La separación que se veía en las primeras semanas se está convirtiendo en una brecha enorme entre Lenín Moreno y Rafael Correa. Había escepticismo sobre si esta separación era real o una parodia ideada por la mente del ahora expresidente ecuatoriano. Pero cuando empezó a tratar a su sucesor de desleal, y éste sugirió que su antecesor era un junkie del poder sufriendo de abstinencia, quedó claro que el divorcio es real. Y en curso de convertirse en irreversible.

La así llamada Revolución Ciudadana ha encontrado a su contrarrevolución. Y no es la derecha transnacional financiada por la CIA, el imperialismo, ni ninguna otra fuente de raigambre conspirativa. Viene desde dentro de casa, desde el interior propio del partido que aún gobierna, en la persona del nuevo Presidente. Y lo que sucede —y sucederá— va a reconfigurar el mapa político del Ecuador.

Es el equivalente político de la separación de Pangea, ese primer y único continente que existió hace cientos de millones de años. En sus pocos meses de mandato, Lenín Moreno ha generado un cataclismo desde dentro, una implosión que produce una reacción de Correa y sus fieles. Esas reacciones suben de intensidad cada día, como si los sismos que van a partir a Alianza País —en lugar de aliviar la tensión que los produce— solo fuesen más profundos y devastadores.

En un inicio, fue el estupor y silencio de las huestes correístas. Pero ahora, cuando los terremotos generados por Moreno no terminan, las críticas al nuevo presidente ganan fuerza. Y las placas político-tectónicas que sostenían la unidad del continente que era Alianza País se resquebrajan. Queda claro que el partido que ha gobernado el Ecuador durante más de una década no era la Pangea que Correa y sus incondicionales suponían.

Moreno trajo al poder dinámicas distintas a Correa. Su tono conciliador, su llamado al diálogo, chocaban con la costumbre que dominó el escenario político desde 2007. La Revolución Ciudadana no era homogénea, y el estilo autoritario de Correa había molestado a muchos en su propio movimiento. En esos primeros días, la contrarrevolución parecía posible si Moreno daba un golpe de timón, paulatino pero constante. Pero sus actos han sido mucho más drásticos que lo que suponíamos.

Lo verdaderamente llamativo fue que la ‘Revolución ciudadana’ está enfrentando a una contrarrevolución nacida en su seno. Rafael Correa había patentado sus suspicacias conspiranoicas: las amenazas externas (la CIA) e internas (Lasso, la derecha). Todo evento que pusiera en duda los dogmas de fe correístas —como se observó con el caso Odebrecht— eran una maniobra de alguno de los enemigos de la Revolución. Por eso, de a poco, el discurso está pasando de la sensación de estupor y perplejidad que paraliza, a una reacción que empieza apuntando a la supuesta traición a los principios ‘revolucionarios’.

Descorreizar al gobierno es una enorme tarea para el (aún) nuevo Presidente. Sobre todo, en lo que tiene que ver con las formas de gobernar. Ello tiene implicaciones concretas, en particular con los gestos. En ese sentido, Moreno ha pasado de los dichos a los hechos a una velocidad sorprendente. Sus reuniones con todo el espectro de actores políticos y sociales, su llamado a conversar y concertar, son balsámicos y generan un clima muy distinto a aquel que predominó en la década correísta.

Las relaciones ya no pasan por las imposiciones, sino por el cabildeo y el diálogo necesario para establecer un territorio común. Esa práctica normal en todo tipo de relación política, se había convertido en un campo minado por el correísmo. La idea de “todo con la revolución, nada sin ella” era una falso dilema, un dualismo peligroso donde el análisis empezaba por la separación maniquea de amigos versus enemigos. Con Moreno esa lógica se rompe, y el análisis pasa por el reconocimiento de que todos los actores ocupan un espacio y tienen una voz. En consecuencia, hay que posibilitar que esas voces se expresen.

Es allí donde se fragua la separación más simbólica y fuerte. La pangea correísta se construía sobre la base del sonido ambiente de la voz única: la de Rafael Correa. Ahora, en cambio, son muchas más voces, que expresan diversos puntos de vista, con validez más o menos equivalente. La voz de ese Júpiter tonante que es (¿fue?) el expresidente se ve disminuida, sin el altoparlante de los medios públicos, sin la capacidad de imponer agenda y sin el protagonismo 24/7.

En ese contexto, la brecha entre la única voz de Correa y la diversidad de voces que promueve Moreno queda más clara. Y las diferencias se expresan por todas partes: cuando Moreno manifiesta que confía en el profesionalismo de las Fuerzas Armadas y dice no necesitar de una protección especial; cuando retorna a una política de Estado con la Confederación de Nacionalidades Indígenas (Conaie) iniciada en los noventas y les devuelve en comodato su sede; cuando ajusta el gasto público desde íconos correístas (Yachay, sabatinas, Secretaría del Buen Vivir); o cuando vuelve a invocar el principio de respeto estatal a la autonomía universitaria (Universidad Andina). El problema para Moreno será hacer posible que esta transición no signifique que la gobernabilidad dentro de su gestión colapse gracias al fuego amigo de una revolución de la que él es ahora contrarrevolucionario —sin ser parte de ninguna conspiración transnacional de la derecha imperialista.