Hasta hacía poco me encantaba describir a Abdalá Bucaram a gringos y europeos. Estoy seguro de que no era el único: algunas de las historias que quedan de él y sus círculos son una forma segura de generar risas y asombro. Su voz carrasposa de culebrero, su tez porosa, el amplio repertorio de insultos y burlas histriónicas contra propios y ajenos lo convertían en un personaje divertido y legendario. En seis meses, contados desde el 10 de agosto de 1996, el Bucaramato —el único gobierno del partido Roldosista Ecuatoriano, PRE, liderado por Bucaram, un hombre autodenominado El Loco— acumuló escándalos de antología, incluyendo a una ministra de Educación que plagió una tesis doctoral, las pistolas de uno de sus ministros y hombres de confianza, Alfredo Adum, y el primer millón que su hijo “Jacobito” habría hecho en su fugaz paso por las aduanas del Ecuador. Y así como su imagen —ese espectáculo tan extravagante como indignante— le dio la presidencia, se la quitó cuando el Congreso lo declaró mentalmente incapacitado para gobernar. Era febrero de 1997. Con el tiempo, la figura de Bucaram pasó de representar un atraco descarado y violento a convertirse lentamente en un mal recuerdo, una figura pop criolla. Pero 20 años después, la mutación parece demasiado asombrosa: ha regresado al Ecuador en 2017 como una alternativa política.

Al menos eso es lo que él dice.

Hoy ya no es tan divertido describir a Bucaram a lo gringos. Les cuento de the mad man who loves, y ellos responden con el video de Donald Trump dándose de sillazos contra una celebridad de lucha libre. Su presidente —que ya lleva seis meses en el poder— llegó desde la farándula y los reality shows gracias a una campaña que muchos analistas describen como “posverdad”, un término acuñado por el sociólogo norteamericano Ralph Keyes que “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Ahora, como hace dos décadas en el caso de Bucaram, el gobierno de Trump no deja de regalar escándalos de todo tipo para la prensa, mientras que el análisis de sus políticas sociales y económicas se pierde en la incesante producción de excesos.

Aunque el concepto de Keyes responde a la estructura corporativista particular de la política en Estados Unidos, hablar de posverdad es útil en nuestro contexto para entender el peso que el espectáculo ha tenido —y tiene— en nuestra historia política. Mientras el fenómeno Trump rompe con el estándar de lo presidenciable en los Estados Unidos, Bucaram representaba la expresión más escandalosa y, hasta entonces, mediatizada del populista ecuatoriano. El Loco llegó a la presidencia por una puesta en escena visceral que acaparó la atención de tanto seguidores como opositores. La fuerza de los pobres —su lema de campaña— era en realidad la fuerza del espectáculo.

Ese espectáculo fue, paradójicamente, también el motivo técnico de su caída. Después de seis meses de abusar de su posición para proyectar ese personaje extravagante, el Congreso se aferró de ese show para destituirlo: la locura que sirvió para ganar las elecciones, lo descalificaba para gobernar.

Veinte años después de su autoexilio, ahora es evidente que Bucaram ha perdido su capital político. Tanto en las elecciones de 2013, como las de 2017, el candidato del PRE (o de su sucesor, el partido FE) no logró llegar al 5 por ciento de los votos. Ahora, su tan promocionado regreso desde Panamá no logró el mismo dramatismo épico que el primero, hace tres décadas. El Loco ya no convoca, y su presencia parece tener más de curiosidad mediática que de cualquier otra cosa.

Pero Bucaram sigue entreteniéndonos. Compartimos los videos, las fotos y sus tuits como si hubiéramos superado y arreglado todo lo que este hombre significó no solo como presidente sino como alcalde de Guayaquil. En un país polarizado, Bucaram desnuda tanto nuestra desmemoria como la poca importancia que en verdad atribuímos a la políticas de quienes nos gobiernan. Lo que valoramos, recordarmos y, en cierta manera, disfrutamos es el show.

Es paradójico porque es el show también lo que nos indigna y enoja hasta que lo olvidamos —o lo sentimos menos. Bucaram volvió por un tecnicismo legal: los juicios en su contra prescribieron, caducaron. La ley vigente en esa época decía que no se podía juzgar a una persona en ausencia y, como Bucaram pasó casi ininterrumpidamente los últimos 20 años en Panamá, sus casos se estancaron. En definitiva, porque como a nosotros, a los procesos judiciales el tiempo también los modifica. Ahora, en su retorno, habla del “segundo tiempo” de su carrera política.

Con su regreso, la posverdad cobra un sentido particular para el Ecuador. Es un concepto viejo que se popularizó en 2016 para describir la campaña de Donald Trump y el poder que el espectáculo tiene por sobre los hechos. En el caso de Trump, la posverdad aludía a la tendencia de su equipo a usar falsedades descaradas a su favor, sin montar engaños complicados que las confirmen. Es decir, aunque la mentira ha sido parte de la política desde su origen mismo, la posverdad se refiere a la producción de distracciones y mentiras a través de redes sociales y otros medios y la predisposición de quienes las consumen a aceptarlas pasivamente. Ya no es necesario inventar pruebas que convenzan a un público: basta con decir la mentira para que sea reproducida masivamente —así nos distrae, indigna y pronto deja de importar. No se trata solamente de engaños, sino de un espectáculo que al entretenernos o indignarnos constantemente acapara nuestra capacidad de crítica o, como en el caso de Bucaram, de memoria.

Así como el estatus de celebridad de Trump fue clave en esto, nuestra fascinación por el Loco revela lo particularmente susceptibles que somos a su show. Aunque es difícil no reírse de sus videos de excesos, mientras suda y despotrica, de ese meme auditivo en que se convirtió su grito de Y Ahora, o de sus delirios de grandeza (se ha comparado con Gandhi y Jesús), o sus relatos inverosímiles (dijo que había salvado un caballo dándole respiración boca a boca) el peligro es pensar que esa atención farandulera es inocua. Puede, esperemos, que el tiempo de Abdalá Bucaram ya haya pasado. Pero su regreso es una advertencia de lo que podríamos otra vez olvidar y perdonar mañana.