Hace más cinco años —el 7 de mayo de 2011— el 54,43% de los quiteños votó para que se prohíban “los espectáculos que tengan como finalidad dar muerte al animal”. Pero ese mismo año el Concejo Metropolitano de Quito, mediante ordenanza, autorizó las corridas de toros con la condición de que el animal no muriese en la arena —a vista del público— sino escondido, a puerta cerrada. De esta manera, se interpretó que el voto de la mayoría de quiteños no fue por la abolición de las corridas de toros y demás salvajadas (peleas de gallos, peleas de perros, sacrificios de sangre en Corpus Christi) —como pensábamos los incautos que votamos por el sí— sino solo para esconder la muerte y prolongar, sin testigos, la agonía del toro en un oscuro lugar. Nos dieron decidiendo, como se dice en Quito. Esta ordenanza es el ejemplo perfecto de la mojigatería quiteña: lo importante no es qué tan malo o qué tan éticamente cuestionable es lo que hacemos, sino cómo eso cuestionable se puede ocultar.

Este año, seguramente, será uno más para irrespetar la democracia y la voluntad de la mayoría de quiteños expresada en las urnas. En 2012, la Feria Jesús del Gran Poder —avalada por esa ordenanza interpretativa de la voluntad de los quiteños— se publicitó y anunció la venta de abonos y entradas. Pero el evento se cayó en las boleterías de la misma manera en que había perdido en las urnas, y se canceló por la bajísima taquilla recaudada. Desde entonces, la Plaza de Toros de Iñaquito ha permanecido sin feria taurina. A manera de consuelo, y al amparo de la ordenanza, cada diciembre un grupo de aficionados realiza corridas de toros en la pequeña Plaza Belmonte (en el barrio de San Blas del centro de Quito) con una menguada asistencia. Las organizaciones que se oponen a esta práctica han interpuesto una demanda de inconstitucionalidad (Protección Animal Ecuador, PAE) y un recurso de democracia directa, denominado #IniciativaAntitaurina (Colectivo Abolición es Evolución), en contra de la ordenanza. Pese a los años transcurridos, hasta hoy, ninguna de las autoridades competentes —Corte Constitucional y Concejo Metropolitano— ha dado respuesta definitiva a estos dos procesos. Mientras no lo hacen, cada diciembre las corridas de toros se realizan en Quito en medio de protestas, reclamos y debates, que no resultan tan fáciles de esconder como la muerte del animal.

Las autoridades y los aficionados quieren cerrar los ojos ante lo evidente: la tauromaquia está en decadencia. No solo en Ecuador sino en el mundo. Cada vez hay menos público y menos festejos taurinos. Cada día el tema también enfrenta mayor oposición y repudio social, en especial de los jóvenes que cuestionan la crueldad de esta tradición. A esto los taurinos responden: respeten, si a ustedes no les gusta no vengan a la plaza que nosotros seguiremos acá lacerando y matando a los animales (que les importan y quieren defender). Pero, ¿dónde está el respeto en esta respuesta?

El problema en este debate es, en realidad, el choque entre dos tipos de moral: una vieja, en decadencia, que lucha por mantenerse y una nueva, emergente, que reconoce a los animales como seres sintientes: capaces de sufrir y disfrutar, de tener experiencias y conciencia y por tanto merecedores de cierta consideración. La moral no es más que las costumbres socialmente aceptadas dentro de cada grupo, por eso hay diferentes tipos según la geografía, la cultura, la edad y la época de cada uno de estos grupos humanos. La ética, por el contrario, es el estudio crítico de los diferentes tipos de moral: investiga cada una y analiza sus valores, su justificación racional, su aplicación individual y colectiva, su coherencia, su evolución y sus consecuencias. Por lo tanto, el debate sobre la tauromaquia —que enfrenta a dos tipos de moral— es un debate fundamentalmente ético.

La tauromaquia apela a una defensa desde su propia moral: es parte de una cultura, es una tradición arraigada por siglos, se considera un arte en su entorno social y la libertad de celebrarla está reconocida en su jurisdicción. Todo esto es cierto. La complicación radica en que ninguna de estas características constituye una justificación ética válida. Cuando los taurinos son llevados, con sus argumentos, a los terrenos de la ética, la batalla de la vieja moral está perdida. Taurinos y activistas, podrían intentar una base común de respeto para el debate: no hagas al otro lo que no te gustaría que te hagan a ti. El problema es que cada una de las partes entenderá esto desde su propia moral. En la de los taurinos la palabra otro solo podría incluir a los activistas (léase humanos). En la moral de los activistas se incluye al toro, al caballo y al resto de animales. Para entenderlo, es necesario explicar el especismo, ese término acuñado en 1970 por el psicólogo y doctor en ciencias sociales y políticas, de la Universidad de Cambridge, Richard D. Ryder quien describe la existencia de una discriminación en contra de los animales no-humanos y la compara con otras conductas discriminatorias como el racismo o el sexismo. Todas ellas, dice Ryder, se sustentan en diferencias físicas moralmente irrelevantes. Por ejemplo, el hecho de que alguien sea hombre o mujer no debería cambiar la moral que rige el derecho al voto. En ese sentido, ser hombre o mujer no es una diferencia física moralmente relevante para votar. De igual manera, que un animal sea humano o no-humano no debería cambiar la postura moral frente a la tortura: rechazo. Pero si hablamos de una piedra, o un tronco, incapaz de sufrir como los animales (humanos y no-humanos) esa sí es una diferencia física moralmente relevante. No le debemos ninguna consideración moral a una piedra. La discriminación especista establece que los intereses de un ser son menos importantes por el simple hecho de no pertenecer a la especie animal humana. El antropocentrismo moral, es decir, la infravaloración de los intereses de quienes no pertenecen a la especie Homo Sapiens, está tan arraigada en la humanidad que, como lo dijo el escritor checo Milán Kundera, “el derecho a matar un ciervo o una vaca es lo único en lo que la humanidad coincide fraternalmente, incluso en medio de las guerras más sangrientas”. Bajo la óptica del especismo uno puede infligir a un animal los tormentos y la muerte más cruel no solo para alimentarse o vestirse sino también para satisfacer los deseos más banales como el entretenimiento. En Animal Liberation: A New Ethics for our Treatment of Animals, New York 1975, el filósofo contemporáneo Peter Singer demuestra cómo la argumentación que justifica el especismo no es distinta a la que se ha utilizado para defender el esclavismo, el racismo o el sexismo. Cuando Mary Wollstonecraft, precursora del feminismo, publicó en 1792 su libro A Vindication of The Rights of Women, un famoso filósofo de Cambridge, Thomas Taylor, trató de ridiculizar su propuesta haciendo una analogía de la lucha feminista con la defensa de los derechos de las bestias —se refería a perros, gatos y caballos. Muchísimo antes de que exista el término, sin querer, Taylor había probado la base del especismo.

Cuando alguien habló en contra del circo romano los detractores seguramente le dijeron que el circo era parte de la cultura, que era un arte y a la final sólo eran gladiadores o cristianos los que sufrían y morían. Luego, cuando alguien habló en contra de la esclavitud le dijeron “pero si solo son esclavos”. Después, cuando alguien habló en contra del racismo le dijeron “pero si solo son negros o indios, qué importa”. De ahí, cuando alguien habló en contra del sexismo le dijeron “pero si son solo mujeres”. En todos estos procesos históricos hubo activistas que lucharon en contra de la conducta discriminatoria. En el caso de la tauromaquia no es distinto. Los activistas buscan la abolición de esa conducta y la defensa de las víctimas (toro y caballo, en este caso). Entonces, decirles que si no les gusta la tauromaquia no vayan a la plaza y respeten los gustos de los demás resulta ingenuo y risible. Tan ridículo como que alguien en el pasado hubiese planteado que al que no le gusta la esclavitud pues que no tenga esclavos y deje en paz a quien quiera tenerlos; o, que al que no le gusta el racismo que trate bien a negros e indios pero que deje en paz a quien quiera denigrarlos; o, que al que no le gusta el sexismo pues que no lo practique en su casa pero que deje en paz al vecino que golpea a su mujer en uso de sus libertades, como es costumbre y tradición.

En todos los procesos abolicionistas de la historia se dio una lucha entre la vieja y la nueva moral, como sucede con el tema de la tauromaquia, y fue muy difícil llevar el diálogo con respeto pues la vieja moral nunca está dispuesta a dejar sus prácticas para sentarse a conversar. Por eso, en todos estos casos, los actores del lado de la nueva moral cobraron el nombre de activistas, como no podían dialogar entonces solamente les quedó actuar.

Defender la libertad de torturar a un animal en público hasta la muerte, según unas reglas, y calificar al hecho de celebración, a la costumbre de patrimonio inmaterial, al engaño y tormento del animal de una gesta, a su difusión de cultura y a sus matarifes de héroes, solo es posible desde la moral de la tauromaquia que es violenta, cruel y arcaica. Sino por qué esto se ha prohibido en todos los países latinoamericanos que detentan menores índices de violencia —Chile, Uruguay y Argentina— y se promueve y practica legalmente en los países con mayores índices de violencia de la región —México y Colombia. ¿Coincidencia? No hay que ser ingenuos, la cultura violenta trae violencia. La tauromaquia permite la más vil y cínica de las incoherencias: decir que aman al toro de lidia mientras gozan de torturarlo y matarlo. Esa es una forma patológica de amar. Lo mismo sucede con los violadores, pederastas o zoófilos que dicen “amar” a sus víctimas. Por eso los activistas llaman a los taurinos, taurópatas. Desde la ética, la tauromaquia es una patología social.

Pero todas estas conductas a lo largo de la historia han tenido un mismo final: la abolición. Esa es la dirección del progreso moral que siempre se dio por el trabajo de los activistas que no pudieron ser respetuosos, no porque no querían serlo sino porque la vieja moral nunca estuvo dispuesta a otorgar un espacio para el respeto. Yo no discuto que la tauromaquia sea cultura o arte, como algunos activistas, porque eso es irrelevante. No toda cultura o arte son buenos o malos intrínsecamente sino por los valores que promueven en la sociedad. En la lucha de dos gladiadores en el circo romano hubo tanto arte o más que en la tauromaquia, la destreza con las armas y el escudo, la preparación, la convicción espiritual, el compañerismo, el ritual de valor y el desafío a la muerte: «Salve, César, los que van a morir te saludan». Pero por más arte o cultura que lo respalde, éticamente el evento es inaceptable pues solamente causará dolor y muerte entre sus protagonistas, que fueron obligados por la fuerza a participar (como sucede con el caballo y el toro en la tauromaquia). El gozo de ciertos espectadores -que en actitud violenta, cruel y sádica- disfrutan de algo así no justifica esta atrocidad.

¿Hay diferencia entre el circo romano y la tauromaquia? ¿Qué ahora solo se mata animales? La violencia y la crueldad son antivalores que no hacen bien a la sociedad. Tampoco el desprecio a los animales. Vale la pena analizar las discusiones —como esta, esta y esta— que se dieron en el parlamento catalán, con expertos veterinarios y filósofos, que terminaron con la abolición de las corridas de toros en una de las regiones más importantes de España.

La cuestionada ordenanza municipal de 2011 ampara la legalidad de la tauromaquia en Quito. Las dos iniciativas que la cuestionan, a pesar de los años transcurridos, no han obtenido ninguna respuesta. Los que callan para mantener esta tradición, se olvidan del juicio ético. En ciertos países es legal lapidar a una mujer hasta la muerte por haber sido infiel. En otros es legal la mutilación genital femenina de menores de catorce años. ¿Les parece que debemos respetar estas prácticas solo porque, según la moral y cultura en esos países, son legales? Casi todas las atrocidades de la historia fueron legales en su momento, como la esclavitud en el mundo, el genocidio de los nativos norteamericanos, la Mita en los Andes, los campos de concentración y exterminio de la Alemania Nazi, el Apartheid en Sudáfrica o las ejecuciones de homosexuales y mujeres impías que todavía se practican en Arabia Saudita. Así que el argumento de que se respete una actividad por ser legal cuando lo que está en juego es una discusión ética es inaceptable.

El añejo silencio del Consejo Metropolitano de Quito y de la Corte Constitucional respecto de los procesos de reclamo mencionados resulta muy conveniente para los taurinos que seguirán celebrando corridas este diciembre. Las autoridades responsables pasarán a la historia como cómplices de esta burla a la voluntad, expresada en las urnas, del pueblo de Quito, tristes defensores de la vieja moral. Defensores por omisión, sin argumentos, con apenas un vergonzoso y larguísimo silencio. Las nuevas generaciones los recordarán con indignación y vergüenza como detractores del progreso moral que pese a todo, como nos enseña la historia y como lo describe este ensayo de la revista Aeon, no se podrá detener.

Mientras haya corridas no habrá respeto en el diálogo sobre este tema y los activistas harán lo que han hecho a lo largo de la historia: seguir actuando, hasta la abolición.