Leila Guerriero está parada frente a su mesa, tiene las manos juntas, en gesto oratorio, y balancea de un lado a otro su delgadísima figura. Los churros, siempre en una especie de caos perfecto, apenas se mueven, mientras cuenta que Rodolfo González Alcántara, el campeón de malambo que protagoniza su libro Una historia sencilla, era un hombre muy católico. “Antes de cada baile sacaba su pequeña Biblia azul, se paraba delante de ella, juntaba las manos así, y rezaba con este movimiento”. Leila Guerriero está cuatro escalones por encima de los reporteros y editores que la escuchan en silencio en un auditorio del Centro Cultural Benjamín Carrión de Quito, donde ha dado un taller de tres días. Mientras se mece de un lado a otro, recordando a González Alcántara, las campanas de una iglesia cercana repican. Son las once de la mañana del viernes 10 de noviembre de 2017, y no se sabe si era Leila Guerriero quien esperaba a las campanas para contar esa historia, o si las campanas esperaban que Leila Guerriero contara esa historia para repicar: su periodismo narrativo, celebrado como uno de los mejores de nuestra lengua, parece estar fundado en un conocimiento natural del tiempo y los ritmos. Cuando se habla con ella —o cuando se la escucha durante quince horas— queda claro que ese conocimiento viene de un orden y una distancia con el mundo que observa que no tienen nada de místico, sino más bien de un rigor y una disciplina tan obsesivos como terrenales.

Escribes, editas, das talleres, conferencias, viajas por el mundo. ¿Cómo divides tu tiempo para alcanzar a hacer todo lo que haces?

No hay mucho secreto en eso: si decidís hacer una enorme cantidad de cosas, y asumís la responsabilidad de hacerlas, tienes que hacerlas bien —yo, por lo menos. Tengo mucha capacidad de concentración y trabajo. Y como tengo muchos frentes abiertos, trato de ir cerrando cosas. Si me pongo a editar un libro no lo dejo por otra cosa, soy muy metódica, empiezo y termino, empiezo y termino.

Lo que viene más mechado con todo lo demás es el reporteo de las nota que, con los viajes, lo tengo que interrumpir. Pero todo tiene que ver con cuánto a uno le gusta lo que hace, y cuántas cosas está dispuesto a dejar de lado por hacer lo que te gusta. Qué sé yo: de pronto tengo que renunciar a un viaje de placer, o una vacación, o un fin de semana en vez de ir al cine me tengo que quedar escribiendo, digamos, pero no lo vivo como renuncia. Exprimo mucho el tiempo hasta lo último, digamos, a veces un poco sádicamente.

¿Tienes alguna forma especial de concentrarte?

No, no, la verdad que no.

Pero, por ejemplo, veo que no tienes redes sociales. No las tienes para…

Precisamente para no desconcentrarme. Pero también porque siento que no tengo tantas cosas para decir todo el tiempo. Y si las tuviera, no tendría sentido tener redes sociales porque yo ya digo mucho, y no necesito decir más de lo que ya digo. Realmente creo que hoy el grado de conexión que uno tiene con todo a través de la web, en general, sin tener redes sociales, ya es excesivo. Y a mí sí me produce un grado de desconcentración alto el hecho de estar pendiente de las páginas webs de los diarios, de las noticias que me llegan de no-sé-qué-cuánto, el mail —ya todo eso es demasiada desconcentración y no me gusta la idea de sumarle más. Pero método para concentrarme no tengo ninguno. Salvo que cuando me siento a escribir, me despejo diez días de la agenda, de ningún tipo de obligación de nada, ni ir al banco, ni presentar un libro, ni dar una charla, ni un viaje. Y me encierro y me encierro. Bueno, salgo a hacer alguna compra, de comida, digamos, y eso. Pero trato de no hablar por teléfono, pero no hago ‘om’ y me concentro.

Leila Guerriero

Leila Guerriero en su visita a Quito en noviembre de 2017. Fotografía de Marcelo Ayala/Paralelo Media para GK

Tus textos tienen un ritmo que parece natural, como si pudiesen leerse con un metrónomo, y tus lectores se han acostumbrado a reconocerte en ese ritmo, en esa voz, en ese estilo. Sin embargo, dijiste hace poco que has ido cambiando desde unas formas más barrocas hacia algo de una elegancia más bien minimalista, ¿qué es lo que une a todos tus textos?

Uno es la peor persona para hablar de su trabajo. Pero yo creo que lo que recorre mis textos, además de  cierta búsqueda de la elegancia en las formas, es una mirada en diagonal, de no mirar lo obvio, y un trabajo desde la prosa de ir contra lo previsible. Eso creo que es lo que recorre todos mis textos, incluso aquellos textos barrocos que ya no me gustan tanto. Hay una especie como de imprevisibilidad e insolencia, que se refleja naturalmente a través del uso de determinadas palabras. Hay, también, cierto dinamismo: a mí me gusta la prosa dinámica, con descripciones, con escenas, con diálogos. Algo que siempre estuvo en los textos míos, más allá de la minucia de decir los adjetivos y esto, es cierta cosa visual. Yo escribo como si filmara, como si estuviera grabando un documental. Pienso en imágenes.

¿Esas imágenes tienen, desde el inicio, un ritmo determinado, una música?

Depende. En ocasiones sí, porque es necesario: a veces tienes que aunar. Por ejemplo, estás contando una escena de mucho movimiento y necesitás que la forma del texto acompañe un movimiento vertiginoso. Entonces, intentás encontrar una forma narrativa para ello. Pero a veces estás haciendo lo mismo, contando una escena con un movimiento vertiginoso y decidís hacer todo lo contrario: imponerte el desafío de que se note el vértigo sin que la prosa sea vertiginosa. Depende de muchas cosas, sobre todo de lo que necesite el texto para llegar al mejor lugar posible.

¿En qué momento hallas esos tiempos, esos ritmos?

Escribir es encontrar la atmósfera, el clima, el ritmo, la música. Y lo descubro a medida que lo voy escribiendo. Es una cuestión como de intuición: darme cuenta si el texto está pasado de ritmo, si la música está muy alta, muy baja. Si tiene una atmósfera demasiado lúgubre cuando el clima no es ese el que quiero. Un amigo mío, Juan Gabriel Vásquez, escritor colombiano fabuloso, dice que escribe para averiguar qué es lo que quiere escribir. Y yo creo en eso, incluso en la no ficción. Uno escribe no sólo para averiguar qué es lo que quiere escribir, sino también cómo lo quiere escribir.

Responder a tu pregunta es un poco imposible, porque si bien tengo claro el principio del texto, después todo lo demás entra en un terreno de bruma. Pero tengo claro que si tengo entre manos una escritora de 87 años que es un animal literario, y no se sabe si ella es o no una leyenda que se inventa a sí misma, ya voy teniendo una idea de que ese principio no puede ser un principio jocoso.

Resolviste la escena del baile de Rodolfo González Alcántara en el campeonato de malambo después de salir a correr. En una columna dijiste que correr influía en tu escritura, ¿qué otros aspectos de la vida cotidiana influyen en tu trabajo?

Hay tres situaciones que son muy de escritura para mí: correr, ir al cine e ir en auto escuchando música, haciendo zapping radial en el estereo del auto. Si es en una ruta, aún mejor: la cabeza se me dispara hacia las imágenes que voy viendo, y la música mezclada, me van evocando una enorme cantidad de cosas. Ahí surgen muchas columnas de esas. Por ejemplo, la de Comulgar surgió corriendo. No todas surgen corriendo, pero muchas veces resuelvo situaciones de escritura de textos que estoy escribiendo o me vienen ideas para escribir columnas, o un principio o un final. Cuando me cuesta mucho encontrar un final, suelo salir a correr o hacer alguna de esas tres. Por supuesto, la frase te puede llegar en cualquier momento. Puedes estar cocinando un salmón al horno y escuchaste una palabra que alguien dijo en la televisión y ya está. A mí me pasa: estoy cenando con mi marido y él dice algo, o veo algo en la tele y digo ‘ay, ya está ya está, un momento, ya vengo’ y voy corriendo al estudio, tomo nota y vuelvo, y sigo cenando. Él ya está acostumbrado a eso.

¿Dirías que son momentos como de epifanías?

No sé si son epifanías, porque epifanías son más bien como el estado en que yo escribí las descripciones de los malambos de Rodolfo González Alcántara. Esos sí fueron momentos de mucha iluminación desde el punto de vista de la escritura. No se puede escribir todo el tiempo en ese estado: sé que esos momentos son pocos, y sé que voy a tener pocos de acá hasta cuando me muera. Pero esos momentos son casi… como si uno tiene la pared acá (se pone las manos por encima de los ojos) e hiciste así (levanta la cabeza por sobre su propia mano) y viste todo. Es como correr el velo.

Aparte de los bailes de Rodolfo González Alcántara, ¿cuál otro momento de epifanía tuviste?

Una columna que escribí que se llama Arbitraria, que también escribí corriendo. Salí casi enojada con la idea de que me estaban preguntando mucho qué consejo le doy a los periodistas y yo había dicho veinte millones de veces que no me gusta dar consejos y no me gusta dar consejos, y salí como ‘boah’, me puse los cosos, y salí a correr, y recuerdo perfecto que estaba corriendo y vi un rayo de sol cayendo sobre una hoja de un árbol y pasó algo. Llegué a mi casa, y sin quitarme la ropa de correr ni nada, escribí la columna de un tirón. Por supuesto, después la corregí y la corregí. Hay otra columna sobre Ute Lemper, una cantante alemana, que la tenía escrita en el momento en que la estaba viendo. Salí de su recital, y fue como… siento que esa columna fue como nada más sentarme a la computadora y decir: vení.

De estos momentos que usas para escribir ¿vas sola? ¿te hace falta la soledad para escribir?

No, en el auto por lo general voy con Diego, mi marido. Pero así vaya con alguien voy super metida para adentro. Pero no para todo el mundo es importante la soledad para escribir. Para mí lo es. Conozco gente que escribe en bares, que necesita del bullicio: Martín Kohan, Roberto Merino. Martín Caparrós escribe en cualquier lugar. Quizá sí la soledad de no estar con alguien con quien tengas un afecto —no sé, si estás con un amigo me imagino que no podés decirle ‘callate que me voy a poner a escribir’.

Dijiste que no se podía ser un buen periodista sin ser un gran lector. ¿Cuáles son tus lecturas recurrentes?

Son pocas. El diario de Cesare Pavese, la poesía de Lorrie Moore, de Louise Glück, de Sharon Olds, que es una poeta que conocí hace muy poco pero que no puedo dejar de leer desde que la encontré. Hay más, pero podría ser un poco largo y tedioso… Qué sé yo: algunas páginas de Fogwill. Cosas que me encienden a la hora de escribir, pero después, el mundo de la lectura para mí es como un mundo que se alimenta todo el tiempo: siempre hay más y más y más, y menos tiempo para todo.

¿Le dedicas un tiempo específico diario?

No. Es muy fragmentado. En el transporte público, antes de dormir, en los viajes leo mucho, en los hoteles, en los aviones, en las esperas de los aeropuertos. No soy una de esas personas que se sientan en un sillón y le dedican dos horas —ojalá pudiera, pero no, abandoné ese hábito, porque leo mucho. Cuando leo por trabajo, sí, me siento seis, siete horas en el estudio a leer. Pero cuando leo por placer soy una lectora andariega: me gusta mucho leer en el movimiento.

Hay una crónica tuya sobre Guayaquil…

Sí, sobre el alcalde Nebot.

Sí, y hablas del fresco que tiene en el techo

Sí, ¿aun existe eso?

Sí, eso no se va a ir nunca…

¡Ni él!

Quién sabe, pero bueno: un gigante, un equipo de antropología forense, un mago sin mano, una ciudad del Pacífico ecuatoriano, un país remoto, ¿cómo escoges tus personajes, tus temas?

Cuando uno elige un tema es porque quiere dar una visión, decir algo de uno mismo. Por ejemplo, el equipo argentino de antropología forense: a mí  todos los temas relacionados con la dictadura me resultan muy interesantes, el desafío de contarlos de una manera que no sea la misma. El gigante González me llamaba la atención porque siempre lo veía en el programa de Susana Giménez, esta gran diva argentina o qué sé yo, presentado como el pobre deportista. Y yo lo veía y pensaba ‘este tipo debe tener algo más que contar que la misma historia que va y cuenta siempre, que necesita plata y qué sé yo’. Fue un tipo que casi llegó a jugar en la NBA en una época en la que la Argentina no tenía jugadores en la NBA, no era como ahora. Entonces, lo que me mueve es quizá alguien que veo y veo y veo mucho, al contrario de lo que se piensa —que el periodismo es aquel periodismo que va y busca historias muy raras y qué sé yo—, y que a pesar de verlo tantas veces sigo sintiendo una curiosidad que no está saciada, hay algo que me llama la atención de alguien y digo nadie me está contando la historia de esto. Entonces voy yo y la cuento.

¿Es esa tu motivación?

A mí todo me da curiosidad. Tengo un enorme gusto por la escritura. Tengo una enorme curiosidad lo cual significa que quiero entender. La curiosidad detrás lo que lleva implícito es la necesidad de ver, de comprender, de saber por qué. Y aunado a eso, una pulsión de escritura muy marcada, muy brutal: es la conjunción perfecta. No digo que me salga perfecta —lo que quiero decir, nada, es cómo, al contar historias, la curiosidad se sacia… El periodismo es la excusa perfecta para meterte en lugares en los que no te podrías meter de otra manera.

Pero sabes que te sale bien…

No,  bueno, no sé, trato de que me salga lo mejor posible. Sí, no, yo soy una persona como decía ayer, muy segura de mí misma. No creo estar haciendo barbaridades, pero también tengo un sentido de cierta humildad, creo que bastante razonable y acendrado para medir el tamaño de a dónde llego. Y ojalá pueda llegar más lejos.

Justamente, hablaste del ego hace unos días, ¿no crees que vivimos en una época donde los periodistas estamos muy ególatras?

Pero todo el mundo. Es como la Era del Yo. Está todo el mundo mirándose: si no te sacas la selfie con el cantante, es como si no hubieras ido al recital. Yo y el cantante. Yo y la torre Eiffel. Yo y el arco del triunfo. Es como: ‘el arco del triunfo existe porque me tiene a mí al lado’. Me parece un poco gracioso: es el signo de la época. Todo el mundo está como muy egocéntrico y mirándose el ombligo.

Cuando dices ‘gracioso’, es ese el adjetivo o…

No, sí es, porque me parece un poco pueril. Lo veo pueril. Todas las épocas tienen algo que las marca. Yo repelo la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Tampoco hay que tomárselo como en broma, porque no me parece, solo que me parece que ese es el signo de la época, el de la época anterior habrá sido otro. A ver, digo, los ochentas y noventas tampoco fueron años maravillosos. Pero sí, el ego —no solo el de los periodistas, sino de todo el mundo— es algo que marca mucho este tiempo.

Leila Guerriero

Leila Guerriero, habla sobre el oficio, el ego y el tiempo. Fotografía de Marcelo Ayala/Paralelo Media para GK

Hablando de egos, recuerdo una columna tuya sobre los editores. El párrafo inicial decías algo sobre los egos y defectos de los periodistas, decías que los editores también, y hacías una lista, como de una tipología (el exagerado, el bipolar, el que no sabe lo que quiere, entre otros).

¡A todos nos han tocado todos!

Pero, a lo que voy, estas tipologías, ¿te pasaron, son reales?

¡Obvio! Sí, claro. A ver, digamos, no necesariamente cada uno de esos es uno solo. Tengo muchos años en el oficio, y no solo me tocaron a mí, sino que sé de la existencia de esos editores porque colegas me cuentan y me dicen ‘che, tal no sé qué’, pero sí, sí, claro. Son tipologías, digamos.

¿A ti quién te edita?

En general, entrego los textos y no hay mucha edición. O sea, yo me autoedito. Siempre hay algo, alguien que te dice ‘che, el personaje nació en 1972 y en 1974 tenía 18 años, ¿cómo puede ser?’, pero no recuerdo señalamientos tipo ‘el principio tiene que estar al final, el final al principio’.

¿No te ha desbaratado nunca un editor un texto (en el buen sentido)?

No, no. Una vez un editor de Granta, por ejemplo, quería publicar un fragmento de un texto mío. Entonces había que cortar el texto largo, y él quería cortar el arranque, y empezar por el tercer párrafo. Pero el texto empezaba con una frase muy llamativa, con una mala palabra y qué sé yo, y yo le decía que eso le cambiaba todo el sentido al texto, le di argumentos claro de por qué había que mantener esa parte, que podíamos cortar otras partes, pero que el principio ponía al lector en un lugar muy evocativo de cómo una mujer grande se enteró de niña de determinada cosa. Y desde ahí era un recorrido cronológico de cómo esa chica se iba haciendo mujer. Caer en la mitad del texto con una brutalidad tal, casi que arrasaba el estilo general del texto, que era precisamente mucho más evocativo y sereno. Y lo entendió bien. Nunca tuve un problema, ni tampoco me hicieron sugerencias radicales.

¿Y qué es un buen editor?

El buen editor, como decía en ese texto, es el que te quiere ver brillar, el que te ve desde abajo, desde la arena y te quiere ver hacer malabares imposibles en tu trapecio. Sabe que ese es tu momento, no el de él. Un editor es sobre todo una persona súper escindida, que sabe que ese es el momento del autor, no del periodista, y que nunca transforma nada en algo personal, que trabaja en pro de la salud del texto.

Y tú, ¿cómo eres como editora?

Tendrías que hablar con alguien a quien haya editado. Pero yo trato de ser muy respetuosa, porque entiendo que cuando alguien me manda un texto me lo manda como mejor le salió, porque si no no me lo mandaría. Eso cuenta antes que nada. Pero también soy exigente, hago muchas idas y vueltas, idas y vueltas, y en general llego a tener una relación de muchísima intimidad con los autores, porque es así: estás viendo lo más íntimo de los autores que es la obra desnuda, antes de que salga a ver al público. Y creo que lo distingue a un editor decente es la discreción. Y trato de ser así: yo no ando por ahí contando las cosas que hago, autor por autor. Puedo hablar en general, pero no voy contando a quién le dije que la coma tal estaba mal puesta, y qué sé yo. Y me parece que eso es algo que los autores aprecian, saber que hay un pacto de confianza. Decir ‘bueno, estamos los dos en ropa interior acá, y yo sé que no vas a salir a contar de qué color es mi ropa interior. Entonces confío en vos, confío también en que me vas a ayudar a que mi texto brille’. Cuando vos lográs esa confianza con un autor, lográs que el autor esté trabajando en pro de la salud del texto que es todo lo que querés en la vida. Y eso lo que querés, lograr la complicidad del autor para que el texto llegue al mejor lugar posible. La tarea de un editor es simplemente pedirle más al autor y decirle ‘brillá más, más, más.’

Haces mucho a tu ritmo, tu método, de una manera muy propia, pero ¿cuántas cosas te faltan por hacer?

¿En el periodismo? Todo. Siento que recién empieza. Terminar varios proyectos que tengo abiertos. Quiero seguir haciendo crónicas cada vez más difíciles.

¿Cómo mides ese grado de dificultad?

Por el desafío que implica. Por ejemplo, el acceso a una persona, o que sea un tema complicado porque es políticamente incorrecto, o porque abordarlo de una manera políticamente incorrecta te pueda exponer de una manera muy completa, o determinados círculos sociales que son de muy difícil acceso. También pienso en personas que han sido miradas tradicionalmente con mucho prejuicio, por el motivo que fuere. Me encantaría hacer un perfil de Rafael, el cantante español, ponele. A mí no me gusta la música que hace, pero es una especie de ícono de una época, de una manera de ser, de vivir y de cantar que ya no es, y me parece interesante. Miguel Bosé, qué sé yo, pienso en personajes de habla hispana que me resultan interesantes. Siento que tengo muchísimas cosas que hacer.

¿Y en la vida?

Eso que tiene que ver con el tiempo. Tener un manejo más relajado, y abrir espacios para cosas que no tengan solo que ver con el trabajo —lo que pasa es que mi trabajo me encanta.

¿Eres una workaholic?

No, trabajo mucho pero no lo siento. No creo que es una adicción. El adicto al trabajo está tapando con el trabajo alguna cosa que está muy mal en el fondo —y yo no tengo eso. En mi vida, no hay nada que esté muy mal. Hace veintiaños que me analizo y no creo estar engañada. El workaholic evita un vacío de algún tipo —creo, no me quiero meter a diagnosticar— con el exceso de trabajo. Yo tengo exceso de trabajo porque en un punto todo lo que me ofrecen me gusta y está bueno. Entonces decir que no me cuesta mucho —pero igual digo mucho que no.