Si me lo preguntan, ahora mismo quisiera tener un romance con Eduard Punset, no porque sea el mejor divulgador científico de nuestros días, ni siquiera por su sabia humildad, sino porque para decir lo que él dice hay que tener la cabeza muy bien conectada al instinto y la elegancia dispuesta a pasar por alto cualquier ataque armado de las filas conservadoras. Es que este señor le gritó al mundo su certeza: que si fuésemos todos iguales seguramente estaríamos muertos, dijo un día, y otro, afirmó en su programa a todo aquel que lo quisiera escuchar que antes de cualquier otra cosa nosotros no éramos otra cosa que lindos primates. Simios con estructuras culturales majestuosas, pero monos erguidos al fin y al cabo.  Y es que cuando Punset se remite a los chimpancés y nos compara con ellos, me entra un impulso poderoso de querer contarle mi formal rebeldía hacia el antropocentrismo cultural que nos acecha. Este hombre, entre programa y programa, pretende que nos dejemos de hipocresías.

Confieso que mi aceptación a lo que pretendo plantear no fue un tema progresivo y que entre gallos, cachos y medianoches mi entendimiento sobre la infidelidad apareció como un único instante de lucidez. Supe que un buen día los años que he vivido se me plantarían sin clemencia en las caderas para dejarme claro hasta dónde ha llegado el poder de su conquista y entendí, sin rodeos, la complejidad de lo que significa que cada mes yo tenga muchas más ganas cuando los óvulos fértiles anuncian que están listos; me dije entonces que la vida no me agarraría sentada con mi mejor vestido en la primera fila del lujoso y aburrido teatro de la monogamia, que jamás terminaría esclavizada para siempre en la burbuja de la norma. Decidí que como mínimo debía otorgarme un poco de dignidad hembril.

Es que a partir de no sé qué año cumplido las mujeres reconocemos que con cada compás de nuestras nalgas se exorciza un diablito minúsculo que nos vino tatuado dentro y comprendemos que al instinto materno lo atraviesa primero el instinto sexual. Desde el día en que comulgo con esa verdad, el resultado es que soy infiel con todos menos conmigo y que he puesto los cachos sin vergüenza y sin miedo.  Hablo del tema con naturalidad, se lo he contado a todos y aquí lo sostengo: la monogamia es una construcción cultural normativa que nos encasilla, que nos impone, que tiene más de código caduco que de promesa amorosa, pero sobre todo dejo claro que a estas alturas deberíamos ser honestos y salir del clóset de la monogamia romántica con carácter de urgente. Ahorrémonos mentiras. Soy infiel porque actúo por instinto y me da igual si son inocentes besos en descansos de escalera o memorables embestidas en recovecos moteleros. Les fui infiel por igual al novio de años y a los romances con derechos; fui y soy infiel sobre todo porque entiendo que no puedo guardarme para la soltería la emoción de los encuentros furtivos, la adrenalina de escabullirme en medio de la fiesta y los emocionantes contrastes de la doble vida.

Es cierto que para poner cuernos los pecaminosos nos enfrentamos a las virtudes de la propia pareja que nos recuerdan por qué los escogimos a ellos entre miles de otros, pero los beneficios crecen y alcanzan amplias dimensiones. En la cama, cuando los hombres saben a la hembra compartida, luchan colosalmente con el contrincante por perpetuar sus genes sobre los del otro y producen espermatozoides que quieren acabar con los del enemigo; así y como consecuencia de todo este despliegue de naturaleza pura, los orgasmos de ambos son dolorosamente irrepetibles.

Cuando somos honestamente infieles, las mujeres andamos por la vida más alegres, como con más ganas de todo. Nos disponemos, después de aquella comunión con lo más primario, a sacar de paseo a la razón con más elocuencia que nunca y le devolvemos el sentido humano a valores que entre cama y cama creímos perdidos. Cuidamos con más ternura a nuestros maridos, nos pegamos como nunca a ese cuerpo conocido y por semanas no queremos salir de la cama protectora. A él le tomamos la mano, le decimos nuevamente cosas al oído. En definitiva, nos re-enamoramos.  Después del sacudón volvemos a casa más ligeras. Volvemos a desear sus cuerpos y los desvestimos con una curiosidad libidinosa que se mantiene activa por días. En resumen,  cuando somos infieles volvemos al lecho más dispuestas que nunca.

He sido infiel y he bajado y subido de escalas sociales para serlo. Me escabullí en calles perdidas, igual a como lo hacen las chimpancés entre los matorrales, escondiéndose entre las ramas con sus jóvenes amantes. Yo me voy con quien me provoca, me voy por instinto, desinteresadamente y sin charlas posteriores ni cigarrillos cliché de por medio. Soy tan corporalmente infiel que si asumiera a la monogamia como una normal moral irreductible, como una condición social que no se mueve, anduviera por la vida relacionándome con los demás con una mentira en la frente y sobre todo, con las ganas explotándome con fuerza en medio de las tripas.  Somos infieles porque es nuestra naturaleza calmar al cuerpo vibrante, responder a la necesidad olfativa. Por eso propongo que subvirtamos la moral, digo que si hemos de quedarnos quietos, solo sea cuando aquel que hemos escogido permita que la monogamia nos desborde; digo que nos detengamos solo cuando finalmente querramos desear esa y no otra desnudez, en la misma cama para siempre.