Una mañana de junio de 2016, John Griffin teje unas redes de pesca que no lanzará al mar. Está parado frente a su bote, en la playa del pueblo pesquero de Hastings, al sureste de Inglaterra. Griffin tiene la barba espesa y canosa, y el pelo cenizo alborotado. En la oreja derecha lleva una argolla para que todos sepan cuál es su oficio: pescador. “El arete de un pescador puede pagar por su funeral” me dijo en una de nuestras conversaciones. No hay, sin embargo, una prenda con la que pueda pagar una tripulación: desde que la pesca dejó de ser un buen negocio, Griffin sale al mar solo —si es que sale. Dice que no puede arriesgarse, que solo puede zarpar si sabe, a ciencia cierta, que la pesca será buena. “Si no, pierdo tiempo y dinero”. Su barco es uno de los más pequeños de toda la flota de Hastings, que ya de por sí son los más pequeños de todos: tienen menos de diez metros de largo. Ninguno tiene seguro, y las embarcaciones como las de Griffin, no pueden adentrarse más de seis millas en el agua. Según él (y muchos de sus colegas), cada vez le es más difícil ganarse la vida desde que la Unión Europea les impuso un sistema de cuotas sobre la mayoría de especies que atrapan. Por eso, como todos los demás pescadores de Hastings, querían salir de la Unión Europea. El 23 de junio fueron todos a votar, y todos marcaron el cajón que decía Leave convencidos de que perderían.
Brexit y los pescadores

John Griffin, el hombre que pesca solo. Fotografía de José María León Cabrera

La mañana siguiente bajé muy temprano a la playa. Por su oficio, los pescadores se adentran a las aguas del Canal de la Mancha a partir de las tres de la mañana. El día anterior han dejado sus redes en el fondo marino, marcadas por banderas de colores y señaladas por puntos en sus aparatos de GPS. Llegué con la idea de que me encontraría una flota de fiesta: el Reino Unido había decidido dejar la Unión Europea, por una votación de 52% a 48%. Supuse que los pescadores estarían felices. Pero la playa estaba tranquila y fría. La mayoría de botes estaban aún en el mar, así que los únicos que estaban disponibles para conversar eran los boy-a-shore, pescadores retirados que pasan la mañana preparando la llegada de la pesca: lavan las trampas con las que atrapan calamares, arreglan las redes que los cangrejos y las centollas rompen con sus tenazas poderosas, tienen listo el carro con el que llevarán el lenguado, los espadines, las mantarayas, los bonitos y los tiburoncillos al mercado. Peter Adams —a quien todos llaman the Spider— es uno de ellos. Tiene setenta y nueve años, un ojo de vidrio y una autoestima de fierro. Cuando le pregunté qué opinaba del resultado, dijo que no sabía que habían ganado. Seguía serio, con los brazos cruzados en la espalda, viendo al mar. Algo no terminaba de cerrar: ¿no debía este hombre al menos sonreír con esta noticia? Su apatía era inquietante: “¿Qué cree que pase ahora?”, le insistí. “No tengo idea, ni me importa” — contestó sin mirarme— “Yo tengo unos cuatro o cinco años más de vida, y nada va a cambiar mientras esté vivo”. A esa misma hora en Londres, miles de jóvenes se quejaban, sin conocerlo, de the Spider: “Ancianos y nostálgicos brexiters me han robado mi futuro”, escribió Sara Abassi, una estudiante de una escuela pública de Londres, en el diario The Guardian. Beth White, una estudiante de posgrado de University College London que recibió la noticia mientras hacía el trabajo de campo de su maestría en Ghana, escribió en Facebook: “¿Es esto alguna clase de broma retorcida?”. Tres de cada cuatro jóvenes británicos votaron para quedarse en la Unión Europea. Estaban devastados. Dos de cada tres habitantes de Hastings votaron para salir. No estaban particularmente felices.

Una hora y media después, esa misma mañana, Kaya, el bote azul de Paul Joy llegó a la playa. Joy es el presidente de la Sociedad de Protección de Pescadores de Hastings. Joy es como un pescador sacado de un cuento: perdió media nariz por un cáncer de piel, pero tiene un aire encantador y los ojos azules y penetrantes. Bautizó a su barco con el nombre de su nieta. Hay cierta serenidad en él que no hay en los demás pescadores. Es uno de los pocos que tiene estudios universitarios. Durante los meses previos al Brexit, el hombre que se graduó de horticultor pero prefirió el mar se ha pasado respondiendo preguntas de reporteros, dando entrevistas, justificando su posición sobre la Unión Europea. El día en que lo conocí tuvo que interrumpir nuestra conversación porque la revista The Economist llamaba por tercera vez, buscándolo. En las semanas siguientes, cada tanto aparecía un equipo de televisión, lo hacían parar frente a su barco y lo entrevistaban sobre el Brexit. Joy siempre miraba al horizonte, y se ladeaba ligeramente. Joy tiene claro que no es solo el capitán de su barco, sino de su causa. Uno de esos días, mientras nos tomábamos un té con leche en el Club de Pescadores, explicó su postura frente a la salida de la Unión Europea. “Para nosotros es un no-brainer”, dijo: ni siquiera tenían que pensárselo demasiado. A medida que hablaba, su caso parecía sólido: las políticas de límites de pesca por especie de la Unión Europea habían mermado los ingresos de los pescadores de forma drástica. Según él, su familia ha vivido y pescado en el pueblo desde el año 1100. Dice que su su oficio está amenazado desde el 2006 cuando las embarcaciones pequeñas fueron incluidas en el sistema de cuotas de pesca de la Unión Europea que establece máximos de captura por especie marina. Según Joy, cada bote pasó de pescar cuatro toneladas de bacalao a apenas media. “La cuota es tan absurda” — explica mientras toma té— “que si salgo de lunes a viernes durante un mes, tendría que pescar medio pescado al día. Y el resto tengo que botarlo de regreso al agua”. Dice que Europa los asfixia. Cuando salió del bote esa mañana post referéndum, sin embargo, parecía más serio que de costumbre. Reconoció que estaba en shock, que no esperaba el resultado. Sabía que Londres era un hervidero de indignación y fue sincero: “aún no he asimilado el resultado”—dijo mientras terminaba de empujar su barco sobre la playa de piedras redondas de Hasting— “no sé qué vamos a hacer”. Unos días antes, John Griffin me había advertido que no había motivos para hacer planes para después del Brexit: el gobierno se encargaría de manipular la elección para que no tuvieran que salir de Unión Europea. “Va a haber fraude”, dijo. Pero no hubo. El conteo duró horas: las mesas de votación cerraron a las diez de la noche, y hacia las doce los resultados eran 52% para quedarse, 48% para irse. Medio Reino Unido se fue a dormir con la certeza de que nada cambiaría.

En verano, el sol sale en Inglaterra alrededor de las cuatro y veinte de la mañana. Para esa hora, amanecía también un nuevo país: el que había decidido salir de la Unión Europea. Era una metáfora tan fuerte que el columnista del diario The Guardian, Jonathan Freedland, publicó un texto a las 06:16 de la mañana: Nos hemos levantado en un país diferente. Durante la noche, las tendencias se habían invertido y Salir tenía el 52% definitivo. El único condado inglés que había votado para seguir en la Unión era Londres —la fractura entre el británico rural y el británico urbano se mostraba más fuerte que nunca. Era la derrota cosmopolita, el triunfo del tribalismo.

Para los extranjeros que vivimos en el Reino Unido, el resultado era casi un invitación a irnos. Los días posteriores los racistas salieron del clóset. Una escuela mayoritariamente polaca fue vandalizada. Susan Mayne, una abogada londinense, vio cómo una británica de ascendencia caribeña —sin provocación de por medio— le gritaba a una mujer polaca en un bus: “¡Fuera de aquí, inmigrantes ilegales!”. Era el discurso que había escuchado abiertamente en Hastings durante semanas: “esa parte de la ciudad ya no es tan bonita, hay mucho inmigrante” dijo un pescador. Otro, ya en confianza, dijo que había visitado Sudáfrica en los tiempos del Apartheid: “cuando era mejor, ¿sabes?”. Unos días después del triunfo del Brexit, mientras mi novia y yo tomábamos café en el Club de Pescadores, un ex pescador nos escuchó hablar en español: “English, please” —nos dijo en modo pasivo-agresivo— “ya no estamos en Europa”. Detrás de las cuotas de pesca, detrás de los argumentos en contra de la burocracia continental, detrás del argumento del costo que le significa la Unión Europea a los británicos, hay un tufo xenofóbico perturbador.

No hay solo alarmas racistas, sino políticas. Desde el gobierno de Margaret Tatcher, el Estado de bienestar británico se ha ido reduciendo progresivamente. La insatisfacción de los británicos con los políticos tradicionales —conservadores laboristas—, los ha hecho regresar la mirada a los extremos del espectro político. El ultranacionalismo —un mal del que siempre ha padecido el continente, pero durante 70 años la Unión Europea supo mantener a raya— ha ido ganando nuevos militantes y los que hace décadas habrían sido tomados por payasos o charlatanes, hoy son referentes políticos. Uno de ellos es Nigel Farrage, exlíder del partido Reino Unido Independiente (Ukip, por sus siglas en inglés). Farrage, uno de los promotores principales del Brexit, fue el autor de un despreciable anuncio en que se veía a miles de refugiados cruzar la frontera entre Eslovenia y Croacia durante el punto más duro de la crisis de refugiados, en octubre de 2015, con el mensaje “PUNTO DE QUIEBRE: La UE nos ha fallado. Debemos liberarnos de la Unión Europea y retomar el control de nuestras fronteras”. El póster, delante del cual Farrage se fotografió sonriente, recordaba a una propaganda nazi. Los promotores del Brexit incluso habían borrado a un hombre blanco que aparecía en la imagen, que pertenecía al servicio de fotografía Getty Images. Fue Farrage, también, el que alguna vez dijo que no dormiría tranquilo si tuviera un vecino rumano y quien —junto al ex alcalde de Londres, Boris Johnson— difundió la mayor cantidad de mentiras sobre la inconveniencia de ser parte de la unión continental. Antes del día de la votación, era asombroso el nivel de desparpajo con que se repetían datos y cifras sin fundamento. Después de la votación, lo asombroso era que un discurso demagogo de ese calibre haya calado en una población considerada educada. Es probable que el Brexit sea la primera ocasión en que en Europa, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, triunfa una campaña que parecería ideada y ejecutada por políticos populistas latinoamericanos.

La campaña por el Brexit fue algo extraño de atestiguar: fue una andanada de promesas sin fundamentos, mentiras y datos manipulados. Apenas horas después de haber votado a favor de la salida, Farrage apareció en televisión nacional para decir que una de sus principales propuestas de campaña era mentira: dijo que la Unión Europea le costaba 350 millones de libras esterlinas al Reino Unido, y que cuando saliesen se podrían destinar al Sistema Nacional de Salud (NHS, por sus siglas en inglés) —de por sí agobiado por los constantes recortes del gobierno conservador. “Creo que eso no se va a poder hacer”, dijo Farrage, con la cara seria, después de haber dicho que habían logrado la independencia del Reino Unido sin tener que disparar un solo tiro —desconociendo el asesinato de la parlamentaria Joe Cox, baleada y acuchillada por un fanático ultranacionalista apenas cinco días antes del referéndum. Sin embargo, más pudo el resentimiento que las razones.

Con los pescadores de Hastings parece haber sucedido algo similar. Cuando el bueno de Paul Joy habla, suena convincente hasta que sus argumentos empiezan a morderse la cola: no es la Unión Europea la que ha malrepartido la cuota entre los pescadores ingleses, sino el gobierno británico. “Cuando entramos a la Unión Europea, la pesca era libre” —dice Joy— “no había cuotas, ni restricciones, solo el clima nos detenía”. Hasta 2006, dice, no les preocupó demasiado porque las embarcaciones pequeñas estaban exemptas del sistema. Pero ese año fueron incluidos porque los conteos de las especies estaban cayendo. Así que el gobierno británico los incluyó en el sistema y les asignó apenas el 3% de la cuota nacional. Según Joy, si se toma una sola especie como el bacalao se ve la desproporción: Francia puede pescar 1660 toneladas pero Inglaterra apenas 144. De esas 144, dice, los botes de menos de diez metros de eslora (que son 9 de cada diez de toda la flota inglesa) puede pescar solo 33 toneladas. Es en ese punto en que el argumento de Joy y los pescadores flaquea: el artículo 17 de la ley europea que los gobierna, el Common Fishery Policy, le da potestad al país miembro de repartir la cuota a su flota. Joy lo sabe —de hecho, llevó a su gobierno a juicio para que la cuota se reparta más equitativamente. Y la corte le dio la razón en 2014. Sin embargo, dos años después, el gobierno conservador británico —liderado por David Cameron— no había hecho cumplir esa orden. ¿Qué responsabilidad podría tener la Unión Europea? Joy parece verla como el origen de los males, aun cuando no pueda responsabilizarla directamente de la disminución de su negocio.

Es como si hubiesen tenido que decidir a quién culpar: y entre culpar a su propio gobierno o a los extranjeros, decidieron lo último. Es siempre más fácil, y ha permitido que aflore el nacionalismo que la Unión Europea (con su convención de derechos humanos, paradójicamente una creación de juristas ingleses) había logrado mantener a raya. Parecería que hay razones menos cuantificables en dinero. Por ejemplo, Gales votó mayoritariamente por el Brexit. Es más que extraño, un tiro en la pata económica del país: según un reportaje de The Guardian, el país recibía cerca de 245 millones de libras esterlinas de la Unión Europea. En el presupuesto general del Reino Unido, ese dinero ayudaba a achicar el déficit de 300 millones de libras que tiene Gales. En definitiva, los galeses han votado por volver a ser británicos, lo que parece resumirse en multiplicar por casi cinco veces su hueco fiscal. Gales recibiría hasta 2020 cerca de dos mil millones de libras esterlinas de la Unión Europea, una plata que no se sabe si llegará y que los miembros del parlamento británico se han apresurado a avisarles que tampoco hay ninguna certeza de que el Reino unido pueda asegurarles ni siquiera una cifra similar. Mientras tanto, en el pequeño galés de Ebbw Vale, Zack Kelly, un joven de 21 años parado frente a un complejo deportivo construido con 500 millones de libras esterlinas del presupuesto europeo le pregunta al diario The Guardian: “¿Qué ha hecho la Unión Europea por nosotros?” Una de las habitantes que votó para quedarse, Deborah Basini, dijo que todo tenía que ver con la inmigración, a pesar de que el pueblo casi no tiene inmigrantes. “Y los que hay, trabajan y contribuyen a la ciudad. Es ilógico, creo que la gente no vio las cifras y los datos para nada”.

Con los pescadores de Hastings parece haber sucedido algo similar: su voto se explica más con el miedo y la sospecha sobre los extranjeros que con fórmulas económicas. Según Andy Lebrecht, el representante subrogante del Reino Unido ante la Unión Europea, a los pescadores les iría peor fuera de la Unión Europea o al menos en similares condiciones que con la la Política Común de Pesca (CFP, por sus siglas en inglés) europea: “Ha habido poca discusión de cómo sería una CFP británica, pero probablemente será muy parecida a la europea” —dijo en un artículo de opinión en el sitio de verificación de datos InFacts— “La gran pregunta es quién repartirá las cuotas. Hay una creencia de que será Westminster [el Estado británico] y los gobiernos de cada región del Reino Unido, pero en la realidad tendrá que haber un acuerdo con la Unión Europea”. En esa negociación, dice Lebrecht, es probable que los pescadores ingleses pierdan sus privilegios de precios en los mercados de la Unión. Los peces que se pescan en aguas británicas son los mismos que nadan hacia otros mares, tanto de la Unión Europea como de Noruega (que no es parte del organismo). Así que para evitar que se sobrepesquen, el Reino Unido y la UE tendrán que llegar a un acuerdo de cuotas, como el que la UE y Noruega tienen hoy. Es decir, el Brexit no va a cambiar casi en nada el tema de cuotas. Los pescadores ya han sido avisados de esto por el gobierno británico, apenas semanas después del referéndum.“Lo correcto era mejorar la CFP desde dentro”, dice Albrecht. Pero los pescadores de Hastings dicen que no. Que nadie conoce el mar como ellos, y que su pesca es sustentable y que el problema es que los barcos europeos están pescando en sus aguas.

Brexit y los pescadores

Los pescadores de la familia Adams, recogiendo sus redes. Fotografía de José María León Cabrera

Hay mucho que pescar en las aguas profundas de la discriminación nacionalista: John Griffin, el único pescador de la flota que se adentra al mar sin tripulación, cree que es hora de recuperar su país. “El Reino Unido ha dejado de ser británico” —dice otra mañana en que desenreda redes— “y necesitamos recuperar nuestra soberanía”. Me ve y vacila durante un segundo, como si se diera cuenta de que está hablando con uno de los migrantes que, cree, le han ido quitando su país poco a poco. “Pero no es contigo” —se excusa— “sino con los europeos”. Dice que no tienen por qué recibir órdenes de, por ejemplo, Alemania. “Un país al que le ganamos dos guerras mundiales y nos tiene un resentimiento escondido”. Las razones de los pescadores de Hastings parecen resumir la postura de quienes votaron por salir la salida: un nacionalismo reavivado por las condiciones económicas y la crisis migratoria global. Hay en ese nacionalismo una gran carga de ignorancia: John Griffin, un hombre amable y conversón, dice que le indigna que el Reino Unido ya no tenga ejército y deba seguir las órdenes de las fuerzas armadas europeas. La verdad es que no hay tal cosa como un ejército europeo. Tal vez habla de una de las tantas propuestas que se discuten en el parlamento europeo en Bruselas (donde alguna vez Alemania propuso una “fuerza de defensa conjunta), o quizá se refiere a  la OTAN, pero de inmediato aclara cuál es el verdadero problema: los inmigrantes que se han tomado el país. Otro pescador dice que el gobierno británico está más enfocado en hacerlos cumplir con el sistema de límites de pesca que en evitar que los inmigrantes los sigan invadiendo. The Spider, la mañana en que le anuncié que el Brexit había ganado pero que había perdido ampliamente en Londres dijo que era porque en Londres ya no había ingleses. “Se la han tomado los migrantes” —explica— “solo en las partes más suburbanas de Londres hay ingleses, pero en el centro no. Es una ciudad horrible”.

Por un decreto de la ciudad, los pescadores de Hastings tienen derechos permanentes sobre la playa desde donde empujan sus barcos al mar hace mil años. Nadie sabe con certeza por qué, pero en un milenio jamás se construyó un muelle: hoy unos tractores lanzan y halan los botes de la orilla al agua, del agua a la orilla. Antes eran empujados por veintenas de hombres. Eso ha generado una identidad local muy fuerte que conlleva a un rechazo de fuerza proporcional a todo lo extranjero. En la playa, que se llama The Stade, hay una galería de arte contemporáneo: “Una cosa horrible, donde hay unos dibujos que podría haber hecho mi nieto” dice uno de los pescadores. John Griffin, el hombre que pesca solo, me dice que no irá a la feria de comida de ese sábado: “Sirven pescado que no ha sido pescado en Hastings, es una patraña”. Otros dicen que no les gusta el barrio donde se han asentado un minoritario grupo de ascendencia árabe (según cifras oficiales, Hastings es 90% British) y que cada vez hay menos espacio para lo inglés. Esa sensación se replica por todo el territorio británico, salvo en Londres, donde la diversidad le ha ganado al nacionalismo: en la capital del Reino Unido se hablan 300 idiomas, se profesan al menos 14 religiones, y sus habitantes llegaron de más de 33 naciones. Londres, cada vez más cosmopolita y cada vez menos británica, es una isla dentro de la isla.

John Griffin tiene cuatro hijos, pero ninguno pesca. Uno solía hacerlo pero como cada vez el negocio va a peor ahora se dedica a la albañilería. «Pero su corazón está en el mar» —dijo John Griffin— «sé que volverá». El corazón de John Griffin también está en el mar. En los últimos años, desde que la pesca se ha puesto mala, sería más preciso decir que el corazón de John está en la playa. Ahí pasa horas, desenredando redes, ordenándolas. A ratos se sube a su barco, el Fair Trade,  destartalado, y pone en orden anclas y banderas. Pero no lo empuja al agua. John Griffin, el hombre que pesca solo, sabe hacer otras cosas (ha sido constructor, guardia de seguridad y exterminador de plagas) pero él es, y nunca quiere dejar de ser, un pescador. Así tenga que salir a pescar solo, o así no salga a pescar en semanas de semanas, y sus colegas me digan a sus espaldas que John no es un pescador de verdad, porque los pescadores salen todos los días. Mientras tanto, los pequeños barcos sobre la playa pedrisca de Hastings saldrán todas las madrugadas (si el clima lo permite) a tirar las redes y recogerlas, para que sus hombres puedan ganarse la vida. Cuando regresen, a eso de las diez u once de la mañana, con los overoles azules y amarillos empapados en agua salada y entraña de animales marinos, recordarán los días en que en una semana de pesca cada uno de ellos —los barcos suelen tener tripulaciones de tres o cuatro hombres— ganaba hasta ocho mil libras. Y enseguida me dirán que eso ha cambiado no por la depredación de las especies, ni por la incapacidad del gobierno británico de hacer respetar los derechos de los botes más pequeños de la flota del país, o de lograr cambios sustanciales en la burocracia europea. No, eso es culpa de los otros, los extranjeros.