Él es el pintor que el Municipio ha marginado de sus concursos donde reina la pacatería, el rockero que jamás saldrá en Expresiones, el artista perseguido por pintar burros y decir lo que piensa en las paredes, el poeta que no encuentra editores, solo ladrones; el director/actor/bailarín que monta obras con los bolsillos vacíos, el escritor que sobrevive como empleado público trabajando de 9 a 6. Tiene que comer, es verdad, pero dentro de él hay un espíritu libre que nadie domestica, que baila, que se sienta en el suelo, que fluye como un sueño imposible. Lo identifico enseguida, y me gusta. Lo hago mi amigo, mi hermano nocturno, siento sus ojeras, sus angustias, como mías. Son las mías. Quiero arroparme con sus libros esta noche. Aplaudir su libertad, comer cangrejos en su mesa cubierta de periódicos, emborracharme mientras bebo de su vaso. Deambular junto a él por las calles, levantarle la falda a esta ciudad hipócrita, faltarle el respeto. Olerla como solo él sabe. Nadie puede leer a Guayaquil con tal certeza. Él la ha penetrado como a una mujer fiera, la ha hecho suya en madrugadas interminables.
Ella es un mar en ebullición, no se conforma, no se sienta a esperar, reclama, pide pista. No quiere tener, quiere ser. Ella no es solo un culo, es una mente que hierve. Un pájaro, a veces, perdido; otras, errante, pero con alas que saben volar sobre tormentas y dudas. Nadie la detiene, porque sabe quién es. Es una mujer, no una niña enfaldada. No le tiene miedo al mundo ni a la soledad. Solo le teme a la jaula. Ha dejado atrás la tradición, la mojigatería, la cobarde imposición de lo que sus padres quisieron para su vida. El matrimonio, el sueldo, la empresa, los hijos, la casa, la hipoteca, la seguridad, el destino aburrido de los que se acomodan. En Guayaquil es fácil acomodarse. Nada te obliga a pensar. Pero ella tiene algo adentro, quiere darse, hacerse oír, desnudarse en un escenario, en un poema, en una canción, en una simple fantasía.
Más gente como él y como ella le hacen falta a Guayaquil. Gente que no solo tenga talento, que vaya por ahí diciendo ¡mira, qué lindo escribo!, sino que tenga huevos y ovarios para hacer algo con eso. Gente que no tema enfrentarse, que trabaje en serio por lo que siempre ha soñado: un libro, un disco, una película, una exposición, un festival. Quijotes posmodernos que no se escondan en excusas y que intuyan que este es el momento de hacerlo, de despertar al dinosaurio dormido. Solo los artistas pueden hacerlo. Guayaquil necesita un sacudón, un escalofrío emocional, una lluvia con balde de sensibilidad. Esta ciudad tiene el corazón duro, y ha contribuido a endurecérselo la desigualdad. Pocos son los artistas que han llevado el arte fuera de los museos, las galerías y los teatros. Gracias por el Entepola, por el ITAE, por Jaén, por quienes han usado el arte como puente para acercarnos, para hacernos más iguales. Guayaquil no son las Peñas, Urdesa ni la Zona Rosa. Guayaquil jamás será Samborondón. Harían falta conciertos de rock en el suburbio, llevar a Bertolt Brecht a la Trinitaria, hacer exposiciones de fotos en las Malvinas. Debemos dejar de temernos unos a otros. Basta ya de cobardías.
Guayaquil debe dejar de ser la puta que se vende al que más paga. La que le abre las piernas a los empresarios, y se las cierra a los artistas. Los escritores, los músicos, los pintores, los que hacen teatro, cine, los poetas queremos, necesitamos otra ciudad. No la de antes -porque los que piensan que el pasado fue mejor viven empantanados y sin esperanza-, sino otra ciudad, una más igualitaria, donde la palabra ciudadano no excluya a nadie, y los letreros de "se reserva el derecho de admisión" en el malecón, en los parques y plazas queden como el mal recuerdo de la vergüenza de lo que algún día fuimos. Gente que permitió la desigualdad, el racismo y el maltrato. Sueño con un Guayaquil más inteligente, más tolerante y menos vulgar, donde haya festivales de música, de teatro, de arte en las calles y fiestas sin reggeatton. Y que al aire libre podamos divertirnos, todos mezclados, y sentirnos dueños del espacio público como en cualquier ciudad civilizada del mundo. Es ahora cuando no debemos bajar los brazos. Creer en lo que hacemos. Provocar y apoyar a los que provocan un cambio. La ciudad es nuestra hoja en blanco, nuestro lienzo, nuestro enorme escenario.