“Un día, el comandante se levantó y se dio cuenta que algo había cambiado. Su poder omnímodo seguía, sus seguidores fieles se mantenían, su nación aun le creía (o eso creía él) y el gigante del norte aún le temía. Más, en lo profundo, percibía que lo mas legítimo que tiene un ser humano se le moría, su propio ser…”
Hay una dicotomía absurda que gobierna lastimeramente a casi la mayoría de “power humans”. Cuando los niveles de excelencia, eficacia y solvencia superan los límites impuestos por el sistema actual, hay un desbalance simultáneo con respecto a la realidad humana que aún te mantiene pegado a tierra. Es tu cuerpo, esa energía concentrada en materia densa, la que sufre los embates de un espíritu renuente a la mortalidad a toda costa, aunque eso significa la muerte, contradictoriamente.
Y es que el fin del cuerpo es la libertad del alma, su nacimiento real. Esa esencia intangible que llevó a decenas de hombres y mujeres a ser considerados dioses por sus logros y locura, tal parece es casi imposible de contenerse en un recipiente de huesos que parece poco estable, frágil, decadente. Hay un consentimiento por parte de estos personajes históricos, histriónicos, petulantes a veces, de despojarse rápidamente de lo que les impide tocar el cielo, porque para sus planes más elevados, la humanidad les sabe a poco.
No me interesa juzgar el comportamiento, historia o legado de cada uno. Eso se presta para un sinfín de apegos, sentimentalismos y subjetividades. Lo que sí es justo reconocer que, protagonistas que marcaron momentos en diferentes ámbitos y disciplinas, abrieron su ruta hacia el “más allá” de manera abrupta, violenta, como quien lanza un plato al piso y lo hace trizas. Justo cuando su divinidad terrenal comenzaba a ser perenne, y su adoración autocastigo para cientos que soñaron ser así… solo soñaron.
Amy, Cobain, Bolívar, Jackson, Evita, Morrison, El Che, JJ, Monroe, Lennon, Best. Todos ellos espíritus libres, una amalgama de dones, con el común denominador de vidas cortas y mitos eternos. Algunos no llegaron a los 30, otros caminaron más, pero su chispa se apago mucho antes, y sin su esencia en todo esplendor, eran muertos en vida. Ellos como otros tantos que estás líneas no recuerdan, sucumbieron ante la ilusión del poder, ese elixir embriagante que para mala suerte de estos genios, la humanidad se ha encargado de hacer incompatible con ella misma. El dictamen: no puedes alcanzar la Gloria sin deshacerte de tu pobre condición de hombre, ese disfraz que por siglos y siglos, esconde nuestra forma natural divina.
No es necesario entrar en debates religiosos o místicos. La divinidad es tan simple como aceptar intrínsecamente que somos capaces de lograr (el verbo que define todo) lo que soñamos, saliendo de la sumisión enquistada en la sociedad moldeada a imagen y semejanza de la iglesia. Todos queremos ser diferentes, pero nadie dejar de ser “normal” ¿Qué rayos es eso? Muchos que cruzaron el umbral de lo común salieron de la onda reguladora de las creencias pre-establecidas, se creyeron MAS, se creyeron TOTATALES, se creyeron A SI MISMOS. Pese a ello, no lograron, per se, despojarse de la culpa autoimpuesta, de la moral envanecida del “deber ser” contra el solo “ser”. Hubo un divorcio entre lo divino y lo humano, y por eso, escogieron irse pronto de la casa.
Pero hay quienes tienen todavía la oportunidad de equilibrar la ecuación de su existencia. Chávez, genio y figura a su manera (hay un antes y después de él en la política latinoamericana), está experimentado ahora la división caucásica entre lo eterno y lo finito. La ilusión del poder convierte lo que debería ser el estado natural del hombre en un alter-ego de corta duración. Una alucinación casi siempre mediática que termina tan pronto cuando se descubre que el control sobre sí mismo (el verdadero poder) no existió nunca y cualquier tropiezo termina con la utopía del dionisiaco individuo.
Chávez, (y todos), debemos entender que el único poder que existe es asumir que cada elección que tomamos, libre y con propio consentimiento, gobierna todo lo relacionado con el cuerpo, mente y espíritu. Los desbalances en la parte física son un resultado propio del desequilibrio interno de esa triada, lo que en momentos extremos termina apagando tempranamente lumbreras que pudieron dar mucho más, para el mundo, para sí mismos.
Despojarse de la improductiva razón del poder fáctico y convertir ese sentimiento en una simple manifestación de su divinidad le entrega al hombre la capacidad de redimirse y reencontrarse con su despojada humanidad. Esa que a veces estorba pero que es necesaria, y que una vez que se acaba, no tiene otra función. La historia tiene grabados los nombres de aquellos que inmortalizaron sus huellas en el tiempo pero fueron incapaces de disfrutar de su creación al zafar rápidamente de la experiencia física.
El Comandante aún tiene posibilidades. Depende exclusivamente de él pasar o no a la lista larga de humanos que despreciaron su forma física para darle culto a una idea ambigua de lo que es poder. Ahora se observa cada día en el espejo y se enfrenta a lo único que es realmente suyo y al mismo tiempo no lo es. Tiene la batalla de las batallas: recuperarlo o perderlo para siempre.