Debo admitirlo: el expresidente de la república, Rafael Correa, me ha convertido en un cobarde. Cuando el 19 de junio de 2017 pidió a sus “guerreros digitales” que expongan la información privada de “todos los insultadores cobardes”, sentí un miedo enorme, desesperanzador. ¿Era posible llegar tan bajo? Él, quien en 2006 se lanzó como un candidato joven, inteligente y —más allá de las diferencias políticas— lúcido, revelaba en un par de trinos la etapa final de una metamorfosis violenta; un arco narrativo completo, desde alguna pantalla todavía en tierras ecuatorianas, valientemente protegido por un equipo de guardaespaldas y un ejército de trolls.

Comenté como una reacción desde mi miedo. Lo invité a que comparte su dirección en Bélgica para, precisamente, exponer a todos los insultadores, como él pedía. No daba crédito a mis ojos, no porque este tipo de actitudes sean nuevas en Correa, sino por lo significativo de un trino o mensaje así después de su salida del poder: incitar al odio y a la violencia sin el menor reparo, como niño malcriado, dispuesto a arriesgar la integridad física de tantos ecuatorianos por no pensar como él. Habría sido mejor ignorarlo, mirar a otro lado, silbar. Pero soy un cobarde y, refugiado por la distancia entre mi computador y sus guardaespaldas y guerreros digitales, me atreví a cuestionarlo desde las mismas redes. “A por ellos, mis secuaces”, decía él a su manera. Y a por ellos fueron: segundos después de publicar mi comentario empezó el incesante metralleo de insultos furibundos.

Los trolls correistas son investigadores diligentes. A pesar de las faltas ortográficas de casi todos sus comentarios, parecían hacer su trabajo con corazones ardientes, manos limpias y dedos veloces. Entre los mensajes privados que llegaron a mi inbox de remitentes no-identificados de Facebook, hubo referencias a la universidad en la que estoy sacando la maestría, así como comentarios beligerantes sobre momentos de mi vida de los que —supongo— supieron por fotos de hace mucho tiempo en mi perfil. Burgués, gallina, maricón, pelucón con la verga rota (como mi apellido).  Una persona me acusó de esconderme detrás de un apellido inventado. Otra con pinta tan anaranjada como la de un Donald Trump barcelonista me otorgó la medalla al más “opositor más bestia jajajajahahahaha”. El más observador hizo alusión a mi inminente calvicie. Ouch. Las notificaciones no pararon hasta entrada la madrugada.

Pero lo más terrorífico no fueron ni los guerreros digitales, ni la facilidad que tienen para la violencia cuando están protegidos por el anonimato del Internet. Por un lado, Correa tiene una larga historia de mandar a silenciar a los disidentes a través de la arenga, amedrentamientos beligerantes y demandas judiciales. Por otro, el fenómeno de los trolls es ahora universal y los hay de todas las denominaciones políticas. Basta una revisión de la sección de comentarios en youtube para notarlo. No, lo que me perturbaba —a mi, un cobarde refugiado en redes— era la escandalosa reiteración de ese patrón del que una y otra vez nos ha advertido la literatura y el cine. La predictibilidad histórica del hombre con poder.

Correa, ahora carente de todo el aparataje mediático e institucional de un país bajo su mando, exponía lo que el poder puede hacer con cada uno de nosotros. Su desesperado intento por volver ser el centro de atención en cierta manera lo volvió vulnerable. Ahí, invitando a que nos amenacemos e intimidemos entre todos, sembrando cizaña, se desnudaba el monarca en decadencia.  Es una historia casi tan arquetípica y clásica en la ficción como la del trayecto del héroe: desde el coronel Aureliano Buendía en Cien Años de Soledad pasando por Darth Vader de Star Wars, hasta el Walter White de Breaking Bad y, como dice Cristina Vera, Voldemort, archienemigo de Harry Potter.

En todos estos casos de ficción, la arrogancia de los antagonistas arquetípicos es la causa de tanto su ascenso como de su caída. Son personajes que con frecuencia fracasan por sí mismos, derrotados más allá de su talento y poder. Su arco narrativo nos advierte por ello de la posibilidad, el riesgo —aterrador— que existe de que cualquiera de nosotros caiga por hubris,  esa palabra en inglés que no tiene traducción exacta en español pero que significa orgullo (o arrogancia) desmedidos. Aureliano Buendía empieza por justificar sus propios excesos en la lucha contra la corrupción conservadora, promueve 32 guerras, las pierde todas y finalmente traza un círculo de tiza a su alrededor para protegerse del contacto con los demás. Walter White —un profesor de química que se dedica al narcotráfico— manipula, miente y eventualmente mata pensando en cómo, a pesar de las víctimas, sus delitos podrían ayudar a su familia. Voldemort, ha explicado, J.K. Rowling, fue un poderoso hechicero llamado Tom Riddle. Riddle fue un huérfano, al igual que Harry Potter, y como él, fue uno de los magos más poderosos que jamás existieron, y fue —también— uno de los mejores y más destacados alumnos de la escuela Hogwarts hasta que la vanidad, la conciencia de tener el poder, lo consumió y se convirtió en aquél que no debía ser nombrado. Algo similar sucede con Darth Vader, alguna vez llamado Anakin Skywalker. En todos estos personajes, pronto, su motivación inicial, sus justificativos morales —el fin justifica los medios— se diluyen en el imperativo de su ego y poder personal. Como los cobardes e insultadores son otros, siempre otros (los mismos de siempre), estas trágicas figuras no logran identificar la amenaza que albergan dentro. Quedan enceguecidos y, entonces, caen.

No fui el único cobarde. La reacción sistemática de muchos usuarios logró que Facebook —que tiene equipos de trabajo  para este tipo de cosas— retirara el post de Correa por violar sus normas comunitarias. Fue un triunfo simbólico: él, tan valiente y tambaleante, era de repente un ciudadano más sujeto a las normas que se aplican para el resto de mortales. Tampoco dijo nada al respecto. Los trolls, después de dos días, también fueron callando. Ahora todavía queda uno —valiente combatiente— que anda suelto en lo que queda expuesto de mi perfil, atacando cuando puede. Cuando no respondemos los comentarios, Facebook me notifica que tengo solicitudes de mensajes privados suyos. “Gallina, cobarde”, dice. “Escondido detrás de una pantalla”. Cómo Correa, parece no quedarle mucho más que la atención que podemos brindarle nosotros, los cobardes.