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Existen dos puntos que siempre me han llamado la atención, a propósito del proceso de Regeneración Urbana puesto en marcha por el Municipio de Guayaquil: a) la (re)producción de sujetos despolitizados y b) el aniquilamiento del espacio público.

Hace unas semanas conversé, vía twitter, sobre los rasgos de dicho proceso: infantilizar a los ciudadanos, intentando sustraerles toda capacidad crítica, con miras a su despolitización; esto, mientras con-viven en espacios públicos que se han ido privatizando paulatinamente. Cuestión que ejemplificó el director de Cultura de la ciudad, Melvin Hoyos, cuando dijo que se prohibirían determinadas obras artísticas en el Salón de Julio, dado que “no todos están en la capacidad de decodificar algunos mensajes”. El tema en general ha sido abordado por Xavier Andrade de manera muy completa; y cuyos aportes son imprescindibles para el debate de lo público. Pero quizás sea útil intentar (y reforzar) otra mirada, dados los últimos (y lamentables) sucesos acaecidos en la urbe: los muros pintados de gris por parte del Municipio. Se vuelve necesario indagar en el elemento transversal que atraviesa a ese hecho específico, de manera que el debate no se estanque ahí si se lo piensa como algo marginal.

Hace unos días salí con unos panas a tomarme unas bielas en Las Peñas, y me preguntaron mi opinión sobre los muros. Unas horas antes revisaba un documento de Bourdieu, que no se me había ocurrido relacionarlo con el tema. Cuando me preguntaron, me fue inevitable establecer un vínculo con un pasaje en particular, que reza: “nuestros gustos nos expresan o nos traicionan más que nuestros juicios”, dado que nuestros “gustos son inseparables de [nuestras] repulsiones”. La conclusión a la que llega inmediatamente Bourdieu es clave: la intolerancia estética, la aversión por estilos de vida diferentes, puede tener una violencia terrible. Y esa fue la idea que esbocé en esa conversación: no se trata simplemente del municipio pintando de gris los muros que habían sido pintados de colores. Ahí hay algo más. Se trata, ante todo, de una estética negada, así como de una estética (explícita en políticas municipales) que niega. Ya en casa, me pareció útil, como ejercicio, ubicar ese proceso de institucionalización de determinada intolerancia estética, como el componente fenoménico del proceso de Regeneración Urbana; o, dicho de otro modo, pensar a la institucionalización de la aversión por estilos de vida diferentes como fenómeno en sí; que se encuentra materializado en determinadas políticas.

Me pareció un ejercicio interesante. Así, de lo que se trataría sería de indagar y de preguntarnos por sus efectos: ¿qué implica dicha institucionalización, si la tomamos como una suerte de motor del proceso que impulsa el municipio desde hace más de 10 años? Tres puntos en concreto:

a) La elaboración de ordenanzas (como la de mayo del 2001) que regulan el color con que las viviendas deben ser pintadas en zonas regeneradas, de acuerdo a una planificación municipal; que se suma a “sanciones punitivas y pecuniarias” contra los que “atenten contra el ornato de la ciudad y las buenas costumbres de la comunidad”. Como señala Xavier Flores, dicha ordenanza “no matiza intervención alguna aunque sea artística”;

b) Formular una idea de "comportamiento y presencia adecuada" vinculada al presupuesto conservador de la “moral y las buenas costumbres” para los visitantes (asignándonos el rol de turistas de nuestra propia ciudad, dicho sea de paso) en espacios públicos manejados por fundaciones privadas (tal como rezan los carteles en las entradas del Malecón 2000, e.g.); y que, como escribe Henry Allan recogiendo un artículo de diario El Universo, como consecuencia “se prohíbe el ingreso a personas descalzas, que vistan con harapos o ropas rotas, que no se hayan bañado en varios días y de hombres sin camisa”; y,

c) El componente de violencia para que prevalezca como acción efectiva dicha institucionalización:

1) De acuerdo a un informe de Amnistía Internacional del 2001 (AMR 28/009/2001/s), “desde que el plan «Más Seguridad» se puso en práctica han aumentado las violaciones de los derechos humanos de personas por su orientación sexual o su identidad de género”. Y, más aún, “cuando la policía detiene a lesbianas, gays, bisexuales y transexuales, se los acusa de cometer un «atentado contra el decoro y las buenas costumbres» contemplados en la ley”.

2) En la publicación del Informe 2010, realizada por el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos sobre la situación de los derechos humanos en Guayaquil, se documentó el caso de Carlos Rodríguez: un comerciante informal que trabaja en un triciclo y al que le es negado el derecho al trabajo, criminalizándolo al quitarle sus herramientas y mercancías. Como resalta la publicación, su caso “describe el drama que sufre este numeroso grupo humano [977 tricicleros] por la acción de la autoridad municipal”. Rodríguez insta, en el informe, en la necesidad de que eso se revierta. Aunque, como ha dicho el abogado Nebot: “A mí no me asustan, señores cuatro informales y cuatro mamarrachos”.

3) El 17 de marzo de este año, la policía metropolitana acordonó a comerciantes informales no videntes, que trabajaban en la avenida 9 de octubre entre las calles García Avilés y Boyacá.

Uno puede elaborar una amplia lista de casos similares a los que he expuesto. Pero ese funcionamiento se visto trastocado en los últimos meses. Se han puesto en escena iniciativas como Gkillcity y LitroxMate que, a su vez, han comenzado a patearle el tablero a las medidas municipales. El mecanismo de (hiper)simulación pierde efectividad y se va resquebrajando: aquella ilusión, aquel simulacro como lógica de convivencia en las zonas regeneradas, es repelido por una realidad que simplemente no la acepta porque son incompatibles; y que queda evidenciado, por ejemplo, en el cambio de los letreros en las entradas del Malecón 2000: luego de protestas reivindicativas de los espacios públicos, se cambió de “se reserva el derecho de admisión” a “por nuestros visitantes, guarde el comportamiento y la presencia adecuada”. Y, en ese tránsito, las medidas municipales –y sus figuras, con el burgomaestre llevando el estandarte- comienzan a transformarse en su propia parodia. Aquí es útil situar a Mostacho el Facho: una emulación paródica de los rasgos autoritarios del alcalde; quien, aludido ante todo por la realidad que subyace en dicho graffiti, decidió acelerar un proceso judicial -sin tener pruebas- para buscar y sentenciar a un culpable: el dedo (y dado) apuntó a Daniel Adum. Una jugada bastante torpe y apresurada de un líder (si es que aún puede ser considerado como tal) desgastado.

El rescate, así, no es sólo de lo público sino de todos los derechos que se ven coartados ante la institucionalización de la aversión por estilos de vida diferentes. Ese es el fenómeno a enfrentar. Los últimos sucesos lo ponen en evidencia. Pero hasta que cambien, las expresiones artísticas y de protesta continúan. Al momento camino por ciertos lugares de la urbe y me encuentro con paredes pintadas de gris, donde antes había colores. En otros lugares, camino y me es inevitable recordar a Adorno cuando señalaba el “contenido de verdad” de obras que logran aprehender la realidad de condiciones sociales concretas: en este caso, un burro. Como expresión de la infinita idiocia municipal.