Corría 2013, y yo era consultor de diseño urbano en el proyecto Yachay. Mi encargo era elaborar una visión de ciudad para que la Secretaría Nacional de Educación Superior Ciencia y Tecnología (Senescyt) fundamentara el tipo de urbanismo en que debía enmarcarse el plan maestro de la Ciudad del Conocimiento. En el sitio donde se construiría la ciudad, se realizó un encuentro con urbanistas internacionales del más alto nivel para inaugurar un nunca concretado tanque de pensamiento urbano —y de paso comentar sobre la propuesta conceptual de diseño y planificación del proyecto emblema de la ‘revolución urbana’ del gobierno de Rafael Correa. Durante la charla magistral ofrecida por Ian Lockwood, uno de los expertos en movilidad sostenible más importantes del mundo, una de las gerentes de la empresa pública se me acercó y me dijo “esto es lo mismo que tú dices” y “debimos hacerte caso”. Lejos de alimentar el ego, esa confesión llegó tarde, en un momento difícil, y no resolvió nada: el desarrollo del concepto de Yachay ya había sido entregado a un consorcio coreano cuya propuesta no contemplaba nuestro marco técnico y obviaba la escala, relación con el PIB del Ecuador, y realidad urbana nacionales. La ejecución de las obras iniciales a un oscuro consorcio privado local del que no sabíamos nada pero cuyos representantes inspiraban poquísima confianza. Cinco años después, los problemas que se escondieron durante todo ese tiempo motivaron una visita del presidente Moreno para exigir cuentas. Esos problemas surgieron por uno de los peores vicios de la planificación urbana del siglo XX: el ideal del control.

El fin de la Primera Guerra Mundial trajo mucho idealismo a la profesión. La promesa de un mundo nuevo y feliz con que Le Corbusier hizo olas entre dictadores socialistas de izquierda y derecha por igual, respondía al ideal de control. La nueva ciudad se imponía sobre las ruinas de miles de años de historia urbana y crecía impoluta con igualdad para todos. Brasilia fue símbolo del Brasil moderno, Chandigarh de la India independiente. Ambas se crearon de la nada y son hitos de la arquitectura basada en esos principios. Pero detrás de todo ese jolgorio estaba el ideal de control. Planificar vías, jardines y edificios no cumplía el objetivo. La meta real era planificar la vida de quienes los iban a ocupar para alcanzar una utópica igualdad.

Ese ideal informó la educación arquitectónica en las pocas facultades que había en el país en los setentas y ochentas. Con ese fondo se formaron los profesionales que han dado forma a nuestras ciudades por los últimos cuarenta años. Es natural que ese tipo de urbanismo haya sido el que la opinión pública nacional adoptó como paradigma. Para un gobierno como el de la última década, cuya manifestación tangible debía simbolizar imposición, orden e inmensidad (de lo cual la plataforma financiera es metáfora perfecta), una mega ciudad planificada que en pocos años alcanzara un estatus de ciudad global constituía un caramelo demasiado apetitoso.  La visión del presidente Correa abonó al proceso: a un hombre cuyo conocimiento de urbanismo es el de la opinión pública, que hizo una visita y posterior lectura de algún artículo —en inglés, seguramente— sobre la ciudad inteligente de Songdo y el gigantesco desarrollo coreano dirigido desde el Estado, tuvo que parecerle un objeto tan poderoso donde plasmar su legado y su ego que seguramente motivó reacciones pavlovianas.

Así arrancó Yachay. Con la expropiación pobremente justificada pero apadrinada desde Carondelet de más de cuatro mil hectáreas productivas en una zona agrícola y con un proyecto preliminar para urbanizar más de mil de ellas con edificios desproporcionados en lotes de hectáreas rodeados de espejos de agua y jardines, unidos por carreteras y caminerías. No era una ciudad, era un campus elefantiásico.

Cuando el secretario Ramírez se dio cuenta de que ese proyecto no era idóneo, propusimos, junto a un grupo de excelentes urbanistas, un replanteo total con base en los principios del Nuevo Urbanismo y de la sostenibilidad. Mi equipo empezó a trabajar en el concepto de la nueva ciudad pensando en un pequeño núcleo urbano de bajo costo y crecimiento incremental atado a la economía y necesidades locales, abierto para todos, estrechamente conectado por carretera a las ciudades cercanas de Ibarra, Otavalo, Cotacachi y Atuntaqui, y mediante el aeropuerto de Quito al mundo.

El concepto de desarrollo se basaba en un espacio público con poquísimas barreras de acceso para construcciones alternativas, para comerciantes y para innovadores en agricultura, ganadería y textiles, que son las actividades históricas de la zona. En el diseño se plasmaron principios urbanísticos y soluciones de forma urbana, gestión y gobernanza que son de consenso entre la inmensa mayoría de profesionales urbanos a nivel mundial. El grupo de expertos internacionales que llegó a inaugurar el mencionado tanque de pensamiento (pero nunca más se reunió) confirmó que nuestro concepto y propuesta apuntaban a la construcción de un urbanismo sostenible, a tono con el tamaño de nuestra economía, respetuoso de la historia, la naturaleza y las tradiciones. Y, sobre todo, suficientemente alejado del ideal de control como para que de esos primeros pequeños barrios surja un pueblo, y en algún momento una gran ciudad. Todos coincidieron en que eso sucedería si la economía era diversa y no planificada, y si en los espacios públicos el conocimiento y la innovación podían surgir de la acción humana.

Como concepto, nos opusimos a imponer un diseño que intente legislar el crecimiento de Yachay y le apostamos a un centro urbano que se le fuera de las manos a los planificadores. La nueva ciudad iba a funcionar solo si sus habitantes así lo querían, con trabajo, compromiso y creatividad, y no por decreto.

Para un gobierno atrincherado en el control de la economía y de la sociedad, eso fue inaceptable. De esa Yachay que nunca construimos quedan mucha nostalgia, el agradecimiento al equipo, la confirmación de académicos y profesionales mundiales de primera línea de que el camino era el correcto. Y no mucho más.

De las obras de la revolución lo que nos quedan son lecciones. Como dije antes, la Plataforma financiera de Quito es una de sus grandes metáforas. Sus ‘Ciudades’ del milenio (un proyecto para organizar los asentamientos en la Amazonia) materializan el colonialismo. ‘Universidades’ que personifican la burocracia, la discordia y el despilfarro como la de las Artes, que se comió al proyecto de formación artística más sólido del Ecuador, el pequeño ITAE de Guayaquil. Carreteras y puentes que desunen como la ruta Collas. Infraestructura mal hecha que enriqueció a pocos y hundió a un país como el aeropuerto de Santa Rosa. El sobreprecio como estrategia. Lo poco y mal hecho que hoy existe de Yachay es otra metáfora: una de ambición, resabio y desafío. No hecha para crecer con sostenibilidad y hacer un proyecto viable de escala y alcance regionales sino para demostrarle al mundo con rabia, puño levantado, camiseta del Ché o del Frente Zapatista de Liberación Nacional y bandera soberana que valíamos tanto como los países ricos a los que envidiábamos en secreto.

Lo que probablemente encontró el presidente Moreno en su visita es un producto incompleto, defectuoso y más grande de lo que una obesa y desvencijada empresa pública puede abarcar. Ambición, resabio y desafío. Una metáfora más de la podredumbre que nos dejó la revolución ciudadana.