La vocación silenciadora de los ecuatorianos está en nuestros genes. En julio de 2017, el arzobispo José Mario Ruiz Navas publicó un artículo de opinión que desató una fuerte polémica en nuestra sociedad por su contenido ofensivo, violento y discriminatorio hacia la comunidad LGBTI. Decía él que “las actividades homosexuales” no son derechos humanos. ¿Puede haber un contenido más intolerante y ofensivo que ése? Probablemente no. Sin embargo, es su opinión y tiene derecho a expresarla. Y así como los representantes de la Iglesia tienen el derecho de decir lo que piensan, quienes se sienten ofendidos por esas expresiones también tienen el derecho de repudiarlas en los más duros términos. Sucede lo mismo con el mural Milagroso Altar Blasfemo del colectivo boliviano Mujeres Creando, una de las obras de la muestra La Intimidad es Política en el Centro Cultural Metropolitano de Quito.

El mural Milagroso Altar Blasfemo es ofensivo para quienes profesan la fe católica: utiliza sus símbolos para denunciar la absoluta indolencia y complicidad de la Iglesia frente a la violencia machista que sufrimos las mujeres en todo el mundo. Como en el caso del artículo de Navas, quienes se sintieron ofendidos expresaron en los más duros términos su inconformidad. Sin embargo, fueron más allá de manifestar su desacuerdo: consiguieron que la Alcaldía de Quito, a pedido de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana y de muchos católicos que se expresaron en redes sociales, censurara la obra. La decisión de retirar la obra se basó en que no contaba con los permisos necesarios para estar en el muro patrimonial que comparten el Centro Cultural Metropolitano y la iglesia de la Compañía de Jesús.  Se coartó la libertad de expresión de unas mujeres que critican duramente el papel de la Iglesia Católica en la perpetuación de los roles de género y de la violencia machista, más allá de la razón tecnoburócrata que se esgrimió.

Censurar una obra de arte exhibida en una muestra sobre violencia de género en un espacio público de propiedad municipal entra en conflicto con algo esencial para nuestra sociedad: somos, al menos por definición, un Estado laico —es decir, independiente de cualquier religión. Es base fundamental de nuestra convivencia que las creencias religiosas de las autoridades públicas no influyan en las decisiones públicas.

Pero en Quito pasó justamente eso. El alcalde Mauricio Rodas cedió a las presiones de la Iglesia Católica y removió el mural. El concejal de SUMA Marco Ponce ha llegado a pedir que se remueva de su cargo a Pilar Estrada, directora del Centro Cultural Metropolitano. Al claudicar y quitar la obra, Rodas no sólo limitó la libertad de expresión de las artistas sino que también estableció una censura. Como si los quiteños necesitáramos de una tutoría moral para mantenernos alejados de las supuestas malas influencias; como si no fuéramos lo suficientemente inteligentes para ver el mural y formarnos nuestra propia opinión al respecto, apoyarlo o rechazarlo.

Un caso similar se vivió en Chile cuando el gobierno prohibió la exhibición de la película La Última Tentación de Cristo por considerarla atentatoria contra la religión católica. El razonamiento de la Corte Suprema chilena para ratificar la decisión de censurar esta película fue que la libertad de expresión no incluye “deshacer las creencias serias de una gran cantidad de hombres (…) Pluralismo no es enlodar y destruir las creencias de otros…” Este fue, casi con exactitud, el argumento utilizado en Quito por algunos católicos para pedir que el mural Milagroso Altar Blasfemo fuera retirado de la muestra. El caso chileno llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La CIDH realizó un análisis que cabe perfectamente para el caso del mural en el Centro Cultural Metropolitano quiteño sobre el alcance de la libertad de expresión, sus restricciones y el derecho a la libertad de conciencia y de religión.

Según la CIDH, las únicas restricciones que caben a la libertad de expresión son: el respeto a los derechos de los demás, la protección a los niños, niñas y adolescentes, y la apología o incitación al odio nacional, racial o religioso. La CIDH también considera que la libertad de pensamiento y de expresión es un derecho que tiene una dimensión individual y social, que requiere, por un lado, que nadie sea “arbitrariamente menoscabado o impedido de manifestar su propio pensamiento y representa, por tanto, un derecho de cada individuo; pero implica también, por otro lado, un derecho colectivo a recibir cualquier información y a conocer la expresión del pensamiento ajeno.” En pocas palabras: la libertad de expresión es un medio para el intercambio de ideas entre las personas y ello implica necesariamente el derecho a conocer opiniones de toda índole, aun cuando nos resulten ofensivas.

La CIDH también analiza la obligación del Estado frente a la libertad de conciencia y de religión y hace importantes puntualizaciones. Dice primero que el reconocimiento de la libertad de conciencia se funda en el reconocimiento mismo del ser humano como ser racional y autónomo. “La protección del derecho a esta libertad es la base del pluralismo necesario para la convivencia en una sociedad democrática que, como toda sociedad, se encuentra integrada por individuos de variadas convicciones y creencias”, dice el fallo.  Y, segundo, que el Estado debe tomar las medidas para que las personas que profesan públicamente sus creencias lo puedan hacer; ello incluye, por supuesto, la abstención estatal de interferir en el mantenimiento o cambio de convicciones personales religiosas y la prohibición absoluta de usar el poder estatal para proteger la conciencia de ciertos ciudadanos, por más que éstos sean la mayoría.

La Alcaldía no podía privilegiar un credo en perjuicio del libre acceso a la información del resto de las personas que tienen derecho a formarse por sí mismos una opinión sobre la obra. El cuidado del patrimonio, cuya defensa jamás ha sido una de las prioridades de la administración de Rodas, fue a claras luces una excusa para justificar la censura. A todos nos ha quedado claro que si otra obra, de beneplácito de la Iglesia Católica, hubiese sido pintada en dicho muro, el alcalde Rodas no se habría sacado de la chistera el cuidado del patrimonio.

Tampoco podía la administración municipal tomar postura sobre el contenido de una obra de arte, por ofensiva que resulte para un grupo, y la opinión de los funcionarios públicos sobre la misma tampoco era relevante. Es su opinión, sólo eso. Por tanto, que a Pablo Corral, Secretario de Cultura, le parezca ofensiva y que al concejal Ponce le altere su fe (ya quisiera Quito que aplicara sus principios católicos en el ejercicio de su cargo) no es razón para sacar el mural, menos aún para pedir la remoción de Pilar Estrada, directora del Centro Cultural Metropolitano.

Más aún: es decidor que la Iglesia se escandalice por una obra de arte que considera blasfema y no por las palabras blasfemas pronunciadas por un político corrupto. “Yo estoy cubierto por la sangre de Cristo”, dijo el vicepresidente Jorge Glas. ¿Por qué esta frase no es ofensiva para los católicos? ¿Qué tiene el arte que tanto incomoda a la Iglesia? Seguramente su capacidad de desnudar la realidad y tocar las llagas que ninguna otra forma de comunicación consigue tan efectivamente.

Pilar Estrada tomó las medidas para garantizar que el público estuviera informado sobre lo que iba a presenciar. Nos hicieron firmar un descargo y nos advirtieron de que las imágenes podrían ser perturbadoras para quienes profesan la fe católica. Eso era suficiente. El resto ya entraba en nuestra capacidad, como seres racionales que somos, de formarnos una opinión, positiva o negativa de la obra. Pero sobre todo de debatir lo que allí se dice. Esa oportunidad la perdimos como sociedad. El debate sobre el papel de la Iglesia Católica en la lucha por vivir en sociedades equitativas y paritarias es absolutamente necesario y vigente. Remover el mural no cambia la realidad de las mujeres ni las actitudes de la Iglesia. Y no impide que esa discusión se siga dando. Debemos, como sociedad, debatir maduramente. Sin tutores.