Otro rector se va de Yachay. Así como hace un año renunció —en medio de un escándalo mediático— el español Fernando Albericio, ahora se va Daniel J. Larson. Ha dicho que las razones para irse son personales. Hace un año escribí que la crisis de Yachay no era el simple desacuerdo entre sus cabezas, sino que tenía raíces mucho más profundas: el concepto del proyecto está basado en la falacia de que construiremos en diez años, desde cero, una universidad de excelencia que permitirá al Ecuador abandonar el subdesarrollo y la dependencia de sus recursos naturales. En ese momento dije que el problema de Yachay se explicaba por dos  fenómenos que los antropólogos, sociólogos y etnógrafos conocen como el ‘culto cargo’ (o culto del cargamento) y la falacia del refrigerador. Con la renuncia de Daniel J. Larson, solo seis meses después de estar en el cargo,  Yachay vuelve a mostrar los síntomas de estos dos males.

El culto cargo se deriva de la creencia en la cultura melanesia de que ciertos rituales conducen a la obtención de riqueza material. Existen algunas versiones anecdóticas acerca del culto, pero la más conocida se remonta a la Segunda Guerra Mundial. Las tropas aliadas desembarcaron en varias islas del Pacífico Sur, trayendo con ellas todo tipo de cargamento. Maravillas modernas que las poblaciones nativas nunca habían visto. Al terminar la guerra, los soldados regresaron a casa y los lugareños concluyeron que esta breve bonanza fue una bendición pasajera, traída directamente por los dioses. Las tribus procedieron entonces a hacer lo que les pareció lógico: recrear las condiciones en que el cargamento de los dioses había llegado. Limpiaron caminos en la selva para simular pistas de aterrizaje, hicieron ‘rifles’ de bambú, y marcharon para imitar el paso de los soldados. Pero, sobre todo, siempre mantuvieron sus ojos en el cielo y sus corazones abiertos, con la esperanza de que los dioses observaran sus rituales preparativos. La falacia del refrigerador, por su lado, viene de una falacia descrita en el mundo de la pedagogía: todos los maestros tienen refrigeradores; por lo tanto, si me esfuerzo lo suficiente para comprar uno, me convertiré en un maestro. El profesor de la American University George Ayittey llevó el concepto al desarrollo de los países en su libro África sin Cadenas: Un plan para el futuro de África: los países desarrollados son industrializados (tecnificados); por lo tanto, si los países subdesarrollados adquieren suficientes industrias (tecnología), se convertirán, de la noche a la mañana, en países desarrollados. Dentro de la definición de Ayittey, es importante recalcar la locución temporal ‘de la noche a la mañana’. Él no niega la posible causalidad entre industrialización y desarrollo, lo que niega es que esto se pueda dar de forma inmediata mediante procesos ‘revolucionarios’. El desarrollo a través de un proceso evolutivo gradual, continuo y pausado, que involucre una colaboración participativa; de este modo, el cambio en la sociedad será integral. En definitiva, culto cargo y falacia del refrigerador son dos metáforas para describir un intento de recrear los resultados exitosos de países desarrollados, a través de la replicación de las circunstancias asociadas con dichos frutos, sin tomar en cuenta que esas circunstancias pudieran estar o no relacionadas con dichos resultados, o —en su defecto— pudieran ser insuficientes para producirlos por sí mismos. Ambos errores, según la literatura antropológica, se desarrollan tras un prolongado período de crisis sociales profundas, bajo el liderazgo de una figura carismática. Este líder tiene una visión del futuro (‘mito-sueño’) a menudo relacionada con una serie de rituales que él promoverá como mecanismo único para alcanzar su utopía.

Yachay, así como el tan promocionado cambio de la matriz productiva, son ejemplos palpables del funcionamiento de estas dos falacias en las políticas de desarrollo de la Revolución Ciudadana.  Quedó claro en en los acalorados intercambios de hace un año entre el ex rector de la Universidad de Yachay, Fernando Albericio, y el rector encargado, José Andrade, y ahora queda claro con la renuncia de Larson, quien escuetamente ha dicho que se va por motivos personales (aunque, salvo una calamidad, nadie se va de un puesto tan importante por motivos personales a los seis meses). Andrade espera crear, en cuestión de años, una universidad y un centro tecnológico que lideren el desarrollo del país; Albericio decía que eso era irrealista y que, para conseguir una institución sólida que cumpla dicha función, se necesitarían muchas décadas. Larson se va sin mayores explicaciones, pero estuvo tan poco tiempo en la cabeza del proyecto que las suspicacias sobre su salida no se han hecho esperar.

Los motivos de Larson tal vez no respondan a alguno de los rumores conspirativos que ya circulan, sino, tal vez, a que se dio cuenta de cómo estaba siendo parte del culto cargo y la falacia del refrigerador. El desarrollo económico no es consecuencia de la adquisición ciega y al por mayor de los símbolos y signos de la modernidad. Es utópico esperar que uno de esos símbolos (en este caso, una universidad con profesores que ganan salarios con estándares de Estados Unidos o Europa) transforme un proyecto educativo cualquiera en un Stanford latinoamericano, de la noche a la mañana, y, al mismo tiempo, cambie la sociedad ecuatoriana. Los críticos del proyecto Yachay hemos estado siempre conscientes de esta realidad. Sin embargo, lo más perturbador es que la gente que participa en dicha iniciativa también lo sepa. No por algo, la mayoría de los miembros de la Comisión Gestora la consideran como un proyecto más dentro de sus portafolios, al punto que le dedican únicamente una fracción de su tiempo, y sus esfuerzos, como Albericio lo afirmó en su renuncia. Que Larson diga ahora que se quedará en la Comisión Gestora, pero exclusivamente para “enfocar sus esfuerzos en la búsqueda de oportunidades filantrópicas” refuerza lo que hace un año decía el primer exrector de Yachay. 

Yachay no va a alcanzar sus ilusorias metas en tan corto tiempo, como se ha afirmado y vendido a la sociedad ecuatoriana. Si fuera tan fácil, lo único que se requeriría es invertir cientos de millones de dólares y sentarse a esperar que el desarrollo aterrice: todos los países aplicarían esta receta, en apariencia, sencilla y mecánica. Pero es una lógica errada: no fueron los aeródromos los que hicieron que los aviones de los aliados aterricen en las islas de Melanesia, sino las ventajas que éstas ofrecían para pelear la guerra. De manera similar, el desarrollo (cargamento tan ansiado por nuestros países) no aterrizará en un territorio que no brinde las ventajas y oportunidades necesarias (protección de las inversiones y las ganancias, así como de los derechos de la propiedad), por más inversión pública que se haga en las ‘pistas de aterrizaje’ y por más rituales desarrollistas que nuestros líderes inventen para alcanzar sus ‘mito-sueños’. El desarrollo económico muestra relaciones no lineales, que dependen de toda la gama de instituciones sociales, económicas, culturales y políticas que rigen el país. Al igual que una semilla, si un proyecto de desarrollo no encaja en nuestro entorno socio-económico, no podrá germinar. Es lo que está pasando con Yachay.