Theresa May, la primera ministra conservadora de Reino Unido, llamó en abril de 2017 a una elección en la que, creía, según los sondeos previos, tendría una amplia victoria. Se equivocó. Convocados para el 8 de junio de 2017, los británicos —lejos de reforzar el mandato de May— volvieron a hacer lo mismo que en el referendo del Brexit: tirar a la basura las encuestas.

Los sondeos de opinión pública le daban a May una ventaja de 20 puntos sobre el líder laborista Jeremy Corbyn. Ese margen nacía de la premisa de que los tories —como se los llama a los conservadores en el Reino Unido— eran garantía de un gobierno fuerte y estable, aspectos necesarios para alcanzar una exitosa salida británica de la Unión Europea. La idea que un gobierno de Corbyn representaría debilidad e inestabilidad se basaba en que al interior del partido Laborista había serias dudas sobre su liderazgo. Pero, para sorpresa de May, en cuestión de pocas semanas, la historia reciente de cambios súbitos en las elecciones, le demostró a la primera ministra su error: perdió la mayoría absoluta y ahora tendrá que formar un gobierno de coalición en un hung parliament (literalmente: parlamento colgado, cuando ningún partido por sí solo alcanza mayoría suficiente para gobernar).

Así como ha ocurrido en cada una de las elecciones británicas anuales desde 2014, el resultado final depende de la fuerza del mensaje y de cómo la gente se conecta, movilizándose. Algo que puede modificar radicalmente el panorama electoral en poco tiempo. Con las elecciones de junio, a May le pasó lo que a Alicia en el país de las maravillas: el Reino Unido es una tierra de sorpresas inesperadas. En su caso, electorales.

El resultado cambia en poco tiempo y pende del eje de gravedad de los asuntos en debate. Ocurrió con el referendo sobre la independencia de Escocia en 2014. El entonces primer ministro, David Cameron, pensó que su popularidad y la ventaja en las encuestas de la opción por una Escocia unionista, le iba a permitir desarmar los anhelos independentistas del Scottish National Party (SNP). Por ello llamó a un referendo que creía ganado. Pero la llama del nacionalismo escocés demostró ser lo suficientemente fuerte como para convertir al referendo en una elección reñida. A pesar de la derrota de la opción por una Escocia independiente, el SNP ganó en el mediano plazo: se convirtió en la fuerza política dominante en 2015, alcanzando 56 de los 59 escaños que se eligen en Escocia para el parlamento británico. El referendo también tuvo una consecuencia electoral en el resto del Reino Unido: se exacerbó el espíritu unionista.

Ese sentimiento polarizó la votación en las elecciones generales de 2015, que se pensaban más parejas entre laboristas y conservadores, pero que le dio una ventaja significativa a los tories: alcanzaron 330 members of Parliament (MP) de los 326 MPs necesarios para formar mayoría (de un total de 650). Los grandes perdedores fueron los laboristas, prácticamente borrados de Escocia y debilitados en Inglaterra y Gales, donde los conservadores ganaron miembros del parlamento. La otra fuerza que creció a expensas del laborismo, fue el nacionalismo xenófobo del Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP, por sus siglas en inglés).

El resultado de 2015 generó dos procesos paralelos. Los laboristas experimentaron una rebelión de su ala más de izquierda, que llevó a Jeremy Corbyn a convertirse en el líder del partido luego de las elecciones generales. Corbyn representaba la vuelta a las raíces históricas del laborismo, de lucha por reivindicaciones sociales, que se suponía obsoleta frente a la predominante doctrina del ex primer ministro, Tony Blair, de una nueva socialdemocracia más promercado.

Eso desató un problema de identidad, porque la mayoría de sus miembros del parlamento compartía la visión que había impregnado Blair en el partido –de arrebatar votos a los conservadores con un discurso que incorporaba elementos tories—, mientras que las bases partidarias querían una oxigenación que implicaba diferenciarse radicalmente de los conservadores. Esta pugna generó divisiones internas y varios intentos por desbancar a Corbyn, que se impidieron por el claro apoyo de las bases al nuevo líder.

Por otro lado, Cameron creyó que la debilidad de los laboristas con Corbyn a la cabeza y el crecimiento del UKIP, implicaban una oportunidad para zanjar la relación del Reino Unido con la Unión Europea. El primer ministro creyó que el apoyo mayoritario en las encuestas para mantener a su país en la UE (remain) iba a reforzar la imagen proeuropea de su facción dentro del partido Conservador y a romper el eje de crecimiento del UKIP.

La apuesta de Cameron fue un error de magnitudes insospechadas. La opción por salir de la UE (leave o Brexit) ganó 52% a 48%, dejando al Reino Unido partido en dos, gracias a un discurso xenófobo de los brexiters lleno de mentiras, que mezcló peras con manzanas: las políticas de austeridad conservadoras que redujeron beneficios sociales, encontraron en los migrantes en general, y a los de la UE en particular, al chivo expiatorio perfecto. David Cameron tuvo que renunciar, dejando el desafío de negociar la salida británica de la UE a su sucesora, Theresa May, en julio de 2016.

Lo que siguió en 2017 con el llamado a elecciones generales que hizo May en abril fue otro guion de triunfalismo y sorpresa eleccionaria. Las encuestas le daban una ventaja de 20% o más a los tories sobre los laboristas, que les garantizaba alcanzar una mayoría aplastante en el parlamento, que no se había visto desde Margaret Thatcher en 1983.

A pesar de que la primera ministra había negado sistemáticamente que iba a llamar a elecciones anticipadas, el escenario para buscar una mayoría significativa para negociar el Brexit e introducir reformas, era ideal. Tal como lo muestra esta reseña de la BBC sobre May, eso estaría relacionado con su afán por tener control de las cosas. Ganar con un mandato abrumador significaba permitirle a May llevar a cabo su idea de un hard Brexit (una posición dura frente a la UE) y continuar las políticas de austeridad. Su eslogan de campaña “strong and stable” (fuerte y estable) voceaba los supuestos contrastes con el “débil e inestable” liderazgo de Corbyn. Nadie sospechaba que en menos de dos meses su eslogan se iba a convertir en un bumerán.

El destino cambió conforme el electorado fue descubriendo los detalles de las propuestas y personalidades de cada candidato. Theresa May llegó a ser primera ministra por haberse mantenido en pie en el Juego de Tronos en que se convirtió la sucesión de Cameron tras el referendo de 2016. Sin embargo, electoralmente hablando, no tenía ningún mérito: cuadrada, con un esquema retórico plano y repetitivo, sin el carisma que le permitiera acercarse a los votantes. Y, además, acumulando la carga de ser una “política tipo”, que le ha pesado a muchos candidatos en Europa y Estados Unidos, en el sentido de no ser honestos y no cumplir con su palabra.

Eso quedó expuesto cuando los conservadores sacaron un manifiesto que incluía reducciones en los beneficios sociales (desde el acceso a beneficios de cuidados a adultos mayores con demencia, hasta la reducción de los almuerzos escolares) frente a los que May tuvo que desdecirse. Los recientes atentados en Manchester y Londres también significaron un traspié enorme. No solo que mostraron fallas en las acciones de inteligencia para prevenir el terrorismo. Además tocaban directamente a May, quien fue Ministra de Asuntos Interiores durante el gobierno de Cameron, y estuvo a cargo de reducir el contingente policial, haciendo más débil e inestable a la seguridad del país.

Los errores de campaña de May contrastaron con los aciertos de Jeremy Corbyn. Las expectativas respecto del líder laborista eran muy bajas, por lo que su campaña, que apuntaba a fortalecer el Estado y a implementar una salida amable de la UE, comenzó a calar en el electorado, sobre todo entre los más jóvenes y en aquellos que habían votado por el remain. Corbyn no es un líder carismático, pero sí es visto como honesto: dice lo que piensa. Su eslogan fue claro: for the many, not the few (por los muchos, no por los pocos). En ese sentido, su discurso inclusivo y progresista, desmarcado de la ortodoxia económica, apuntó a movilizar a los más jóvenes y a recuperar el voto de los left behind (dejados fuera) que habían votado por el UKIP. Su figura se fue acrecentando por contraste, en la medida en que el eje de campaña de May fue perdiendo coherencia y credibilidad.

El clima de la campaña cambió pero hasta el final nadie sabía las implicaciones de esos cambios. Hasta la semana de las elecciones, las encuestas daban varios escenarios que ponían a los conservadores a la cabeza, a veces con mayoría aplastante (por encima de los 360 parlamentarios) y otras con una mayoría superior a los 330 parlamentarios actuales. Pocas encuestas vaticinaban una carrera más pareja que podría implicar un hung parliament, que obligara a formar coalición.

El punto es que los modelos estimaban una participación electoral menor, sobre todo entre los jóvenes, que históricamente han votado en menor proporción que los otros grupos de edad. La sorpresa de una caída en 12 parlamentarios de los tories (ahora tienen 318 en total) y el aumento en 32 parlamentarios del laborismo (alcanzando 262) se debió a la alta participación (69%, la más alta desde 1997), sobre todo entre los jóvenes. El resultado también significó que la mayoría absoluta de May desapareció y que el liderazgo de Corbyn se fortaleció de cara a su partido y al país.

Si bien los conservadores siguen siendo mayoría, existe consenso en que la apuesta de May falló. Ello ha llevado a una serie de cuestionamientos sobre su capacidad para hacer gobierno, incluso desde la propia derecha, considerando que perdió apoyo y que ahora deberá hacer coalición con el nacionalismo norirlandés de los diez parlamentarios del Partido Demócrata Unionista (DUP, por sus siglas en inglés), que quiere una salida dura de la UE. Sin embargo, el mensaje de estas elecciones fue claro: no hay mayoría para un Hard Brexit ni para la profundización de las políticas de austeridad. Además, existe una participación más activa de los jóvenes, considerablemente más pro UE y por la extensión de las políticas sociales. En ese sentido, la pregunta no es si May conducirá la negociación del Brexit, sino hasta cuándo será primera ministra.

Aparte de May, también perdieron apoyos los nacionalistas xenófobos del UKIP (cero escaños) y los escoceses del SNP (bajaron de 56 a 35). En cambio, Corbyn se erigió en el inesperado gran vencedor. De cómo se proyecten su liderazgo y discursos, dependerá hasta qué punto Reino Unido repetirá el guion de las sorpresas inesperadas, que parecen no terminar.

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