Cuando entras a La Picantería te recibe Cristo. En realidad, es una cruz de palo que tiene una luna y un sol a derecha e izquierda del rostro doliente de Jesús, escapularios, rosarios, un ramo de flores y unos cirios de colores encendidos. Es una imagen muy chicha  —que podría traducirse del peruano como kitsch— que no sé por qué está ahí. No quise averiguarlo cuando llegué: preferí tomarlo como un amuleto para la buena mesa. Dos horas y media —una causa de sardinas, un ceviche de pato (sí de pato), otro de chita, una jalea de ese mismo pescado, un arroz norteño, una leche de tigre de resurrección, y  una crema volteada— después, la profecía se había cumplido más allá de los pobres límites de la fe sin preguntas que profesábamos cuatro comensales: dos locales y dos visitantes. Ocho horas más tarde — cuando escribo este texto— en la boca llevo aún el sabor de La Picantería. Calculo que mañana, cuando vuelva a leerlo, antes del desayuno, esa memoria papilar seguirá ahí.
Cuando entras a La Picantería estás entrando –en teoría– a un huarique. Un huarique  en Perú es una fonda popular, de banquitos sin espaldar, platos de latón blanco y manteles plásticos que cubren las mesas largas que uno comparte con los demás comensales. Es lo que en el Ecuador se conoce como una hueca. Huarique viene del quechua —algunos la escriben, con más precisión, con una doble w inicial— y, según el inefable diccionario de la inefable RAE, significa escondrijo. La lingüista peruana Martha Hildebrandt explica que wa significa “lo que no se conoce, o está oculto” y rique —derivada de rocqro—, “guiso”. Es —se supone— una suerte de speakeasy incaico, donde solo llegan los que conocen el secreto.
Cuando entras a La Picantería se cumple el ritual de lo oculto. El letrero que lo identifica es apenas visible.  Tiene escrito el nombre y su lema Pa que piques y te rías. Y te vas a reír. De la emoción. Del placer. Del ya no me entra un bocado más de chita pero quiero seguir comiendo. Un señor de corbata te abre una puerta que está con seguro, y desde ahí sospechas que este es un huarique demasiado simétrico, de una estética elaborada, que mantiene en su cocina el espíritu de escondite callejero que tienen los huariques de generación espontánea. Porque, una vez adentro, el local —un hermoso pastiche de colores y materiales— te das cuenta que La Picantería es la superproducción de un huarique. Es el concepto elevado a su mejor expresión: cómodo, buena atención, limpio, pintoresco —preciso para un festín popular. Al salir de vuelta a las calles de Surquillo, el distrito limeño —descrito como “más o menos peligroso” por nuestras anfitrionas— donde está La Picantería, uno piensa que es posible toparse con Pantagruel, haciendo cola para entrar.
Cuando entras a La Picantería una amable señorita te dice que es posible que no haya mesas hasta una hora y cuarto más. A la derecha, hay un pequeño bar que sirve de purgatorio, donde uno aguarda el llamado. Te tomas unas cervezas —o unos piscos con maracuyá— mientras vas pidiendo. Así, la espera se vuelve indolora. Luego te avisan que la mesa está puesta y te sientas al lado de desconocidos, y las conversaciones se superponen. “Ustedes son unos sibaritas de verdad”,  nos dijo un vecino.
Cuando entras a la Picantería te enteras quién está detrás del huarique súperproducido (al punto que fue motivo de discordia si considerarlo huarique o no): Héctor Solís. “Uno de los héroes de la cocina de este país”, me dijo una amiga mientras llegábamos al sitio. Tiene uno de los restaurantes más refinados de Lima —se llama Fiesta—, pero quiso abrir uno que conservara las tradiciones de la mesa de su ciudad natal, Chiclayo, en el norte peruano, donde su papá abrió el primer Fiesta. Así nació este huarique que no es huarique, que es todo esmero y cuidado. Cuando empieza a llegar la comida, es cuando más te sientes en un huarique de verdad. Y eso es lo que importa —o debería importar— en una fonda: que los platos mantengan el sabor original, la frescura de los productos, sin todas las cosas que las apologías del tercer mundo suelen dictar qué hace un buen huarique (o hueca, o fonda, o como le digan en su país): que si está sucio, es más rico; que si atiende una señora sudada que con una mano cobra y otra mueve la olla, mejor; que no importa la incomodidad, porque es parte de la experiencia. No. La comida es siempre mejor cuando todo está bien lavado, te sonríen mientras te toman la orden y te sientes como en casa.
Cuando entras a La Picantería ya debes tener una peregrinación delineada. Es mejor si vas con alguien que conozca la carta. Pero esto que aquí anoto es un recorrido de fe más que auspicioso (para cuatro personas). Se puede empezar con una leche de tigre de resurrección —no imagino una cruda, chuchaqui, guayabo, resaca que pueda con ella— que tiene una uña de cangrejo y unas conchas de abanico sumergidas en esa caldo de gloria. Luego, avanzar por una causa de sardinas que se toma la parte de atrás del paladar (la combinación entre la papa y la piel de la sardina te hace cerrar los ojos al primer bocado). De ahí, seguir por un ceviche de cubitos de chita, tan fresco, que lo que provoca es ir a besarle las manos a quien la haya sacado del agua. Es el cumplimiento de la pizarra que anuncia los pescados del día: “Directo del puerto”. Todo está perfecto, desde la consistencia de la pesca hasta el regusto picante de la vinagreta. Después, una jalea norteña de chita. El punto místico más alto de este almuerzo: Es un pescado frito, secado al sol —como lo hacía el pueblo mochica, dicen los entendidos— bañado en una salsa de cebolla y limón, servido sobre yucas y camotes. Fue el clímax del trance sobre esa mesa. Quedó en los huesos. Desde que lo vi llegar, lo empecé a saborear. Al final, fue un gesto poético: al animal que devoraba con la mirada, me le comí hasta los ojos.
Cuando entras a La Picantería sabes que vas a comer. Mucho. Bien. A todo eso lo acompañamos con un arroz norteño de mariscos —sopudo y repleto de especias, todas saboreables en cada bocado—, y al final llegó un ceviche de pato que —dejando a un lado mi aversión por llamar ceviche a cualquier cosa que no tenga mariscos— derrotó mi temor de que el pato (como suele pasar muchas veces) estuviera duro e insípido. Fue una especie de prepostre, la antesala de una crema volteada y un café americano con el que terminó la peregrinación por La Picantería. La fe que el Cristo en la cruz de palo a la entrada ofrecía recompensar, estaba no solo incólume, sino aumentada. 
Cuando, por fin, sales de La Picantería entiendes de qué se trata la gastronomía en el Perú, y en especial en Lima. Alabada sea su vocación —su desaforada pasión— por su comida, en la que todo se trata llevar los conceptos más elementales —y las recetas más tradicionales— a sus más elevadas manifestaciones.