Con la vehemencia de quién monta un caballo que está a punto de partir, con ese mismo afán Brigitte se subió en mí. Sentada allí, frente a la tarima del cabaret, con sus senos subiendo y bajando sobre mi cara, yo no tuve más que seguirle la corriente… Ese momento consumaba un deseo que había tenido durante un largo tiempo: irme de putas.
…y no es que sea bisexual. Sólo soy machona, incansablemente curiosa, me gusta probar diferentes experiencias y allí estaba…
La noche prometía desde el principio. Eso lo supe desde que el Santiago, un amigo de la capital, me dijo que vendría a Guayaquil por trabajo. Luego de unas cuantas cervezas en un bar de Las Peñas, escuchando The Doors y música de los ochenta, surgió como una revelación, la idea de irnos de cabaret.
“Juniors” está ubicado sobre la Avenida de las Américas, en el centro norte de Guayaquil, frente al Estadio Modelo. Las luces de neón rojo con las que esta dibujado su nombre y su aspecto exterior, muy parecido a una bodega cualquiera, invitaban a una noche de pocos escrúpulos.
“Son 15 dólares. Barra libre, show continuo”, dijo el guardia de voz ronca, aspecto severo y atuendo negro.
Lo primero que sentí al abrir la puerta, fue un vaho de calor y humo; y el sonido de la música que se hacía más intenso según íbamos ingresando. Adentro, el olor es un elemento predominante. Algo así como una mezcla de ambientador con aroma a fresa mezclado sudor. Un olor salado, parecido al comino.
En primer plano, estaban los dos tubos donde las más de 15 chicas que trabajan en el local restregarían sus cuerpos con frenética cadencia, mientras les dure la noche.
En el lugar, las únicas “no-putas” éramos mis dos amigas y yo. Éramos además, las únicas con ropa, por lo que al entrar, y pese a la oscuridad del sitio, generamos unas cuantas miradas.
Con el ambiente encendido, envuelto en los matices turquesas, amarillos y fucsias, propios de una iluminación de discoteca, me acerqué con solvencia a la barra, abriéndome paso entre un grupo de hombres, haciendo valer mis 15 dólares consumibles para pedir mi primer whisky.
Mis amigas y yo, con trago en mano, nos sentamos al pie de la tarima, frente al escenario. Cada una de las chicas que tomaba el control del tubo era más hábil y flexible que la anterior.
Algunas, de forma recatada, sólo lo rodeaban y se enlazaban en él, deslizándose suavemente sobre el acero liso y vertical. Otras, equilibristas expertas, escalaban el tubo, valiéndose únicamente de la fuerza de sus piernas, descendiendo de cabeza, rodeando el tubo con una pirueta en el aire para volver al piso en un sensual movimiento.
No todas tenían cuerpos esculturales, pero se las arreglaban. En algunas era evidente el paso del tiempo y la carrera profesional. A varias, el traer descendencia, también les había dejado piel flácida, estrías y celulitis.
Ciertas chicas vestían apenas un diminuto panty y a otras, el trajín de la noche ya les había arrancado por completo la ropa. Aquel era un espectáculo de tetas y traseros al aire libre, moviéndose al vaivén de la música… A ratos era electro, tecno, reggaetón. También el merengue y la salsa tuvieron su oportunidad. En realidad, el género era lo de menos!
Una de ellas se soltó del tubo y a gatas se acercó a la tarima, frente a nosotras. Allí se recostó y revolcó sus carnes firmes que parecían una invitación… Y como ver y tocar no significa comprar, pues yo toqué y ella respondió. Briggitte se entusiasmó. Había hecho mi levante, al menos para mis propósitos reales.
Y así, mientras mis amigas y yo tomábamos el control de la situación, nuestros amigos permanecían con los ojos abiertos y expectantes. Estar allí era surreal.
Briggitte estaba y no estaba. Algo curioso es que ninguna de ellas mira a los ojos mientras baila, peor aún si hablamos de sentir la música. Sus cuerpos se mueven con ritmo y gracia pero sus miradas están clavadas en el suelo o su mente en Júpiter. Desconexión total.
Tener a Briggitte brincando sobre mis piernas más que excitarme, me conmovió. Acaricié su cabello y le pregunté al oído, por qué no miraba a los ojos, a lo que ella respondió un evasivo “porque no me gusta”.
Briggitte no es su nombre real. Eso me enteré después cuando por interés periodístico disfrazado de galantería, me acerqué a ella para invitarle un trago o un cigarrillo.
“No fumo ni tomo cuando trabajo”, me dijo. También me contó que tenía 25 años, tres hijos, que vivía en el sur de Guayaquil y que tenía cerca de dos años trabajando en Juniors. Si quería llevármela para continuar la plática u otras actividades, debía pagar 100 dólares y –según sus palabras- prefería ir a un hotel antes que a una casa.
Preferí evitar la pregunta de por qué hacía lo que hacía y más bien le pregunté si le gustaba ser puta. Me dijo que lo disfrutaba, pero que a veces se sentía cansada…
Y como no estarlo, pensé yo, si al menor descuido ya tenía dos o tres detrás de ella, esperando regatearla para llevarla a uno de los tres cuartos privados de los que dispone el sitio.
Es que en realidad era hermosa… Tenía cabellos de fuego que le caían lacios sobre su pecho ergido y generoso. Tenía cintura estrecha y unas largas piernas. Pesé a que la conversación con ella fluía, decidí alejarme, pues temía ahuyentarle clientes.
Durante mi breve ausencia de la tarima, mis amigas no desperdiciaron el tiempo. Una ágil y menuda morena se había encargado de distraerlas. El switch de inhibición al parecer también se les cortocircuitó, pues ellas tocaban, bailaban y disfrutaban como niños frente a una piñata.
Esa noche, mis amigas y yo salimos del lugar siendo más que amigas, cómplices de travesura y mis amigos, aún con los ojos aún cuadrados, no salian del asombro.
Quizá los lugares como estos, despiertan cosas desconocidas… es toda la lujuria contenida, las miradas lascivas, las acciones pervertidas y libertinas en un espacio público. Ahí, a ojos de todos: sin vergüenza y sin decencia. Es que a veces, ser indecente tiene su gracia.