En Hollywood hablan de un ‘momento Weinstein’, después de la caída en desgracia del poderoso productor de cine, acusado de abusos sexuales y violación: Hombres con mucho poder y mucha plata han tenido que responder por sus actos abusivos. Eso es insólito en una industria que ha protegido y celebrado a acusados de violación como Roman Polanski y Woody Allen. Es un giro significativo e histórico: se desnudan las dinámicas de poder corrosivas dentro de una industria de alcance mundial. Hombres como Kevin Spacey, Harvey Weinstein y Louis C.K. ya no son intocables, todopoderosos. Pero hay un riesgo del que debemos estar muy alerta: pensar que se trata de ‘otros’, de casos excepcionales, de monstruos solitarios,  en lugar de reconocer que vivimos en una cultura diseñada para que hombres con poder abusen de él sin temor a las consecuencias de sus actos.

La creación de un monstruo es demasiado fácil. Impide que hagamos el mea culpa necesario como sociedad y como hombres. Para la prensa esto también es una mina de oro. El ‘momento Weinstein’ está revelando trapos sucios a diario. Ya hasta es extraño hablar de escándalo, cuando parece tratarse más bien de un patrón y no de una anomalía. La dinámica es la misma: las compañías que los auspician expresan su sorpresa y decepción, y son seguidas por otras celebridades. Los comediantes Jon Stewart, Stephen Colbert y Pamela Adlon, por ejemplo, han sido fuertemente criticados por su cautela, defensa y silencio acerca de las acusaciones contra C.K., quien era su amigo personal.  En Ecuador sucedió algo parecido cuando Antonio Ricaurte, entonces concejal de Quito, publicó un video insultando a la concejal Carla Cevallos diciéndole ‘ofrecida’. El quiteño promedio respondía ofendido que “a las damas no se las toca ni con el pétalo de una rosa”, como si ese discurso no fuera la otra cara de la misma moneda machista y misógina. ¿Y detuvo algo nuestra condena masiva? No. Noticia fue, nada más. Muy pronto, el tema se volvió el periódico de ayer.

En Hollywood está pasando lo mismo. Están barriendo la basura debajo de la alfombra para no tener que hacerse cargo de quién lo ensució todo en un principio.  Desaparecer los trabajos de C.K. del catálogo de HBO, por ejemplo, es una medida punitiva que no cambiará la cultura que solapó sus acciones y descartó las voces de las víctimas por tanto tiempo. Al contrario, al quitárnoslo de la vista nos libra de analizar la relación entre las temáticas que obsesionaban al comediante, sus acciones, y el tipo de privilegios que lo protegieron. Además nos permite seguir, sin culpa, como si no fuera también nuestra cruz, como si no tuviéramos que hacernos cargo, como sociedad, de los hombres que criamos.

Esto es particularmente cierto con Louis C.K. por la profundidad y recurrencia con la que trató el tema de género en su acto y en sus guiones. C.K se destacó por su autoreflexión, y su capacidad de reconocer y sacar a la luz los aspectos más problemáticos y violentos de sí mismo. Ahora, entendiblemente, lo critican por ‘esconderse a plena luz’, de buscar engañar a un público haciéndose pasar por conciente, autoflagelante y reflexivo.

No creo que sea tan fácil. En un comunicado C.K. aceptó que las acusaciones eran verdaderas y dijo que estaba consciente del alcance de sus acciones y que ha intentado, a la vez, aprender y huir de ellas. “No me perdono por nada esto”, dijo. “Y debo reconciliarlo con quien soy. Que no es nada en comparación con lo que sé que ellas deben hacer”.

Desaparecer la comedia que surgió de ese conflictiva relación con su propia masculinidad sería un grave error. En su serie Louie, el alter-ego de Louis C.K. defiende la masturbación en una entrevista porque “es relajante y no hace daño a nadie”. Luego, desafiante, le dice a su interlocutora cristiana —quien se opone a la masturbación— que después de la entrevista pensará en ella al hacerlo. En otro episodio, Louie intenta forzar a su amiga Pamela a besarlo en una escena muy difícil de ver. “Eres tan estúpido que ni siquiera puedes violar bien”, le grita ella empujándolo y retorciéndose de sus brazos. La escena termina después de que él la besa mientras ella, arrinconada, cierra los ojos y aprieta los labios.

Lo fuerte de estas escenas es que muestran a un personaje querido, un padre de familia, abusando de su poder. No se trata del arquetipo sórdido del violador, sino de un hombre común y corriente. Las escenas incomodan, sin duda, pero suponen una confrontación con lo que Hannah Arendt llamó “la banalidad del mal”. Reconocer que hay estructuras de poder que privilegian cierto tipo de experiencias y descartan otras significa también reconocer nuestra propia participación en la construcción cotidiana de la violencia sexual.

El convertir a estas figuras  —y su trabajo— en inpronunciables será, a la larga, contraproducente. Va más allá del debate sobre si debemos separar al artista de su trabajo. La pregunta no es tanto ‘¿Podemos admirar el trabajo de Polanski y condenarlo a él?’, como ‘¿qué tipo de relación existe entre la visión de este artista y sus acciones?’.

El discurso del monstruo es paradójicamente autoindulgente. Eso no significa que la sociedad no demande y pida justicia para las víctimas. Pero si eso queda en el castigo mediatizado del escándalo, habremos desperdiciado una oportunidad para repensar, muy seriamente, sobre los hombres que somos —y que seremos.