El título de la nota publicada en El País de España lo dice todo: “Ecuador destapa las deudas ocultas de la gestión de Correa”. El artículo habla sobre la deuda interna que el gobierno anterior no transparentaba en los cálculos de sus obligaciones. Pero hay una deuda oculta que puede ser la más peligrosa de todas: la que Rafael Correa siente que el Ecuador le debe a él.

Cuando se fue, Correa se llevó la banda presidencial, a pesar de haber decretado diez años antes que sólo podía existir una. En una de sus últimas acciones como Presidente decretó que los exmandatarios y sus familias (es decir él y su familia) dispongan de la protección del Estado, a costa de los impuestos que todos pagamos. Ahora en lugar de retirarse con gracia, desde el podio de Twitter lanza —junto con sus “guerreros digitales”— críticas al sucesor que eligió a dedo. Está claro que Rafael Correa no está dispuesto a dejar el poder. Sus palabras y acciones demuestran que aún siente que el Ecuador tiene una deuda con él, y esa deuda le da el derecho de seguir interviniendo en la política nacional.

Es innegable que el Ecuador se transformó durante su mandato. El alto precio de petróleo posibilitó un alto gasto en infraestructura y servicios sociales. El sector público se modernizó. El país fue clasificado de “ingresos medios”, reduciendo la pobreza por casi diez puntos y recortando el desempleo a la mitad. Después de diez años de ser la república bananera por antonomasia, Ecuador tuvo diez años de continuidad política. Correa merece algo, pero no todo, del crédito por aquellos avances. Obviamente hay muchas críticas a la gestión de Correa (Plan V ha identificado 61 casos de corrupción en la década correísta), pero eso es una parte del problema: el otro lado del mal correísta es que Correa supone que los aciertos que tuvo le dan derecho a perpetuarse en el poder—aún después de haber dejado la Presidencia. No es el primer político de la Historia que lo supone.

Robert Mugabe lideró la liberación de Zimbabue de Gran Bretaña. En 1980 se volvió el primer jefe de gobierno negro de la nación africana. Cambió el nombre del país de Rhodesia, nombrado así en homenaje a Cecil Rhodes, su colonizador. Durante años el país fue un ejemplo de modelo de desarrollo en África. Hasta el 2000 Zimbabue tenía el mejor sistema de salud pública en el continente, hasta que sufrió una crisis de hiperinflación parecida a la que vive Venezuela ahora. Después de 20 años en el poder, Mugabe empezó a recibir presión para permitir una democracia. Respondió profundizando las divisiones sociales a través de una guerra económica contra los ricos, tomando sus terrenos sin compensación y estancando la producción de alimentos. En lugar de redistribuir la riqueza entre todos, dio los terrenos a las personas cercanas a su partido, y en el proceso provocó una crisis económica, humanitaria y social que el país no ha superado. A pesar de sanciones internacionales, Mugabe sigue en el poder, tiene 93 años, está enfermo, senil, pero su partido tiene planeado lanzarlo como candidato otra vez en 2018. Serán casi cuatro décadas en el poder.

Algo parecido pasa en Ruanda donde Paul Kagame se mantiene en el poder desde 2000. Desde que terminó la guerra civil que desembocó en el genocidio de 800 mil personas, Ruanda ahora es citado como un modelo de desarrollo para África. A diferencia de Ecuador, se ha enfocado en desarrollar una economía sostenible y competitiva a través de inversión privada, capacitación a través de educación, e infraestructura. El papel de Kagame en este proceso no puede ser subestimado: después de liderar los rebeldes que derrocaron al gobierno asesino en 1994, Kagame se volvió vicepresidente y luego presidente. En adición al desarrollo económico, Kagame ha ayudado al país a curarse y reconciliarse después de los eventos de su pasado oscuro. Su mandato debería haberse terminado pero en 2015 hubo una consulta popular para permitirle perpetuarse en el poder. Él ganó con 98% de aprobación. Pero no todo en Ruanda funciona. La prensa está amordazada. Los miembros de la oposición son atacados y a veces desaparecidos. El partido de Kagame tiene un brazo financiero que tiene inversiones en las empresas más grandes del país, generando un obvio conflicto de interés y institucionalizado la corrupción. Ruanda ha avanzado económica y socialmente, pero democráticamente no ha avanzado nada.

En el Ecuador la entronización del caudillo está latente. Rafael Correa hizo aprobar una reforma constituyente que permite la reelección indefinida, y su activismo digital sugiere que va a querer regresar a “defender” su proyecto político de los “mediocres” y “desleales”, como califica a Lenín Moreno, su sucesor y exvicepresidente.

Lo más cuestionable es cómo Correa ignora o descalifica las acusaciones de corrupción para preferir hablar de los logros de su gobierno. Según Correa, las coimas no perjudican al estado. Correa defiende a su exministro de Energía Alecksey Mosquera acusado de haber recibido un soborno de un millón de dólares, insistiendo que era “consultor” de Odebrecht, la empresa responsable del esquema de corrupción más grande de la región desde la época de la Colonia.

La intromisión de Correa no es solo con el nuevo Presidente: cuando el vicepresidente Jorge Glas compareció en la Asamblea, Correa pasó horas hablando de los logros bajo su mandato. En lugar de tratar con seriedad y respeto el papel fiscalizador del legislativo, Glas se burló del ejercicio, y rehusó tomar en serio los actos de corrupción en las áreas estratégicas que él manejaba en el anterior gobierno, los sobreprecios, y el sospechoso papel de su tío y cercano colaborador Ricardo Rivera en manejar relaciones con Odebrecht. Implícita en el show de Glas estaba la idea de que “el fin justifica los medios”. Es como si dijera la responsabilidad por los logros es mía: por todo lo demás es responsabilidad de otros. Yo no les debo a ustedes explicaciones: ustedes me deben a mí el desarrollo de los últimos diez años.

Sería mejor que Correa se mire en el espejo de Kagame. En 1994 él era la solución. Ahora es el problema. Seguramente Kagame justifica su monopolio sobre el poder por el papel que jugó en terminar la guerra civil y poner la visión de desarrollo que ha ayudado al pequeño país africano a prosperar, de la misma forma que Mugabe justifica su continuidad por el papel que jugó en la independencia de Zimbabue. Por más nobles que hayan sido sus intenciones al inicio de sus carreras políticas, aquellos líderes se transformaron durante su estadía en el poder. En ese tiempo sus partidos se fusionaron con el Estado, creando redes económicas que dependen de la permanencia de su líder y benefactor. Llamémoslo amiguismo, clientelismo, nepotismo: la misma estructura se repite en Zimbabue, Ruanda, Venezuela, Rusia, Turquía —el héroe de una época se vuelve usurpador de otra época.

Rafael Correa también se transformó en el poder. El Rafael Correa de 2017 ahora se encuentra en pelea constante con el Rafael Correa de 2007, ese líder joven que decretó una sola banda presidencial, que firmó una constitución que prohibía la reelección indefinida, que garantiza los derechos del medioambiente y la obligación de la consulta previa antes de realizar actividades extractivistas. Ese Rafael que lideró una revolución con énfasis en la palabra ciudadana, pero luego realizó cambios profundos a través de enmiendas constitucionales, sin consultas populares, que dijo que había que proteger al Yasuní-ITT por su biodiversidad y por ser único en el mundo, y luego culpó al mundo de su fracaso en esa iniciativa. Ese Rafael Correa que desdibujó a su versión de hace diez años cree peligrosamente que el Ecuador le debe algo.

Servir a tu país es un sacrificio y también es un privilegio. Puede que la Historia agradezca a Rafael Correa por su servicio y sacrificio; la formación de aquella narrativa dependerá de cómo él se comporte en su tiempo fuera de Carondelet, pero hasta ahora parece determinado en sabotear los pasos de su sucesor y sus excolaboradores. Le duele la idea que el Ecuador lleve un camino que no sea elegido por él. Como dice el artículo de El País, es cierto que el Ecuador tiene deudas ocultas, pero más allá de sus pensiones no le debe nada a sus exmandatarios. A Rafael, el Ecuador no le debe nada.