coachella-09-paul-mccartney-4-17-091.jpg
dscn1464.jpg

Mi entrada celeste reza ocho de la noche pero como en todos los conciertos, por un consenso inventado y justificado bajo “la hora peruana” (sí, también pasa acá) se rumora que empezará más tarde, a las 9:30. Como buen inglés, un Paul McCartney de saco celeste y pantalón gris oscuro aparece en el escenario justo a esa hora. Camina con estilo, como quien bromea exagerando cada paso, haciéndose el interesante. Saluda solo con unas sonrisas completas y medias, saluda con gestos, saluda con besos volados y voltea para ver a sus músicos: un gordito mulato en la batería, la versión rubia de Aerosmith en la guitarra y en el bajo otro flaco alto de pelo envidiablemente lacio y oscuro que casi cubre sus ojos. Todos veteranos, como Paul; deben tener sus sesenta y tantos, pero conservan aquellos rostros de eterna juventud.

Los gritos –propios y ajenos-, el acelere de mi ritmo cardíaco y luego ese esperado rasgueo de una cuerda del bajo. You say yes, I say no, you say stop, and I say go go goooooooo. Gritos y más gritos. Me olvido de que debo limitarme a cantar solo en la ducha y vocifero cada estrofa de una de mis canciones predilectas de mi grupo predilecto. Se acaba y siento que puedo irme a casa satisfecha. La emoción es tal que durante los microsegundos entre canción y canción, grito. Grito porque sí y aplaudo. Aplaudo como si el sonido que produzco con mis manos hará la diferencia en el escandaloso público que, como yo, alterna entre todas las expresiones de emoción que fluyan en ese momento.

¡Yet! Y la música vuelve a producir el mismo efecto en mi sistema: brincos involuntarios, inexplicable piel de gallina y una voz que surge de la entraña. No es solo su voz, son sus gestos, sus ojos expresivos y su boca en forma de eterna u. Es simplemente él. Siento que no ha pasado ni un solo un año desde aquel Paul –en blanco y negro- con terno y corte de pelo honguito cantaba Love me do, siento eso y pienso que esas imágenes las he hecho tan mías que hablo como si conociera de siempre a este hombre que podría ser mi abuelo. Quizás lo único igual a él (además de la edad) son los tirantes que deja al descubierto cuando se saca el saco color pastel, bromeando con el público como si se tratase de un striper. La simpatía lo completa. Paul no solo es un beatle y un músico alucinante: es chistoso, agradable, simpático.

Cuando por fin hace una pausa en su repertorio y nos habla, elige las palabras precisas: “Buenas noches Perú, gracias por estar aquí. Esta noche voy a hablar un poquito de español”. Con su acento británico y su español mocho desata eufóricas reacciones en todos. Esta vez no grito sino que sonrío. Esa sonrisa involuntaria que luego se torna perceptible porque permanece en el rostro de manera indefinida. Es un gesto que termina por convertirse en tu estado natural. Sigue conversando, pero en inglés, y de nuevo intenta hablar nuestro idioma, mientras lee un papel que tiene en el piso junto al micrófono cuenta que cuando tenía 11 años aprendió en español una rima, y la comparte. No captó lo que dice en su totalidad porque lo hace rápido y confuso pero sé que habla de conejos. Él ríe. Sabe que diga lo que diga todos gritaremos, nos reiremos y lo aplaudiremos. Al menos yo sí.

Cada vez que habla, entre canción y canción, siento algo similar a la expectativa. La sonrisa sigue congelada pero no dejo de pensar qué seguirá; siempre logra sorprenderme, naturalmente. Escucho el grito que anuncia Eleanor Rigby y se me eriza la piel… sí, de nuevo. Contra todo pronóstico las personas a mi lado no la conocen o no les encanta, pero ahí estoy, gritándola, y, por primera vez, me escucho hacerlo. Los minutos pasan y las canciones de Beatles y Wings se fusionan en una perfecta armonía. Creo que el setlist ha sido elegido a mi medida. Siento un nudo en la garganta cuando la foto de George aparece en la pantalla de atrás y Paul expresa que le dedica Something a él. Las melodías lentas son necesarias especialmente si has pasado saltando y gritando quién sabe cuánto tiempo ya. El típico movimiento de lado a lado del torso invade mi rededor y me pregunto porque habrá expresiones corporales determinadas para cada tipo de música. Prefiero no moverme, me quedo quieta, con la mirada fija en los dedos de Paul que tocan su guitarra. Esta vez es una café pero hace tres canciones sacó un ukelele y hace una, su guitarra eléctrica era roja con muñecos.

Los espacios entre canciones son imperceptibles. Ahora repito (grito) la frase que representa mucho más que una canción. Cuarenta y siete mil almas nos unimos con las mismas diez palabras And all we are saying is give peace a chance. Como un himno, pierdo la cuenta del número de veces que la repito. Al mismo tiempo los brazos alzados y moviéndose de izquierda a derecha homogenizan a todo el estadio. La emoción no se acaba: Paul no lo permite. Mientras seguimos en este trance, de voz y movimiento, él se sienta en su piano y toca los primeros acorde de su próxima canción. When I found myself in time of trouble mother Mary comes to me … let it beeee. Mientras canto, observo las palabras y frases que repito y recuerdo lo hermosa que es su letra.

No me doy cuenta cuando transforma los sonidos de Let it be en algo más y comienza When you were young and your heart was an open book. La calma de la melodía es acompañada por unas cuantas voces a mi alrededor, parece que no todos quieren cantar Live and let die. Yo sí. Muy atenta al piano, siguiendo la canción, de pronto me sorprendo. Tan tan tan, tan tan tan, tan tan. El súbito cambio de velocidad en el golpe de teclas sincroniza perfectamente con un sinnúmero de fuegos artificiales lineales y delgados que se disparan por detrás del escenario y llegan al oscuro cielo. Delante de la tarima también se prenden medianas llamas que bailan al ritmo de las notas. Mi corazón se acelera.. sí, nuevamente. Mi sonrisa congelada, sí… otra vez.

Mientras grito y aplaudo y me detengo para recuperar mi fuerza y voz, dos chicos empujan en medio del escenario otro piano de colores, de los colores de Magical Mistery Tour. Paul se sienta y sin más comienza: Hey Jude… El final de la canción se convierte nuevamente en un himno. La cincuentona que tengo a mi lado, el padre de 30 con su hijo de 10 que está de frente, y la pareja de adolescentes a mi espalda cantan: Na na na nanananaaaa nanananaa Hey Jude. Repetimos embobados mientras Paul se levanta del piano y usa sus manos como baquetas de orquesta y nos dirige. “Ahora solo las mujeres”. Y, como siempre, sonidos más agudos. “Solo los hombres”. Y el ronco estruendo se escucha mucho más (a veces pienso que fingen para parecer más machos). “Ahora todos juntos”. Los gritos colectivos unifican, estoy segura que todos sienten emociones variadas pero todas desprenden feromonas.

Aprovecha que estamos en una misma sintonía y nos habla en español de nuevo. “Qué bueno está esto. Chévere”. Quizás no esté seguro de qué dice pero incrédulos todos gritamos. El ruido se vuelve ensordecedor cuando se lanza “Viva Perú ¡carajo!”. Río por ver su rostro de satisfacción al haber causado semejante sorpresa. Río por ver cómo el nombre de un país junto a una palabra que se escapa de la formalidad convencional siembra un nacionalismo efímero en los fanáticos. Tuvo su dosis de español y ahora para expresar su cansancio –ya han pasado dos horas desde que comenzó- suspira con un profundo uff. Luego grita “Uuuu” invitando a seguirlo. Lo hacemos. Sigue con “Yesss” y tiene el mismo eco. Y luego su infaltable “Auuu”. Imitamos lo que diga, qué importa, es Paul.

Tras una breve despedida abandona el escenario. Todos sabemos que volverá. No tarda y aparece con la misma energía que desde que comenzó a cantar, tocar guitarra, saltar y caminar por el escenario. Aparece también con una enorme bandera de Perú que ondea con fuerza. El nacionalismo que generó hace unos minutos resurge y se manifiesta con el intenso griterío. Los 69 años de Paul se borran cuando sonríe y bromea con muecas que se han vuelto indispensables en este encuentro. Vuelve a cantar y su voz intacta sin rasgos de cansancio tiene el mismo efecto en quienes lo escuchamos. El ritual de despedida se vuelve eterno, siento alegría y tristeza por la impermanencia del momento. Desaparece de mi vista pero sus músicos no y contra mi pronóstico, Paul regresa.

Canta Yesterday y esa repetida sensación de felicidad se apodera de mí. Ahora sí, llega el momento que nadie quiere y todos tememos. Se despide pero esta vez es de verdad. Yo no solo me quedo con mi entrada celeste que reza ocho de la noche sino con las dos horas y media que compartí con Paul.