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Si existieran muñecos siameses, mancos, alopécicos, miopes, con soriasis o progeria, los adoptaría, sin duda. El ser humano ha tenido, desde siempre, la tentación de crear un nuevo ser humano. En otras palabras: inventar un cuerpo nuevo. Los muñecos cumplen esa función. Son un simulacro de nuestra imagen, condenados a no envejecer y morir. Parecen individuos reducidos, disecados, tzantzas con extremidades abrazadoras. Son cascarones-cárceles que pestañean, duermen o despiertan debido a la gravedad. La tristeza es un columpio y yo apadrino los rechazados.

 

Si existieran muñecos siameses, mancos, alopécicos, miopes, con soriasis o progeria, los adoptaría, sin duda. El ser humano ha tenido, desde siempre, la tentación de crear un nuevo ser humano. En otras palabras: inventar un cuerpo nuevo. Los muñecos cumplen esa función. Son un simulacro de nuestra imagen, condenados a no envejecer y morir. Parecen individuos reducidos, disecados, tzantzas con extremidades abrazadoras. Son cascarones-cárceles que pestañean, duermen o despiertan debido a la gravedad. La tristeza es un columpio y yo apadrino los rechazados.

Muchos de ellos, son seres estructurados, como personas. El cuerpo aparente simula estar vivo. Su hechura articulada con codos, rodillas y cuello nos hacen suponer que caminan o se dispersan por la casa mientras no estamos. Se crea la paradoja entre cuerpo e imagen. Encarnan la ilusión del movimiento y nuestra miedosa negación animada de lo imposible: la confirmación de la apertura del hombre hacia el pensamiento mágico.

Las representaciones existentes solo crean insatisfacción. Por eso seguimos creando, y a la vez, abandonando los inventos -propios o ajenos- mientras envejecemos. Somos la vil representación de Víctor Frankenstein, creador del “monstruo”. Nos espantan los muñecos que aparentan estar vivos, porque nuestra sustancia puede ser traducida a imágenes falsificadas más sensibles que nosotros. La ficción es su pachamama.

La primera cirugía plástica que disimuló al ser humano fue la creación tallada de su muñeco primogénito. Buscamos reproducirnos, reaparecer. Desde la infancia, somos autores del juego de la representación. El primer acercamiento que tenemos hacia otro cuerpo, es el de nuestro muñeco/a. En la mayoría de casos, asexuado. Su Yo se replantea en el imaginario del infante que lo recrea cada vez que diseña una problemática en el juego. Compensamos la falta de realidad con lo incierto.

En el crecimiento está implícito el abandono de objetos preferidos y almohaditas. Existen padres que desaparecen por arte de magia a los feítos, ojos gachos, apestosos a baba, remachados y a los que dejaron de cantar, mear o defecar por falta de pila o desgaste. Todos estamos educados a discriminar y a olvidar. Los niños y los adultos confabulamos ficciones. Exigimos reflejarnos y el reflejo es utopía.

En casa, los muñecos se apropian de los espacios, encima y debajo de objetos. Arman una población censada por el que los aglomera. Entre ellos, forman un lugar público de secreteadera.

Nos es necesario contemplarnos en efigies, encarnarnos en similitudes pantomímicas. La experiencia corpórea se desarrolla mediante el acto de observación. ¿En qué se escudan las jugueterías para no dibujar su sexo? ¿Acaso los órganos sexuales pueden ser canalizados como imágenes independientes del cuerpo?

Un espejo nos muestra a otro igualito a nosotros, artificial, incapaz de sentir. Los muñecos son un reflejo falso de nosotros que también crean sombras. Y por ende, “su forma”, como decía Leonardo Da Vinci. Mis espantajos y yo, nos amamos con prótesis simbólicas. En las noches, por la entrada de luz, desde la ventana, sus cabezas se vuelven conos o bolondrones gigantes. Dibujamos en la pared, con mis manos hago de mascota.

Hace poco, intenté comprar uno, pero no tenía código. Insistí tanto, que me lo vendieron -entre risas- al mismo precio que una luz de Navidad. Otro día, me enamoré de una muñeca descabezada, una niña jugaba con ella. Me acerqué y le ofrecí dinero a cambio. Se puso a llorar y llamó a su madre a garganta pelada. Me sentí perversa.

La muñeca que aplaude arma la bullanguera. La que llora, pega carcajadas. La Matrioska chaparra sale de su cascarón y se pierde. Y yo me pongo absurda, nostálgica. Lidio con los simbolismos que representan mis recogidos.

Un pequeño grupo de juguetes se han adaptado a los cambios sociales antes que los seres humanos. Sin duda, son un reflejo social con capacidades súperpoderosas: enseñan valores de convivencia y ciudadanía. Si el mundo cambia, cambian los muñecos. Su diversidad es el espejo de la globalización y su intercambio.

Existen muñecos multinacionales, multirraciales, pluriculturales. La migración ha puesto en escena a niños asiáticos que comparten con afros, blancos, etc, en el patio de recreo. ¿Por qué no regalarles alguna muñeca que no sea de su color?

Otros, como Baby Down, introducen socialmente a los niños con capacidades especiales. Los Living Dead Dolls, son mis favoritos, vienen con partida de defunción, su hora e historia de fallecimiento.

A pesar de estos avances, la mayoría de muñecos representan estereotipos femeninos y masculinos. Niña = maternidad, belleza y ternura. Niño =  fortaleza, rudeza y lucha. Quizás en un futuro aparezca la colección de muñecos coleccionables GLBT, la muñeca que engorda y sonríe, los muñecos Intersex con sexo intercambiable, Transgender Dolls, Dancing Drag Queens & Kings y The Prostitute Dolls. También, la colección de los muñecos discapacitados con oficios importantes, los muñecos con enfermedades mortales, el G.I Joe que plancha y cocina con traje camuflado, el niño Rapunsel o la niña Robin Hood, en fin…

Los seres humanos no podemos estar exentos de la segregación, olvido, pérdida o abandono, peor ellos. Es lamentable que algunos defensores de Derechos Humanos tiendan a clasificar discriminatoriamente desde su rama o interés a otros grupos sociales latentes.

Si los muñecos hablaran, ¿qué huelga harían? ¿contra qué quisieran rebelarse? Quizás formarían partidos políticos y grupos sociales emergentes. Se matarían entre ellos, se celarían, amarían u odiarían con furia. Tal vez, se inventarían un nuevo género. Ellos fingen ser humanos, nosotros fingimos cualquier cosa. Son nuestra mayor simulación.

Los muñecos son acompañantes insomnes, elucubradores de sueños y pesadillas. Forman la barrera alrededor de la cama de chiquillos asustadizos. Son nuestro simulacro esquizofrénico, cambian de personalidad en cada juego. Absorben el malagüero de quién los carga y los mece. Los brazos, son su columpio imaginario, el remezón simbólico de su movilidad simbólica. En el abandono, estáticos, huecos, se refrescan con el aire que pasa por la abertura del brazo que ya no está. Son poseídos por entes que buscan casas desocupadas. Son nuestro ego nauseabundo. La representación de nuestro desastre.

Referencia: Belting Hans, 2007. “Antropología de la imagen”. Buenos Aires. Editorial Katz.

Publicado en Revista Replicante, México.