Imaginemos un país que se llama Desorganilandia (el nombre se lo pusieron pensando en Rawls, quien hizo una teoría de la justicia para sociedades bien organizadas, y los fundadores de Desorganilandia quisieron dejar en claro que en su tierra, esa teoría no aplica). Este país imaginario es muy raro, muy disímil al nuestro, pero a veces mirando al extranjero, aprendemos algo de nosotros mismos. Bien, les contaré algo del derecho en Desorganilandia:
En el derecho de Desorganilandia “injuriar” -es decir insultar- es delito. Sin embargo los ciudadanos de Desorganilandia insultan todo el tiempo y nadie va a la cárcel. Prácticamente a nadie en Desorganilandia se le ocurre mover el aparato judicial para meter preso al vendedor que le dijo “maricón” (lamentablemente Desorganilandia es homofóbica y sufre de estrechez de mente), o del taxista que le dijo “hijodeputa”. La gente no inicia procesos penales por estas cosas, en parte, porque iniciar un proceso judicial es algo costoso en términos de dinero y energías. Pero también por simple humanidad, pues los ciudadanos de esta tierra, por más desorganizados que estén, son humanos y piensan, “un insulto duele, pero no tanto”. Meter a alguien en una cárcel de Desorganilandia, aunque sea por 7 días, en cambio, es algo que bordea en la tortura. Meterlo por meses es destruir su vida. Es que las cárceles están tan desorganizadas como todo lo demás.
Curiosamente, los políticos de Desorganilandia se suelen olvidar de esto. Y haciendo gala de un honor muy sensible, tienden a enjuiciar penalmente a los que los injurian. Seguramente a muchos ciudadanos de Desorganilandia no se les escapa la bajeza de este acto. Cuando un político demanda a alguien por injurias abandona esa humanidad del pueblo de Desorganilandia, de no destruir la vida de otra persona por un acto insignificante. Pero los políticos dicen “la ley es la ley, y hay que hacerla cumplir, el honor no tiene precio, etc.” Hablan como si vivieran en tierras más organizadas, por decir lo menos. Y así, en contraste con los miles, millares de delitos de injurias que se cometen impunemente todos los días, cuando un político entra en la ecuación, de vez en cuando un ciudadano va preso por injurias.
Imaginémonos que en una de esas condenas excepcionales, los abogados de la parte querellante tuvieron un acercamiento exitoso con el juez y a través de dinero o influencias, lograron que este les diga, con anticipación a la decisión final, que les iba a dar la razón. De hecho, para ser más obsequioso con los abogados, el juez les autorizó para que le redacten la sentencia. Esto es considerado un beneficio pues les da a los abogados la oportunidad de lucirse adornando la sentencia con prestigiosas doctrinas que los abogados manejan y los jueces desconocen. En Desorganilandia luce muy bien citar a autores provenientes de países organizados, en particular italianos y españoles (quienes crean que Italia y España no están bien organizados es porque no conocen Desorganilandia). Entonces los abogados se van de regreso a su oficina, algo espantados por el nivel de corrupción al que se ha llegado, pero redactan la sentencia de igual forma –al fin y al cabo, si no lo hacen ellos lo hará la parte contraria- y se la pasan al juez en un dispositivo que en Desorganilandia se llama pen drive (quizás esto es lo único que Desorganilandia y Ecuador tienen en común).
Este escenario no tiene nada de raro en Desorganilandia y los abogados los saben. La sentencia es excepcional porque condenar por injurias a alguien es excepcional. Pero llevar el borrador de la sentencia al juez es el pan de cada día en la profesión. ¿Los abogados de Desorganilandia tienen la culpa por esto? Seamos laxos con ellos, digamos que sí, pero sólo conjuntamente. Un abogado solo no puede cambiar el sistema, y también tiene un deber para con su cliente de no perder el caso, para con su familia de traer comida a la casa, y no, no es tan fácil para un abogado desorganizado dedicarse a otro negocio, pues lo único que sabe hacer es ser abogado. Pero la realidad es que Desorganilandia, cada abogado, cada juez y cada funcionario jurídico tiene tras de sí una historia negra. Aunque unos la tienen más negra que otros. Y así como todos en Desorganilandia han insultado alguna vez y no han ido presos, todos sus abogados, jueces y funcionarios han delinquido y están impunes.
Las funcionaban así en Desorganilandia, pero respecto de aquella sentencia ocurrió algo siniestro. El abogado de la contraparte decidió demostrar que la sentencia había sido comprada y seguir un juicio penal contra los abogados de la parte querellante. Hipocresía dirán algunos, asumiendo que ese abogado también ha hecho cosas ilegales alguna vez -pero quizás la hipocresía está permitida cuando se trata de evitar males mayores, como por ejemplo, la tortura que involucra una estadía prolongada en las cárceles de este desafortunado país, o para poner freno una hipocresía mayor-. Realmente este no es el punto, lo siniestro es otra cosa. El momento en que se presentó esa acusación fue un punto de quebranto para el sistema jurídico de Desorganilandia. Ese fue el momento en que el sistema jurídico se miró al espejo oficialmente y pudo reconocerse como el monstruo que es. Un momento digno de ese sonido “chriiin, chriiin, chriiin” que acompaña los apuñalamientos en las películas de terror.
Esto nos ayuda a valorar el sistema jurídico del Ecuador, que no es terrorífico.