Empezaba a llover pero no importaba.  Liderados por el ex candidato vicepresidencial Andrés Páez, los machos quiteños saltaban frente al Consejo Nacional Electoral (CNE) con iras para defender su patria y su democracia. Sudaban, gritaban y flexionaban sus piernas de arriba a abajo para asegurar a la masa que les rodeaba que no eran correístas y que no eran maricones.  Y ahí estaba yo, mojado y sin ganas de saltar. “Poropopó, poropopó”—era el grito que Páez lideraba y alrededor coreaba— “el que no salta es correísta maricón”.  Se abrazaban mojados por la lluvia, frotándose unos a otros y salpicando su sudor. Algunos se sacaron la camiseta para ondearla en el aire, unos musculosos, otros más panzones, pero todos rebosantes de amor patrio. El grito era el de varones en rebelión. Poropopó.

El cántico me sumía en una profunda crisis identitaria. ¿Cuán maricón era yo en realidad? Esos encuentros casuales, ¿me hacían correísta?

Medio maricón, sin duda. Maricón esporádico, pensaba. Maricón ¿recreativo? Pero, ¿importaba esto en realidad? ¿Debía yo dar explicaciones detalladas de mis experimentos sexuales al señor de terno que gritaba enfurecido que Patiño era el amante de Correa, poropopó, poropopó?

O quizás yo estaba exagerando: después de que yo mencioné el racismo que informa nuestra cultura política, un amigo —que sube la mirada siempre que habla de su deber patriótico por defender la democracia— me decía que yo estaba exagerando. Durante las protestas, me explicaba, la prioridad era la democracia, no “la corrección política”. Era difícil controlar los ánimos, como en el estadio —y pues bien, maricón es un insulto común entre ecuatorianos. Qué se le va a hacer.

La incomodidad que sentí mientras los machos defensores de la democracia afirmaban a gritos su heterosexualidad es superable. Después de todo, mi presentación de género nunca me ha invitado a hacerme cuestionamientos serios —o amenazantes— sobre mi sexualidad. En general, no tendría por qué clarificar nada a nadie, excepto que en ese preciso momento se demandaba una posición de mi parte: o seguir la corriente y tomar las palabras como mero impulso, o no hacerlo y pensar en el tipo de democracia que esas palabras defendían. No, no eran todos los que mariconeaban con odio. Pero era normal en un espacio que pretendía representar libertad y democracia.

Lo simbólico es sintomático. Ese grito normalizado es quizás la mejor ilustración de las limitaciones  y del fracaso —porque fue un fracaso— de la propuesta política de oposición. Es un grito que muy probablemente comparten tanto opositores como correístas, pero que precisamente por eso evidencia los profundos prejuicios que comparten más allá de sus discrepancias coyunturales.  De muchas maneras son exactamente lo mismo. La ¿democracia? por la que se luchaba —por la que un montón de quiteños gritaba en la calle— era una que todavía concibe que una parte de la población es inferior. Lo concibe como normal, como parte de su cultura. Not a big deal.

Las protestas son enclaves poderosos y reveladores de una sociedad. Así como una campaña electoral puede desnudar elementos importantes de una lógica de gobierno, una protesta concentra los cuerpos detrás de la abstracción política.

En el caso de las protestas frente al CNE, ahora es importante decirlo: la democracia que se defendía era excluyente en su práctica simbólica y corporal. Y no se trata de correción política. Al diablo la corrección política y la censura de la palabra. El tema es entender cómo el lenguaje de la protesta puede establecer estas demarcaciones y normalizarlas. No son situaciones excepcionales, sino la expresión más corporal de lo que un movimiento —una movilización— valora o no.

Los gritos, los símbolos, no pueden ser tomados solamente como expresiones inevitables de enojo porque no somos animales. Como seres con agencia y conciencia, podemos organizarnos para consensuar sobre lo que consideramos aceptable (o no) en una acción colectiva. La palabra maricón como insulto no era un exabrupto, sino que hacía parte de un lenguaje de movilización.

Una de las personas con las que hablé frente al CNE me decía que resentía que se hablara y criticara a las protestas por ser —lo dijo literalmente— de añiñados. “Al fin de cuentas son los añiñados los que están peleando por la democracia”, decía. Es una conclusión un poco fácil. Quizás vale preguntarse qué tipo de discurso y propuesta democrática concentra a un grupo tan homogéneo y excluye a tantos otros. Por eso es importante analizar los símbolos de la protesta: todo movimiento social exitoso lo hace.

A más de un mes de las elecciones y sus protestas, deberíamos poder  analizar el proceso de oposición con ánimos menos caldeados. En su último artículo Matthew Carpenter-Arévalo argumentaba que el resentimiento social —contrario a como se lo suele mencionar— era también un fenómeno que afectaba a gran parte de la élite ecuatoriana. Carlos Andrés Vera comentó en respuesta que la división y polarización no fue electoral: que muchas de las provincias en las que ganó Lasso son de mayoría popular y, en el caso de la sierra central, de alta población indígena. Es verdad. Sin embargo, Vera olvida cuánto de esa coalición se formó a pesar de las políticas de Lasso y en reacción a Correa, como apuesta a una “democracia imperfecta” que — por sobre todo— viabilice un clima distinto para la organización. Fue una coalición del No queda más, con una propuesta representativa casi cómicamente excluyente: dos machitos blanquiñosos y un equipo con poquísimas trayectorias populares. Vera, por eso, se desvía  del punto más importante del texto de Carpenter-Arévalo: que las fuerzas detrás de la oposición —así como su discurso y como las protestas de abril— fomentaban el resentimiento tanto como Correa. Otra vez: la representatividad forma discursos y por eso importa muchísimo.

Yo —maricón ocasional, poropopó— fui a las protestas porque en verdad creía que era necesario pelear para que se respete el voto mayoritario. También voté por Lasso por una posibilidad de mayor apertura democrática y a pesar de la homogeneidad representativa de su binomio. Entonces me pareció importante priorizar la movilización por el cambio. No era tiempo de la crítica. Pero lo que no se dijo durante la campaña debe decirse ahora.

Mientras siga siendo normal que la palabra “maricón” —y tantas otras—  se utilice como insulto contra los que piensan distinto— el lenguaje de movilización nos mantendrá atados a riñas de poder entre gallitos. Después de todo, el machito con ínfulas de salvador suda y grita igual aunque esté en posiciones contrarias. Poropopó.