A mediados de la década de los sesenta, Greg F. vivía en un templo Hare Krishna donde creían que era un gran iluminado. Su abstracción –que podía durar días enteros– lo llevaba a no demostrar emociones, ni hablar con los demás, y a ver una intensa luz que le ocupaba casi toda la mirada. En realidad, Greg tenía un gran tumor en la base del cerebro, que le fue extirpado en una operación que dejó –según los médicos– un daño irreversible: su mente se detuvo en 1970. Después de ese año, era incapaz de adquirir y almacenar información. El neurólogo Oliver Sacks se interesó por su caso, centrándose en la afición de Greg por la banda de rock The Greatful Dead. Sacks descubrió que Greg no solo recordaba los nombres de sus integrantes, sino también las letras de todas sus canciones, y los conciertos a los que asistió. A partir de la punta de ese ovillo de la memoria, Greg aprendió canciones nuevas, y por lo tanto, logró almacenar nuevos recuerdos. Una canción llega a tantos rincones de nuestro cerebro que, simultáneamente, activa áreas que no utilizamos durante otras actividades. La música provoca respuestas cognitivas, físicas y emocionales de las cuales muchas veces no estamos conscientes. La música va más allá de nuestros oídos.

La percepción musical –es decir, la manera en que distinguimos tonos, armonías, timbres, dinámicas, y ritmos– ocurre apenas comienza una canción. Las primeras etapas de la audición (a nivel neurológico) y la percepción musical ocurren en las cortezas auditivas ubicadas en los lóbulos temporales, a la altura de nuestros oídos. Es tan rápido que en pocos segundos podemos determinar si una pieza musical nos gusta o no, e incluso crear asociaciones con ella: qué nos recuerda, a qué se parece, y si la hemos escuchado antes. El hipocampo, ubicado dentro del lóbulo temporal, es, en gran parte, responsable de nuestra memoria musical. Ahí están almacenadas nuestras experiencias musicales y el contexto dentro del cual las vivimos: gracias al hipocampo y sus asociaciones con la memoria, una persona que ha perdido la comunicación verbal por un desorden neurológico es capaz de cantar hasta la última palabra de una canción que le resulta familiar.

Es por eso que dentro de las funciones cognitivas que despierta la música podemos incluir al lenguaje, ya que este también requiere de entendimiento y asociaciones. El área cerebral de Wernicke procesa el lenguaje expresivo y receptivo y nos hace entender el significado de las palabras, y se activa mientras cantamos letras de canciones. Está conectada con el área de Broca, que se encarga de la articulación de las palabras, algo que es indispensable al cantar.

Cada uno de los movimientos que realizamos durante actividades musicales tiene un proceso. El simple hecho de mover el pie o golpear la mesa al ritmo de una canción implica que nuestro cerebelo es parte de la experiencia. El cerebelo tiene varias funciones, y una de ellas es regular la fluidez de los movimientos automáticos o involuntarios. Es el que se encarga de que no tengamos que pensar cada vez que damos un paso al caminar o planear cuántas veces pestañeamos al día. Lo mismo sucede cuando nuestro cuerpo se mueve con la música “sin darnos cuenta”.

A diferencia del golpe de mesa, los movimientos voluntarios o planeados que realizamos involucran otra región del cerebro. La corteza motora primaria está ubicada en la parte posterior del lóbulo frontal y se encarga de los movimientos más pensados, por ejemplo, bailar. Regiones adyacentes integran las señales que reciben al percibir la música y la corteza motora envía estos impulsos neuronales para activar los músculos y así generar movimientos. Cuando Gloria Estefan dice que su cuerpo pide salsa, la corteza motora suplementaria se encarga de planear la secuencia y coordinación de ese pedido.

Tocar instrumentos también involucra a la corteza motora, pero en este caso, esta trabaja en conjunto con áreas adicionales. Aparte de contar con la coordinación motora para hacerlo, cuando presionamos la tecla de un piano o la cuerda de una guitarra estamos utilizando nuestro tacto. La corteza sensorial nos brinda la percepción táctil para darnos cuenta si es la tecla o la cuerda correcta. Para procesar esta información y planear el siguiente acorde o melodía que vamos a tocar necesitamos al lóbulo frontal, que se encarga del comportamiento y el flujo de pensamiento. Por último, podemos incluir a la corteza visual en esta actividad. Está en el lóbulo occipital, en la parte posterior de la cabeza, y es la que participa en la lectura de las partituras para traducirlas en música, en caso de tocar una pieza preparada. Cuando un violinista de orquesta toca la Novena Sinfonía de Beethoven, utiliza primero la corteza visual para interpretar las notas que lee en la partitura y poder tocarlas en su instrumento. El planificar en qué momento hacerlo es responsabilidad del lóbulo frontal, y la agilidad para tocarlas es trabajo de la corteza motora.

El factor común que nos une a vivir la música sin importar estilos, culturas, ni temáticas es la manera en que nos hace sentir. La música es una de las prácticas más naturales para el ser humano, y por esto está tan estrechamente ligada a las emociones. Las estructuras cerebrales más primitivas son las que están inmersas en el proceso de las emociones.

El cerebelo y el sistema límbico son parte de ellas. En el sistema límbico se incluye el hipocampo (responsable de la memoria) y la amígdala cerebral. La conexión entre estas estructuras es, posiblemente, la que nos permite sentir emociones fuertes provocadas por recuerdos específicos. El núcleo accumbens se encarga de la sensación de placer. Esto implica que está relacionado con los mecanismos de recompensa. Es decir, determina que algo nos gusta y, por ende, queremos repetir la actividad. Esto no necesariamente sucede por asociación a memorias ya existentes, sino que funciona en nuevas experiencias. En la música sucede al sentir que una canción nos gusta y queremos escucharla de nuevo. El neurotransmisor principal en esta parte del cerebro es la dopamina, comúnmente conocida como “la hormona de la felicidad”. Se ha comprobado que el consumo de ciertas drogas aumenta la secreción de esta hormona, y esta es una de las causas de la adicción. Ya tenemos una razón válida –y pasada por el rigor de la ciencia– para afirmar que somos adictos a la música.

Ninguna región o estructura cerebral es completamente exclusiva a una función determinada. El cerebro es un órgano simétrico muy complejo que, aparte de contar con cien billones de neuronas, tiene una propiedad llamada neuroplasticidad que lo vuelve adaptable a distintas circunstancias. Esto significa que la función de las regiones puede ser temporal y que varias estructuras pueden cumplir una misma función en caso de emergencia. La música estimula tantas de estas regiones que es capaz de activar al cerebro como un todo, desencadenando asociaciones cognitivas, físicas y emocionales que nos alegran, entristecen o hacen volver al pasado, sin tener que dar un paso, o pronunciar palabra alguna, porque, en realidad, todo sucede en nuestra cabeza.