Guayaquil pega. Pega como boxeador. Y como boxeador, sabe pegar cuando más duele. No en el primer round, sino cuando crees que la tienes ganada. Y ya, como boxeador veterano, es un poco inclemente con los noveles.
Recuerdo bien el día en que vine a vivir acá. En realidad, recuerdo bien sólo el momento de la partida. Era el 3 de septiembre de 2006. Tenía 18 años y la cabeza apoyada en la ventana del Rutas Orenses que me arrancaría definitivamente de mi Machala Town (que dicen avanza contigo) para dejarme en este Guayakill City (dicen que más ciudad).
Sonreía. Era otro viaje. Como siempre, cuando venía a visitar a mis primos. No iba a ser tan malo. Ya más o menos conocía los lugares por los que me movería: Urdesa, Miraflores, el Centro. Estudiaría nada más dos horas diarias de una clase de inglés medio mustia en el CEN y el resto serían vacaciones. Piece of cake. Entonces el bus partió y fue ahí cuando me di verdadera cuenta de que atrás estaban quedando mis viejos, mi abuela, mi hermanita, mi high school sweetheart, mis amigos, mi gata, mis perros y una lista interminable de «mis» que me había costado dos décadas cosechar. Me entregué a ese llanto en mute que no permite dormir. Ese que es de los peores, de aquellos que sabes que nadie te va a escuchar.
Y ese «nadie te va a escuchar» es una frase que pega, como boxeador, para describir esta ciudad socialcristiana, donde las puertas de los parques están cerradas para conservar las estatuas de personalidades como las del Chino Nebot Velasco; donde sentarse en flor de loto sobre la banca de una plaza está prohibido porque, «esto no es público, esto es turismo», como atinó a decirle un metropolitano a un par de amigas en alguna ocasión; donde la danza neoliberal está a la orden del día; donde los desnudos en una obra de arte son calificados como pornografía. Donde, donde, donde.
Es curioso, es divertido, ver en el centro mismo del Malecón, lugar iconográfico por excelencia de la ciudad, la estatua en la que Bolívar y San Martín se toman las manos y se miran con deseo, al tiempo que Melvin escribe que Bolívar era un militar artero en la que es su historia propia, en su historia municipal, en su historia separatista, en su historia que clama por un Guayaquil in the pendiente. Eso es Guayaquil, un «oxímoron conceptual», que vale bien el pleonasmo.
Antes de salir para acá, miraba a mis viejos por la ventana y me despedía con la mano. Tanto tiempo demoró el carro en salir, que llegamos ineluctablemente a ese momento incómodo en que seguir despidiéndome era ya un gesto ridículo. Tan ridículo como aferrarme a mi terruño.
Había alcanzado la mayoría de edad y tenía que crecer, tenía que separarme, como anhela esta autonomía guayaca. Porque crecer es siempre amar un poco menos.
Sabía mal que bien con qué me iba a encontrar por acá: cuando tenía 8 años, leí en Vistazo que Guayaquil era la ciudad más peligrosa del país. Y Vistazo se preocupaba de mantener el discurso anticentralista y dejar claro que toda la vida había sido igual, la ciudad más peligrosa del país. En 1996, había, fijo, un asesinato por día. Esa idea me aterrorizaba un poco. Pero la vida es así, con muertes en el camino. Y si la delincuencia te toca la puerta, a veces no queda más que abrir.
Una de las cosas que me enseñó esta ciudad es que, si corres con suerte, un asalto bien puede ser divertido.
Pocos meses después de llegar, comprendí que el cliché de la «gran ciudad» es más o menos cierto. No es tan fácil fraguarte un favor. La gente en la calle no es cortés, porque no confía. Son pocos los que se paran a dar una dirección. Y para esos menesteres, empecé a recurrir al viejo truco de abordar a aquellos que no podían huir de mí. Más de un viejito pegó un respingo cuando le preguntaba dónde quedaba una calle.
En ese andar errante, decidí conocer mejor la ciudad recorriéndola a pie.
Y descubrí que Guayaquil es rica, si vives de paseo por la Regeneración Urbana. Me gustaba ese aire de oficina. Por supuesto, desconocía lo que es sentarse en una. Caminaba todos los días por el Centro hasta llegar a la Librería Nuevos Horizontes, en la 6 de Marzo, donde una novela cuesta dos dólares, y si andas chiro, puedes llevarte una SoHo manoseada por $1.
Eran tiempos en que no sabía qué hacer con mi vida, e ir a la U era para divertirse, encontrar a amigos del colegio, cazar chupas en casas peluconas que no costaran ni un centavo y ver niñas bonitas. En medio de esa nada existencial, inicié mi carrera, y fui conociendo gente y lugares que me presentaron a la ciudad que detesto. El del discurso del dólar, el de la Metrovía, el del orgullo separatista, el del «Si es con Guayaquil es conmigo», a la que no está de más agregarle, entre paréntesis por supuesto, un («y peor si no eres de aquí»).
Llegué en los tiempos en que la Revolución Ciudadana recién se asentaba en Ecuador. Y en ese discurrir efervescente, donde las palabras se cruzaban de mil formas distintas para llamar a una sola cosa, me encontré con lo que más amo de esta ciudad: los nichos outsiders. Los llamo así a falta de una palabra mejor. Hablar de círculos intelectuales es muy pretencioso. Sólo es gente que piensa distinto. Aquí, a diferencia de la ingenua Machala, hay de esos por montones, muchos más de lo que uno espera de una ciudad que se dedica a repartir postales que portan verdades maquilladas.
Es esa gente que dice que aquí no hay ciudad, la que la convierte en eso mismo, en una ciudad, un lugar habitable.
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José Miguel Cabrera Kožíšek