Escrito el domingo 26 de junio de 2011.

13h30 GMT-3. La persistente migraña whiskera que me cincela el parietal derecho se hunde en mi sueño, ya desahuciado, y me obliga a despertar. Al ver la hora bendigo la migraña antes maldita, que como alarma es más efectiva que reloj y celular. Mmm, la invitación para ver el River-Belgrano es en Vicente López, apenas cruzando el límite de la ciudad autónoma de Buenos Aires y cerca, muy cerca del estadio de River Plate.

¿Será de ir? Vale, vamos; pase lo que pase, allá estaré más cerca del lugar del partido.

Un baño rápido -completo, no francés- dos Alka-Seltzer previsivamente importadas para la ocasión, unas cuantas indicaciones vía chat y ya estoy en la parada del colectivo 168 en la avenida Córdoba a la altura de Pringles, a la vuelta de ese restaurant de comida árabe al que tanto le gustaba venir a mi hermana. Sé que será un viaje largo pero más vale ahorrar el taxi de ida, así llegue algo tarde, porque al regreso, seguramente nocturno, tendré que tomar uno.

15h15. Con el partido iniciado hace varios minutos timbro a la puerta de la casa de Cinthia. Adentro me esperan dos amigos más a quienes solía ver en la barra de Racing, allá por el 2005. Sin mucha convicción uno me reclama por no traer vino mientras otra se queja con desazón: "Aghhh, van ganando estos boludos. Gol de Pavone". Debo serles totalmente franco: mi reunión es una reunión de sufridores. Todos aspiramos tres cosas: un final feliz para Belgrano de Córdoba, lágrimas colmando por igual los ojos de hinchas y jugadores millonarios y el mundo mediático golpeando y sobregolpeando el titular "River es de la B". Castigo divino.

Pero a esta altura del juego, con 75 minutos por delante y tan sólo un gol de distancia, todo indica que la aspiración de los incontables sufridores -y los contables hinchas de Belgrano- terminará esta tarde. River, además, juega radicalmente mejor y presiona con todo el arco Pirata.

Acá la gente está callada. De cuando en cuando una puteada al árbitro o a algún jugador de Belgrano rompe el silencio del living. El mutismo acaba de golpe cuando Farré aprovecha el terrible error de la defensa de River y marca el uno a uno. En las imágenes de TV contrastan la emoción de la tribuna de Belgrano con la tristeza absoluta en la platea de River Plate. Cuando minutos después el arquero de Belgrano, Juan Carlos Olave, ataja un decisivo penal a Pavone, las imágenes son desoladoras. En adelante será todo dolor y descontrol. Junto con River, descienden la racionalidad y la cordura de miles de personas.

La identidad, sabemos, se construye desde el sentido de pertenencia a distintos órdenes y manifestaciones sociales y culturales. En la Argentina, la pertenencia a un equipo de fútbol ocupa un lugar sustancial en la construcción de esa identidad.

Hoy, domingo 26 de junio de 2011, en muchísimos casos, la identidad futbolística simple y llanamente devoró a las demás identidades, les sacó tarjeta roja hasta la próxima fecha y se apropió de toda la cancha.

Desde la locura desatada después en el propio Estadio -que obligó a terminar el partido cuando restaban aún unos minutos- y los violentos incidentes en las calles cercanas, pasando por la discusión del descenso de River y sus repercusiones durante el resto de la noche en todos los canales de cable y TV, o el inevitable aumento del ausentismo escolar y laboral al día siguiente, el fútbol se coló en todos los aspectos de la vida en Argentina. El fútbol como motor vital. El fútbol como desahogo. El fútbol también a veces como guerra, en lo simbólico y en lo material.

Y hace apenas un momento me sentía en el ilegítimo bando de los victoriosos, pienso, embotellado en el tráfico causado por los incidentes fuera del estadio de River, mientras el karma ajusta merecidas cuentas conmigo.

Sí, sólo es fútbol. Es pasión, es alegría, es fraternidad. Es agresión, es estupidez y es deshumanización.

A este fútbol, le digo lo mismo que al taxista: "Aquí me bajo yo".