Juré que estas fiestas de octubre las iba a vivir guayaquileñamente: con Fabri, mi enamorado, iríamos a ver "Mr. Juramento" en la Plaza de la Gobernación y luego nos iríamos de tarimazo salsero a la avenida Machala. Todo estaba perfectamente programado, hasta que (los imprevistos son una especie de marca registrada de todas las actividades en esta ciudad) un daño en el sistema eléctrico del escenario atrasó el inicio de la obra que estaba planificada para las ocho de la noche, de tal forma que cuando acabó, alrededor de las once, el bailongo callejero se nos había vuelto a escapar.

Habíamos coreado por hora y media las canciones de JJ: Fatalidad, Chica Linda, Nuestro Juramento; nuestras gargantas estaban algo resecas, necesitábamos una biela y un amigo nos invitó a un bingo bailable en su barrio, cosa que en el marco de las fiestas de octubre y de nuestra sed bielística, nos pareció lo más apropiado.

El barrio de nuestro amigo ya no es su barrio. Ya no vive ahí, como la mayor parte de su generación; se han casado y se han ido mudando a "mejores lugares". Sin embargo, casi todos los fines de semana, aunque no sean las fiestas de Guayaquil, ni haya un bingo bailable, vuelven al barrio, un eterno retorno a la cerveza, a los recuerdos y a la parcería.

Los límites del barrio están trazados por las imaginarias líneas de la ubicación de la casa de los panas, los conocidos, las tiendas.  Se encuentra al Sur, entre Abel Castillo, San Martín y sus calles aledañas, y está sembrado de casas modestas, pequeñas y poco pretenciosas, en las que la sala nunca es suficiente mente grande para albergar a todos los amigos, en las que las veredas no conocen el límite entre lo público y lo privado.

Llegamos alrededor de las once y media: para nuestra mala suerte el bingo se había terminado, como el tarimazo bailable. Sin embargo, en la amplia calle San Martín habían todavía algunas mesas sobre la calle y en los zaguanes con la gente del barrio, la que vive o vivía ahí, música que variaba entre la cumbia, la tecnocumbia, los pasillos, el merengue y la salsa; y cerveza, cerveza en cantidades necesarias.

Apenas llegamos nuestro buen anfitrión se puso en búsqueda de comida para nosotros. Quince minutos después nos sentó en una mesa y nos puso delante una cuasi-lavacara de plástico naranja llena hasta casi el tope de arroz con menestra, pollo a la brasa y chifles; nos dio, además, un plato y dos cucharas.  Debo decir, en mi contra y para mi vergüenza, que no comprendo las bondades de comer con cuchara otra cosa que no sea sopa y que los huesos en el pollo son un problema técnico para mí. Pero ése no era el momento para sacar a flote mis remilgos de niña malcriada, así que pusimos las presas en el plato y revolvimos todo el arroz con menestra en la lavacara.  Resumiendo, que agarré el pollo con la mano y comí a grandes cucharadas el moro improvisado junto con los chifles con una satisfacción y un placer que jamás podría reproducir con palabras.

Terminada la parte gastronómica del recorrido, fuimos a lo que habíamos ido: tomar cerveza. Los asientos eran bancos blancos de pycca, chancletas de pilsener y una mesa de madera un poco destartalada que antes había servido para jugar bingo, sobre el asfalto. Al principio, o las bielas se iban a comprar de 2 en 2 o de 3 en 3, hasta que alguien avisó que la tienda iba a cerrar, a eso de las 2:00 am y se compraron 2 jabas enteras.  Las bielas se compraban así porque el dueño de la tienda había arreglado su congelador de tal forma que las cervezas salían siempre a la temperatura perfecta: vestidas de novia.  Otra cosa importante, éramos aproximadamente 10 y solo se usaba un vaso, en el que se servían de dos a tres dedos de biela, se consumía (rápido para poder seguir chupando) y se lanzaba el sobrante, la espuma con un gesto decidido del brazo, el famoso latigazo. Así, en un ritual circular y maravilloso que nos hermanaba a todos alrededor de quien sostenía la botella, una especie de director del trago que a veces, si tenías suerte, se confundía y te daba hasta dos vasos seguidos.

La conversación tuvo de todo, pero giró tanto en torno a los recuerdos de infancia, la llegada de alguno al barrio, aventuras adolescentes, despedidas de soltero que rebasaban el límite de los días, lunas de miel grupales y un sentido de pertenencia y de identidad con esas calles y con esa familia formada a punta de costumbres y cercanías, que llegué a sentirme una verdadera extranjera.  En medio de estas confesiones y relatos, cruzaba hasta nuestro grupo una señora del zaguán de enfrente, de donde provenía la música, para sacar a bailar en la vereda a alguno de estos aburridos que solo hablaban, con el único fin de celebrar; a esas horas ya nadie estaba seguro qué.

Se acabaron las jabas y aprovechamos ese minuto para llamar un taxi, estábamos agotados.  Cuando llegó nuestro carro nos dimos cuenta que llegaban dos panitas con dos jabas más… todas vestidas de novia.