuentran prohibidos: así, los discursos sobre apología de la violencia, propaganda de la guerra, incitación al odio por motivos discriminatorios, incitación pública y directa al genocidio y pornografía infantil (ver acá, Párr. 21). Y lo segundo que habría que decir es que debe distinguirse entre un juicio de valor (que, como tal, no puede considerarse ni verdadero ni falso, ni tampoco someterse a prueba) y una afirmación fáctica, porque sobre esta última, puede demostrarse “la falsedad de la información” o comprobarse que se la realizó “con conocimiento o alto grado de posibilidad sobre su falsedad en el momento de la publicación” y atribuirle, en consecuencia, responsabilidad a su autor (ver acá, Párr. 47-48).
En resumidas cuentas, el discurso ofensivo en materia de asuntos de interés público (con el par de salvedades descritas) es un discurso legítimo. Lo es, porque así son las exigencias de una sociedad democrática y porque como sabiamente lo advirtió George Orwell, en el prólogo a Rebelión en la granja, si la libertad de expresión “significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír”.