Este fin de semana se realizaron, en distintas ciudades del país, marchas para defender “valores tradicionales” que estarían bajo grave amenaza. Hasta ahí todo bien, la Constitución ecuatoriana garantiza a todas las personas “[e]l derecho a asociarse, reunirse y manifestarse en forma libre y voluntaria” y estemos o no de acuerdo con la visión de los organizadores y asistentes a estas marchas, hay que defender hasta las últimas consecuencias su derecho a expresarse libremente. El problema fue la estrategia de difusión y captación que los convocantes de tales movilizaciones adoptaron, pues el límite más obvio al ejercicio de los derechos propios son los derechos ajenos. Y si para reclamar respeto a los derechos propios mentimos, estigmatizamos y negamos los derechos de otros, es porque no nos asiste la razón en lo que reclamamos o nos resistimos a aceptar que el otro tenga derechos, negamos que sea nuestro igual y su pertenencia a la familia humana: lo discriminamos.

Esto puede sonar exagerado, infundado y hasta ofensivo, si se toma en cuenta que los principales promotores de las marchas son organizaciones y personas vinculadas a la iglesia católica —la de mayor influencia en nuestro país como en casi toda la región— cuyos objetivos abarcan, se supone, la promoción del amor al prójimo, la tolerancia, la compasión y la igualdad.  Sin embargo, objetivamente hablando, los “curas y monjas de todos” vienen comportándose desde hace varios días como fundamentalistas —esos que según define la Real Academia de la Lengua exigen de manera intransigente el sometimiento a una doctrina o práctica establecida— y han convertido en blanco de un discurso estigmatizante y muy poco cristiano a quienes tienen una identidad de género o una orientación sexual diversa. Sus planteamientos no están llenos de fervor religioso y valores sino de odio y miedo a quienes consideran diferentes o más bien inferiores.  Basta ver las publicaciones del sacerdote César Piechestein en Twitter haciendo burla de una persona disfrazada, o los de sus seguidores instándonos a quienes hemos cuestionado estas actitudes a “meter[nos] un tren bala japonés donde no [nos] dé el sol”.

Todo este apasionamiento surgió luego de que el 24 de agosto de 2017 el Presidente remitió a la Asamblea un proyecto de ley que busca erradicar la violencia de género contra las mujeres (ya era hora).  Para cumplir tal cometido el proyecto plantea la necesidad, como mecanismo de prevención de la violencia basada en el género, de incorporar el enfoque de género en los procesos educativos.  Esto ha sido mal entendido por muchos como la relajación moral absoluta y la promoción del libertinaje sexual desde las más tiernas edades, para que nuestra sociedad se convierta en una suerte de versión contemporánea de la Roma de Calígula.

A estas erradas apreciaciones, los preocupados ciudadanos que marcharon el sábado no llegaron solos, de hecho, la casi todos de los hoy indignados no conoce el proyecto, su naturaleza, contenido y alcance. Han confiado en lo expresado por un Frente Nacional para la Defensa de la Familia cuyas figuras más notables son líderes de opinión del ámbito religioso, que sin informarse de manera suficiente han concluido que el fin último del proyecto de ley es implantar en el Ecuador la “ideología de género”, que según afirman, es una aberrante doctrina impulsada por las “feminazis” y los “maricas” para conseguir la implantación de una filosofía hedonista.

Lo cierto es que en todo el articulado del proyecto de ley no aparece ni una sola vez la expresión “ideología de género”. Sí aparecen, en cambio, las expresiones “perspectiva de género” —en el artículo 7 numeral 13— y “enfoque de género” —en el artículo 19 numeral 2—, que son términos de contenido técnico jurídico que se refieren a […] una estrategia destinada a hacer que las preocupaciones y experiencias de las mujeres, así como de los hombres, sean un elemento integrante de la elaboración, la aplicación, la supervisión y la evaluación de las políticas y los programas en todas las esferas políticas, económicas y sociales, a fin de que las mujeres y los hombres se beneficien por igual y se impida que se perpetúe la desigualdad. El objetivo final es lograr la igualdad [sustantiva] entre los géneros, una de las conclusiones acordadas del Consejo Económico y Social de la Organización de las Naciones Unidas de 1997.

OnuMujeres —la entidad de las Naciones Unidas encargada de promover la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres y las niñas— señala que “[…] la igualdad de género es el objetivo de desarrollo general y a largo plazo, mientras que la incorporación de una perspectiva de género es un conjunto de enfoques específicos y estratégicos así como procesos técnicos e institucionales que se adoptan para alcanzar este objetivo”. La Organización Internacional del Trabajo al referirse al mismo tema ha expresado que “La transversalización del enfoque de género no consiste en simplemente añadir un ‘componente femenino’ ni un ‘componente de igualdad entre los géneros’ a una actividad existente. Es, asimismo, algo más que aumentar la participación de las mujeres: significa incorporar la experiencia, el conocimiento y los intereses de las mujeres y de los hombres para sacar adelante el programa de desarrollo. Unicef —la agencia de las Naciones Unidas encargada de promover el bienestar y los derechos de la infancia en el mundo— tiene en ejecución un Plan de Acción para la Igualdad de los Géneros, que entre otras cosas, insta a los Estados a “[p]romover servicios de salud adolescente que tengan en cuenta la perspectiva de género” y hace hincapié en la importancia de la “[…] la perspectiva de género en los programas de estudios y la pedagogía, y la creación de entornos de aprendizaje seguros y protectores”.

Entonces, satanizar la inclusión del enfoque o perspectiva de género en la malla curricular de los programas de educación formal e informal como medida de prevención de la violencia contra las mujeres, niñas y adolescentes es perverso.  Mentir a la ciudadanía sobre la existencia de supuestos propósitos ocultos en la prevención de la violencia de género a partir de la inclusión del enfoque o perspectiva de género en los procesos educativos es aún más perverso. Y aprovechar la ocasión para hacer escarnio público de la comunidad LGBTIQ acusándoles de algo que en nada les atañe es atroz.

Con respeto a los curas, monjas, rabinos, imanes, bonzos, etc. “de todos”, el problema de la violencia contra las mujeres, niñas y adolescentes en nuestro país es acuciante y debe ser abordado, entre otras medidas, a partir de la educación —desde la más temprana edad. Se debe enseñar sobre la igualdad de hombres y mujeres y sobre la no imposición de roles sociales empezando por los colores que identifican a cada sexo. Esa educación debe tener en cuenta la perspectiva de las mujeres sobre sus problemas y reflejar sus aspiraciones (el enfoque o perspectiva de género). Sólo en la primera mitad del 2017, según organizaciones muy serias y reconocidas de la sociedad civil, en Ecuador hubo 80 femicidios. Según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, en el Ecuador 6,06 de cada 10 mujeres han sido víctimas de alguna forma de violencia basada en el género, y eso sin incluir a las menores de 15 años. No podemos relativizar esta cuestión, no podemos cerrarnos a la erradicación de este problema con fundamento en posturas que ya no son religiosas sino sectarias.  No es justo, no es humano. Nos guste o no, Ecuador se ha convertido en “el país de la violencia sin límites” (para las mujeres).

La violencia contra las mujeres, niñas y adolescentes tiene su raíz en la discriminación basada en el género, en las normas sociales y los estereotipos de género que son vistos como normales y en consecuencia la perpetúan. Precisamente por eso, la prevención de esa violencia debe comenzar en las primeras etapas de la vida, a través de una educación de niños y niñas que promueva las relaciones de respeto y la igualdad de género, el empoderamiento de las mujeres, la no sumisión.  Se trata de un momento crucial de la vida de las personas en que los valores de los futuros ciudadanos se están formando.  ¿Quién en su sano juicio puede oponerse a que las mujeres no estén subordinadas a los hombres?

En este sentido la Unesco —la organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura— ha dicho que “mediante la Declaración de Incheon, los Estados Miembros y toda la comunidad educativa, se comprometieron ‘a apoyar políticas, planes y contextos de aprendizaje en que se tengan en cuenta las cuestiones de género, así como a incorporar estas cuestiones en la formación de docentes, los planes y programas de estudios, y a eliminar la discriminación y la violencia por motivos de género en las escuelas’”, y ha recomendado “[…] que los sistemas educativos actúen de manera explícita con miras a erradicar los prejuicios de género y la discriminación” (énfasis añadido).

OnuMujeres en conjunto con la Asociación Mundial de las Guías Scouts ha desarrollado el programa “Voces contra la violencia”, “[…] un programa mixto diseñado para distintos grupos de edad que abarcan desde los 5 hasta los 25 años de edad. Brinda a las personas jóvenes herramientas y experiencia para entender las causas profundas de la violencia en sus comunidades, educar e implicar a sus iguales y a las comunidades para prevenir esta clase de violencia, y saber adónde acudir en busca de ayuda en caso de sufrir violencia”.

Ahora bien, lo que al parecer subyace a estas reivindicaciones de los marchantes del 14 de octubre y su forma de plantearlas es bastante más complejo y profundamente contradictorio.  El propio Sacerdote Piechestein ha sido muy explícito en afirmar que no está en contra de la igualdad de hombres y mujeres ni del proyecto de ley, sino de algunos de sus artículos. También ha dicho que si se aprueba el proyecto, el derecho que se encontraría en riesgo no sería el de los niños sino el de los padres para elegir el tipo de educación que sus hijos deben recibir, lo que sin duda puede ser discutido. Pero al tiempo, ni él ni sus seguidores han tenido reparos en descalificar y ridiculizar la identidad y orientación sexual diversa. El Frente que él representa introdujo el tema de la identidad sexo-genérica en un contexto que nada, absolutamente nada, tiene que ver con la erradicación de la violencia contra las mujeres. Los mensajes han usado como palanca las supuestas consecuencias negativas de la despenalización del microtráfico de estupefacientes (que luego fue objeto de una contra reforma legislativa al más puro estilo Correa —gritos y órdenes) para afirmar que una vez más avanzamos hacia el caos moral. Antes de escribir ese mensaje ¿se habrá reflexionado sobre las consecuencias nefastas que la contrarreforma tuvo en cuanto a la criminalización de la pobreza y el encarcelamiento de personas, padres y madres, que precisamente por su situación de precariedad se vieron obligados a micro traficar mientras la sociedad (iglesia incluida) los miraba con desdén? Supongo que no.

La filósofa alemana Hannah Arendt varias veces propuso la idea de un derecho a tener derechos.  Esta teoría está notablemente desarrollada en su obra “Los orígenes del totalitarismo”, pero ya en un ensayo de 1949, desde el título —Es gibt ein einziges Menschenrecht (Sólo hay un derecho humano)— Arendt proponía que mientras los derechos humanos en general cambian en función de las circunstancias históricas y de otra naturaleza, el presupuesto indispensable y necesario para que podamos disfrutar y ejercer tales derechos es también un derecho en sí mismo: el de ser reconocido como miembro de la comunidad (llámese sociedad, nación o como sea). Esto porque solo dentro de los confines de la comunidad es donde la vida, la integridad, la libertad, la igualdad, pueden realizarse. El imperativo moral bajo el planteamiento de Arendt sería entonces tratar a todas las personas, con independencia de sus condiciones personales (identidad y orientación sexuales inclusive) como miembros de la familia humana, reconocernos en ellos, aceptar que son humanos como nosotros, no discriminarlos ni suponerlos inferiores.  No obstante, con asombro vemos cómo la solidaridad, la generosidad y la compasión van cediendo terreno a la indolencia. Es como si la sociedad ecuatoriana —y mundial— considerara que hay personas “más humanas” que otras.  Esas, las otras, los parias, los desechables, aparentemente no han alcanzado el más elemental de los derechos, tener derechos. El tono y la actitud de los convocantes a la marcha del sábado que pasó es sólo una entre muchas demostraciones de lo que afirmo.

La marcha, que reitero, compartamos o no las visiones de sus participantes, está bien que se haya realizado porque vivimos en democracia, también tiene que llevarnos a reflexionar sobre lo más básico, la noción de sujeto de derechos, el reconocimiento de la condición de persona titular de tales derechos, lo que en efecto es un derecho en sí (como los artículos 1 y 6 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y el artículo 3 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos).

Todo esto me lleva a revisar, con preocupación, que en nuestro país hay una serie de problemas muy graves que afectan de manera notable a los niños y adolescentes, frente a los cuales no he sabido ni de marchas organizadas por la iglesia católica, ni de lobby político de la misma iglesia para influir positivamente en el diseño de legislación o en la adopción de políticas públicas a fin de superarlos.  Sólo por mencionar algunos está la tasa de desnutrición infantil en niños menores de 5 años que es todavía del 23%. No hay marcha planificada. El porcentaje de niños y adolescentes entre 5 y 17 años que trabajan es del 8,56% (360.000 personas). No se ha previsto una marcha. El índice de violencia contra los niños, niñas y adolescentes es del 44%. Todavía no hay marcha. El 70% de las familias ecuatorianas no accede a centros de cuidado diario para sus hijos e hijas, a pesar del incremento del trabajo femenino. No se ha convocado a una marcha. Los niños, niñas y adolescentes que viven sin sus padres (madre o padre) son 400.000. Sin marcha. La tasa de deserción escolar, sólo a nivel del bachillerato, se ubica en el 16%, y la mayoría de quienes dejan los estudios (para trabajar y contribuir a la manutención de sus casas) son mujeres. Y no hay marcha. En los últimos 10 años, el incremento de partos de niñas entre 10 y 14 años fue del 78%.  ¿Qué fue la marcha? La violencia contra las mujeres (adolescentes mayores de 15 años incluidas), como se mencionó líneas atrás, está en el rango del 60,6%, no hay marcha. El índice de pobreza en Ecuador está en el 23,1% y el de pobreza extrema en el 8,4%. Sobra decir que entre esos pobres de nuestro país hay muchos niños y adolescentes. Pero no se prevé una marcha.

En estas condiciones, una marcha contra el “lobby gay” parece un despropósito, habiendo tantas cosas importantes por las cuales reclamar y en las que apoyar. Entonces, ¿quién determina lo que es moral y lo que no? No estoy muy seguro de que deba ser la iglesia católica, sobre todo si aún tiene trapos sucios que lavar en casa en lo que a derechos de los niños, niñas y adolescentes se refiere.  En este sentido son ilustrativas las observaciones del Comité de Derechos del Niño y del Comité contra la Tortura, ambos de Naciones Unidas, realizadas a la Santa Sede.

Tampoco creo que se trata de lo que piense la mayoría, como me han señalado con gran “dulzura” varios tuiteros. Es muy claro que democracia no significa la opresión de unos pocos por los que hacen más bulto, sino la toma en consideración de los problemas y propuestas de soluciones de todos los que integran la sociedad, minorías incluidas: la democracia debe ser inclusiva no excluyente. El argumento de “mayoría gana e impone” que tanto escuchamos y desgastó un oscuro personaje los pasados 10 años, para problemas como la desigualdad estructural y la discriminación que aún imperan en el Ecuador, simplemente no funciona.

Más importante todavía, ¿será que un ministro de culto, de la religión que fuere, puede determinar quién tiene o no tiene dignidad? ¿quién pertenece a la comunidad que llamamos sociedad ecuatoriana y tiene derecho a tener derechos? La respuesta única, obvia y natural es un radical no.

Mi hija, de 10 años, cuando escucha en la mesa familiar sobre las posturas intransigentes y sectarias de los que promueven la marcha del sábado, quedó asombrada. Luego se indignó cuando su madre y yo le explicamos que la protesta es por la inclusión de la perspectiva de género en una ley para erradicar la violencia contra las mujeres en nuestro país, una medida cuyo propósito es protegerla a ella y a las mujeres de su generación y de las venideras, de un fenómeno detestable y tan naturalizado en nuestra sociedad machista: la consideración de la mujer como ciudadana de segunda, como objeto no sujeto, sin derecho a tener derechos.

He tenido la fortuna de integrar los equipos de defensa de familias valientes, golpeadas brutalmente por la violencia machista, la de la joven Vanessa Landínez, la de la niña Valentina Cosíos. También litigué en nombre de la CIDH casos ante la Corte Interamericana por violación de los derechos de las mujeres. Soy hijo, esposo, hermano, padre, amigo, maestro de maravillosas mujeres. Por eso tengo claro sin ser “el abogado de todos” que no hay justificación que valga para oponerse a la erradicación de la violencia contra ellas y en consecuencia a la inclusión del enfoque y perspectiva de género en los procesos educativos.

Claro que quiero que mi hija sea educada con valores: la tolerancia a los demás, aunque sean diferentes, la empatía con todos comparta o no sus visiones, la solidaridad con los más necesitados no sólo en lo material sino en lo afectivo, la compasión por los oprimidos, la frontalidad en la defensa de sus derechos. Quiero que mi hija no sea insultada o golpeada por su enamorado o enamorada, esposo o esposa, que no sea violada o asesinada por un sujeto que nunca aprendió en la escuela a no discriminar,  que no sea subyugada a cumplir solo el rol de madre y cocinera en casa a menos que ella lo quiera y decida, que no tenga reparos en plantarle la cara a cualquiera que ose decirle que no tiene derecho a una vida libre de violencia por el simple hecho de ser mujer o lesbiana o lo que quiera ser, consciente que su identidad y orientación sexual resulta intrascendente pues ya es un ser excepcional, es un ser humano.

No pretendo que nadie comparta mi punto de vista pero me encantaría que seamos un poco más consecuentes y practiquemos en nuestra vida los valores que pregonamos, empezando por el amor al prójimo, pues caso contrario la igualdad de derechos y la no discriminación se vuelven como el reino de los cielos, sabemos que llegarán, pero no sabemos cuándo.

Por todo esto, tengo que decirle al Sacerdote Piechestein y sus discípulos, ¡Con mi hija no te metas!